Artículos destacados, Literatura

Publicado por Javier

“Aprender a evadirse es una idea muy productiva para la vida”

Texto: Eduardo D. Benítez / Fotos: Francisco Odriozola

 

A pocas cuadras de Avenida Santa Fe, la calle Godoy Cruz -que hasta hace unos años suponía una zona liminar del orden moral separando a la ciudadanía casta de un réprobo travestismo- ostenta hoy un imponente edificio (remedo barrial de la asepsia de aeropuertos) consignado como Polo Científico Tecnológico. En ese espacio funciona el Conicet. Allí nos espera Alberto Giordano, crítico, ensayista, profesor de teoría literaria en la Universidad de Rosario, quien ha viajado desde Rosario, ciudad donde vive, para participar de una reunión como miembro de la Comisión Evaluadora que se ocupa de definir quiénes entran a la carrera de investigación. “Cuando arranqué hace ocho años fue un momento en el que empezó a entrar bastante plata al Conicet y era lindo porque entraban unas veinte personas. El año pasado se deben haber recomendado unos veinte y entraron sólo diez. Y este año viene durísimo, se van a recomendar veinticinco y suponemos que entrarán cinco”, cuenta.

Hace décadas que Giordano se ha mantenido aferrado a un puñado de temas que pueden resultar algo lábiles según la mirada de una institución como el Conicet: los modos de concebir el ensayo, las particularidades de la práctica crítica, el cariz literario y el efecto de verdad que arrojan los diarios íntimos de los escritores, el carácter autobiográfico de la literatura argentina contemporánea. Todos ellos, objetos de estudio abordados a partir de una idea precisa: la crítica presenta modos no demasiado alejados de la literatura, se ejercita desde el deleite de una escritura exquisita, y por ser académica no olvida meterse de lleno en la densidad del lenguaje para problematizarlo. Como su admirado Barthes, Giordano se mueve entre los intersticios de la rigidez académica como un cultor incansable del ensayo, ese “género ambiguo donde la escritura disputa con el análisis”, según lo entendía el francés. Eso tal vez lo impulsa a afirmar: “En cierto modo, me he dedicado siempre a discutir la institución, la investigación. El ensayo es asistemático, no objetivo, y se opone a las supersticiones de la cientificidad. En general, la tradición del ensayo no pasa por estas instituciones”.

Hay que decir también que el anecdotario y la chismografía de la literatura lo cuentan como un estrafalario personaje de ficción. Gran amigo de César Aira, Giordano se divierte relatando cómo, después de conocerse y producirse el primer encantamiento, el escritor tradujo su experiencia y la plasmó en uno de sus libros: “Después de conocernos -junto a un grupo de críticos de Rosario en 1991- Aira escribió Los misterios de Rosario y nos transformó a todos en personajes de folletín, todos muy maltratados. Yo aparezco como un enano drogadicto que le pega a su mujer, llego a la Facultad y no tengo ni un alumno… Como si fuese una pesadilla a partir de todo lo que vivió en Rosario”.

Después de vivir una cruda depresión que se dilató por más de dos años, Giordano acaba de publicar por primera vez un libro que es ajeno a la praxis del ensayo académico. Surgido de los posteos que fue haciendo en Facebook, El tiempo de la convalecencia (Editorial Iván Rosado) responde a las coordenadas del diario íntimo. Un intenso encuentro entre escritura y vida, práctica crítica e imaginación literaria, mirada extrañada sobre lo cotidiano y figuración afectiva de sí mismo. Un libro de lectura pasional que incluso desborda el género autobiográfico. Un libro que, en definitiva, resultó la excusa perfecta para mantener el extenso diálogo que se desarrolla a continuación.

-¿Cómo surge tu interés por la práctica ensayística?
-Mirá… hoy venía en el avión leyendo un libro sobre la neurosis obsesiva y en un momento, en ese libro -a partir de las caracterizaciones del neurótico obsesivo- habla de “la inhibición de ciertos impulsos”. Entonces, me pongo a pensar y creo que no debo haber sido escritor de ficción por eso mismo. A los doce años escribía novelas de automovilismo, me acuerdo que a una la titulé Misterio en Indianápolis y era como una telenovela de corredores. Sin embargo nunca me convertí en novelista, ni corredor, ni siquiera aprendí a manejar. En algún momento cambié de decisión y me transformé en crítico, que es una figura un poco más triste que la del novelista. Desde muy chico me gustó leer con una idea muy marcada, que era sacarme de la realidad; tal vez por eso me molestan las morales críticas que rechazan esa idea de evasión. Al contrario, aprender a evadirse creativa y placenteramente es una idea muy productiva para la vida. Tiene muy mala prensa pero me parece que tendría que ser una carrera: “Aprender a evadirse”. En algún momento se me precipitó que tenía que elegir una carrera y supongo que elegí Letras porque me gustaba leer, pero el primer día me enteré que tenía latín y griego y casi me voy. No sabía ni en qué consistía el programa.

«Desde muy chico me gustó leer con una idea muy marcada, que era sacarme de la realidad; tal vez por eso me molestan las morales críticas que rechazan esa idea de evasión»

-¿Es en ese momento que aparecen las lecturas de Roland Barthes, que tanto te marcaron? ¿Qué importancia tiene su figura hoy en tu trabajo como ensayista?
-Me encontré con la obra de Barthes casi por casualidad en 1978, mientras cursaba el segundo año de la carrera. Crítica y verdad era uno más entre los libros que conformaban la bibliografía -demasiado extensa y poco criteriosa- de una asignatura “metodológica”. A partir de ese momento se convirtió en uno de los libros de mi vida por la transformación existencial que propició. La lectura de Crítica y verdad me descubrió la posibilidad de un modo de dialogar con la literatura en el que convergen el placer de la conceptualización y la construcción de sistemas, las astucias argumentativas, los afanes de la polémica y el arte de manifestar, discretamente, entre palabras que ambicionan saber, la presencia de la sensibilidad del lector. Leyendo este libro, por voluntad de imitación, comencé a convertirme en crítico. Lo que Barthes me reveló es la convicción doble de que el crítico también es un escritor, porque mantiene una relación problemática e intensamente afectiva con el lenguaje, y que la crítica no debe pensarse como un metalenguaje sino como un ejercicio inmanente, retórico y ético, en el que se ponen a prueba qué puede la literatura sobre las convenciones culturales y con qué facultades cuenta el crítico para responder activamente a ese poder.

-¿Crees que la crítica académica se ejerce según estas nociones barthesianas?
-El 80 por ciento de la crítica académica es horrible. Es aburrida, jergosa, endogámica, y no dialoga con la literatura. Pero bueno… hay que buscar el otro veinte por ciento. En todos los campos el ser humano tiende a la reproducción: en el arte, en el cine, en la literatura. Tampoco todos los escritores son maravillosos, hay muchos que también son horribles. Hay tipos que se hicieron poetas porque no podían escribir una ponencia para un congreso, porque argumentar es difícil. Pero con respecto a la crítica, creo que puede ser ensayística o método-reproductiva. Y creo que el saber se procesa ensayísticamente; no hay otro modo. Vos agarrás un texto de Freud y vas a ver que es un ensayista. Está inventando, imaginando.

«El ochenta por ciento de la crítica académica es horrible. Es aburrida, jergosa, endogámica, y no dialoga con la literatura»

-Vos sos investigador del Conicet y formás parte de una Comisión evaluadora. ¿Cómo convive esta noción del ensayismo cuando de los trabajos de investigación se demanda cierta eficacia demostrable?
-Hay algo a lo que le di una categoría para estudiarlo: “lo ensayístico en la crítica académica”, que, como todas las categorías, es un poco un verso pero también nombra algo cierto y que, sintetizado, consistiría en tratar de articular intereses ligados a los modos particulares con que uno se relaciona con la lectura y las teorías literarias. Buscar esa articulación sin que se pierda la particularidad de la experiencia propia aplastada por la teoría. Esto implica que la subjetividad siempre esté en juego y entredicha en los usos teóricos. La consigna ética del ensayo es: “voy a escribir para ver qué puedo saber”; asumiendo que el saber no siempre es demostrable. No creo que la ciencia funcione de modo tan diferente a esto. La diferencia no estaría tanto con la ciencia sino con la burocratización del conocimiento científico, que lo único que pide es que vos reproduzcas lo conocido, “la reproducción metódica de lo sabido”, como diría Louis Althusser.

-Entre tus grandes amigos escritores están César Aira y Elvio Gandolfo…
-Si, son muy amigos. Y ambos se hicieron muy amigos entre sí, lo cual para mí es muy gracioso porque durante mucho tiempo, por lo menos en mi cabeza, eran como dos continentes muy separados. Sus literaturas son muy diferentes. Cuando Aira sacó una novela en 1992, que se llama Los misterios de Rosario, Elvio sacó una reseña tremenda en Página/12. Pero después la literatura los reunió. Aira me parece un genio. Debe ser el escritor más favorecido por la crítica académica latinoamericana de las últimas décadas. Sin embargo, la impresión que él debe tener es que la crítica no le ha dado nada. Porque me parece que es una crítica muy pegada a su literatura, y eso es un problema. El caso paradigmático de este problema es Ricardo Piglia que es un autor que ya viene con su metalenguaje incorporado, entonces tenés a los jóvenes críticos que hablan de Piglia en pigliesco. Y que hablen de Aira en airesco es lógico que a César no le guste porque a él le interesa la curiosidad, ser sorprendido.

-Hace unos años existió una polémica bastante pirotécnica entre las literaturas de Aira y Piglia…
-Sí, es una cuestión muy instalada en el imaginario. Hay un hecho anecdótico sobre eso: en el año 80, cuando se publica Respiración artificial, Aira escribe una reseña célebre de la novelística del momento y dice algo así como que es la peor novela de su generación, que es un relevo de Sábato en la línea de Manuel Gálvez. Para Aira, Respiración artificial era la vieja novela de tesis con la que había que romper, pero casi nadie la leyó así. Porque el resultado lo tenés: Piglia se instaló con esa novela y se armó un consenso alrededor suyo. Eso con Aira no terminó de suceder nunca porque siempre aparece alguien -con muy buenos argumentos- que dice: “este tipo es un pelotudo”. La de Aira no es una literatura que busque el consenso. La de Piglia me parece una literatura que tiene muy pensada la relación con lo social y lo político. Casi con una idea adorniana. No es su literatura la que más me entusiasma; me gustan mucho las literaturas “no inteligentes”.

-¿A qué te referís con literatura “no inteligente”? ¿Tiene que ver con la contraposición que hacés en tu libro Una posibilidad de vida, entre Julio Cortázar y Felisberto Hernández?
-La literatura inteligente tiene un control de los recursos y de los efectos. Ojo: disponer de ese control no es joda. Para escribir como Cortázar hay que tener una destreza, una habilidad y una imaginación importante. Es un tipo de literatura muy orientada hacia la producción de un determinado efecto estético y sentimental. De alguna manera es un poco arrogante; como si quisiera persuadirte de que el lector es inteligente en la medida en que entra en su juego. Y a mí, por alguna razón, no me gusta que me tomen por inteligente (risas). Siempre uno queda en una posición de impostor. Cualquier espectáculo de inteligencia termina quedando de pacotilla cuando busca el reconocimiento. La otra literatura, la de Felisberto, te produce un efecto misterioso a partir del cual te preguntás: “¿de dónde salió esto?”. Hay un tipo de frase y de construcción que se configura de una manera rara. Pero no la rareza vanguardista que busca impactar; una rareza que puede aparecer cuando observás algo de una manera nunca vista.

«La consigna ética del ensayo es: voy a escribir para ver qué puedo saber, asumiendo que el saber no siempre es demostrable. No creo que la ciencia funcione de modo tan diferente a esto»

-Escribiste muchos artículos sobre diarios de escritores. Es un tema recurrente en tu ensayística, ¿qué te impulsó a estudiar los diarios íntimos como objetos literarios?
-Me interesaba la sensación de que la vida es como va apareciendo ahí, en los diarios. Aunque luego lo edite o lo corrija, quien escribe un diario no sabe lo que va a suceder. Hay una entrada del diario de Ángel Rama, crítico y escritor uruguayo, donde cuenta que está en un aeropuerto y describe cómo lo fascinan los viajes en avión, y uno sabe que en un par de años se va a morir en un accidente de avión. Por supuesto, él no lo sabe. Eso le da un patetismo tremendo a la entrada y, a su vez, muestra espectacularmente lo que muestran todo el tiempo los diarios. El diario íntimo como forma de contar, no de narrar sino de registrar, muestra la vida tal como es, en proceso. Mientras el diario dura, la práctica de la escritura es como la vida: interrupción y recomienzo. La vida no es desarrollo ni continuidad y no tiene una conclusión. Al igual que la vida, el diario íntimo en algún momento tiene una interrupción brusca. De los géneros autobiográficos, el diario es el que tiene más potencia de verdad; es el arte de encadenar instantáneas.

-¿Cuándo comienza, con qué obras y qué características tendría lo que denominaste “giro autobiográfico de la literatura argentina”? ¿Qué autores contemporáneos mantienen hoy vigente esa noción?
-A fines de 2006 tuve la certidumbre de que en la literatura argentina se había producido un desplazamiento, más o menos colectivo, hacia lo autobiográfico. Entre los libros publicados durante ese año -libros que habían llamado mi atención crítica después de interesarme como lector- se encontraban Ómnibus de Elvio Gandolfo, Dos relatos porteños de Raúl Escari, La vida descalzo de Alan Pauls, Desubicados de María Sonia Cristoff, La arquitectura del fantasma. Una autobiografía de Héctor Libertella, los Poemas sentimentales de Silvio Mattoni, Banco a la sombra de María Moreno, Monserrat de Daniel Link y tres compilaciones de textos híbridos (mezcla de ensayo, narración y autobiografía –la mezcla de estos tiempos): Idea crónica, Confesionario. Historia de mi vida privada y Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la literatura argentina. Lo que se me volvió evidente en aquel momento es que la decisión de ejercitarse en alguna forma de escritura autobiográfica no sólo había respondido a la singular ética de la literatura profesada por cada autor (su modo intransferible de pensar y experimentar el paso de la “propia” vida a través de las palabras), sino que también había estado condicionada por los lineamientos de una tendencia colectiva que agitaba desde hacía algunos años la cultura argentina. Tendencia observable tanto en la práctica de los escritores como de los teatristas, los artistas plásticos y los cineastas. Mi aproximación crítica a este corpus estuvo orientada por una observación de Andrés Di Tella, que en 2006 había estrenado Fotografías: “El documental personal, para tener legitimidad y no ser una simple expresión de narcisismo, debe representar una especie de coming out del documentalista, como se dice de los homosexuales que se atreven a salir del ropero. Es decir, no debe ser un gesto gratuito para la persona del cineasta, debe haber algún riesgo”. Lo que intenté mostrar en una serie de ensayos sobre diferentes obras y autores -de los cuales mis favoritos son Escari, Moreno, Gandolfo y Pablo Pérez-, es cómo los escritores tuvieron que asumir los riesgos de un acto “confesional”, a fin de recrearse a través de la exploración de algo íntimamente desconocido de ellos mismos. Creo que dos libros publicados el año pasado, Mi mundo privado de Elvio Gandolfo y Black out de María Moreno, sirven como testimonio espléndido de la vigencia y la potencia literaria de este giro.

El tiempo de la convalecencia, tu último libro, es un diario íntimo que tiene su origen en Facebook. ¿Cómo surgió la idea de llevar adelante un diario en Facebook?
-Lo que precede a todo es el hecho de que uno a Facebook entra diariamente, y yo empecé a escribir de esa manera. En el momento en que le empiezo a tomar gusto y a darle la forma de diario, estaba saliendo de una depresión de dos años y medio de la que suponía que no iba a salir. En un momento empecé a sentir entusiasmo por estar escribiendo algo entre efímero y laborioso pero que me deparaba mucha alegría, porque todo lo que había escrito hasta ese momento iba directamente a mi curriculum. Me gustaba la idea de contar con ciertos lectores que no eran una masa indiferenciada sino que eran identificables; fue un modo de garantizar un lector más o menos inmediato. Pero sinceramente, volviendo a lo de la depresión, no tengo ni idea por qué salí. La ficción, o el mito del diarista, dirían que el diario tiene funciones terapéuticas. Si uno está con vocación de diarista, todos los días podés encontrarte con cosas extraordinarias.

«La de Piglia me parece una literatura que tiene muy pensada la relación con lo social y lo político. No es su literatura la que más me entusiasma; me gustan mucho las literaturas ‘no inteligentes’»

-Volvamos a Barthes ¿qué importancia tuvo su obra en el proceso de escritura de El tiempo de la convalecencia?
-La incidencia de Barthes en la escritura de El tiempo de la convalecencia es indirecta. Aunque converge con una propuesta barthesiana fundamental: la idea de que en el horizonte del crítico literario está el proyecto de escribir una novela. El programa de llevar un diario en Facebook para después editarlo como libro respondió sobre todo a intereses afectivos, antes que profesionales. Tuvo que ver con el deseo de realizar un ejercicio de escritura que pudiese propiciar una discreta transformación subjetiva, en el sentido de un acrecentamiento de las posibilidades de experimentar e imaginar con palabras.

-¿Qué opinás en general de la interacción que se da en Facebook en torno a los debates sobre la coyuntura política y sobre la literatura?
-Hay una tendencia a la sobresentimentalidad o a ciertos modos muy directos de la discusión. La ironía o el humor no tienen mucho lugar. La bobería del que pone la foto de su gato todos los días no me molesta. Pero el que aparece para mostrarle a alguien la verdad que desconoce sobre sí mismo… ¡eso es insoportable! Como cuando sucedió lo del atentado de Charlie Hebdo, que muchos salieron a instruir, a “cantar la posta”. Yo diría que la base de eso es afectiva, una especie de intolerancia hacia la diferencia del otro y un deseo de imponer una verdad que siempre es berreta. En una entrada de El tiempo de la convalecencia hablé de esto usando una frase de Aira que me encanta: “Yo nunca usaría la literatura para pasar por buena persona”. No hay que usar Facebook para mostrar que uno es buena persona, hay que usarlo para otra cosa…