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Publicado por Javier

Analía Kalinec, la hija desobediente de un genocida

Texto: Gabriel Túñez / Fotos: Guille Llamos

 

 

Analía escucha el ruido de la llave en la cerradura y apura el gateo hacia la puerta. Su padre, que se llama Eduardo Emilio Kalinec y es policía, la ve llegar sonriendo con sus cuatro dientes de bebé: dos arriba, dos abajo. Ella se aferra al pantalón y comienza a escalar por las piernas paternas. Él la toma, la alza y la abraza: “Mi vizcachita”, le dice amorosamente.

Analía no sabe si lo que rememora es el recuerdo perfecto de aquellos recibimientos cotidianos de la infancia o si incorporó como propio el relato de su padre cuando regresaba de trabajar todos los días. Sí sabe que años después comenzó a soñar que se le caían los dientes, esos que para su padre la hacían parecer a un roedor de las pampas como la vizcacha.

Esa niña que gateaba apurada supo recién a los 24 años, un día de agosto de 2005, que a su padre lo llamaban “Doctor K” y había sido uno de los represores que durante la última dictadura militar de Argentina secuestraron, torturaron y asesinaron en el circuito de centros clandestinos conocido como ABO: Atlético-El Banco-Olimpo.

-¿Cómo obtuviste la primera información acerca de la actividad como represor de tu padre?
-Fue el 31 de agosto de 2005. Yo estaba con mi hijo de un año y medio en brazos porque lo iba a dejar en el jardín maternal cuando me llamó mi mamá. Me dijo: “Quedate tranquila pero a papá se lo llevaron preso”. Para mí fue un impacto muy fuerte, imaginate. No sabía por qué había quedado detenido. Para mí era un padre amoroso, el jefe de una familia bien constituida, endogámica, atravesada por el patriarcado, y el esposo de una mujer sumisa, silenciosa, compañera. En aquella época habían comenzado a reabrirse los juicios por delitos de lesa humanidad y mi papá se había retirado de la policía poco tiempo antes. En mi casa no se hablaba de la dictadura ni de qué hacía él. O al menos yo no recuerdo o no escuchaba que se hablara. Yo sólo sabía que era policía. El momento que mi papá quedó detenido significó un quiebre personal para mí.

-¿Qué dijo en aquel momento de la detención?
-Lo fuimos a ver a la cárcel de Marcos Paz, que fue su primer destino, con mis hermanas y mi mamá. Nos dijo que era todo mentira de un “gobierno de zurdos revanchistas”. Yo era maestra en una escuela pública, había empezado a estudiar Psicología en la Universidad de Buenos Aires, me había casado y tenía un hijo, pero mi vínculo afectivo con él era muy fuerte y todavía vivía aquella situación de tener un padre preso como algo injusto. A partir de ahí empecé a salir de ese mundo tan cuidado y cerrado, de colegio privado y católico, para permitirme algunas dudas externas. Después de estar en Marcos Paz a mi padre lo trasladaron al Cuerpo de la Policía Montada, en Palermo, que era un lugar muy cómodo en el que hasta podía hacer equitación y recibir a la familia. Ahí comíamos asado los domingos y yo llevaba a mi hijo para que pudiera verlo. En ese lugar, entre otros represores, estaba con el capellán de la policía bonaerense Christian Von Wernich. Para mí todo aquello ya era desagradable pero sentía como un acto de traición tener dudas sobre ese padre tan amoroso. En 2008 la causa ABO fue elevada a juicio oral y yo accedí al expediente judicial. En ese momento comencé a saber con lujo de detalles por el testimonio de los sobrevivientes qué cosas había hecho mi padre.

-¿Qué detalles fueron los que más te llamaron la atención de la actividad represiva de tu padre?
-Todos, básicamente. Uno de ellos es que le conocieran como “Doctor K”, que en aquella época era un producto de limpieza para la ropa pero también la primera letra de mi apellido. Además, el relato familiar siempre destacaba que mi padre había querido ser médico. Todo en un contexto en el que a la sala de torturas, por ejemplo, le decían “el quirófano”.

-¿El acceso a esa información es lo que te dio coraje para enfrentar a tu padre?
-Sí, aunque ya tenía suficientes dudas. Lo fui a ver por última vez un domingo a la cárcel de Devoto, que es donde está desde que fue condenado a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad. Ahí, por fin, le pude preguntar sobre el tema. Y lo hice desde un lugar, por así decirlo, ingenuo. “Pero, entonces, ¿vos estuviste?”, le pregunté. Me respondió que yo era chica y que no entendía, que había una guerra, que no fueron 30.000 desaparecidos, que tenía que defender al país de los guerrilleros y torturar para averiguar dónde ponían las bombas… Admitió todo. Para mí fue un espanto. Se habían terminado las dudas. En ese momento vi que se angustió, que tuvo un quiebre que duró dos segundos pero que me ilusionó. Me preguntó si pensaba que era un monstruo y yo le contesté: “Como papá, no”. Me fui de la cárcel, llegué a mi casa y ya tenía a mi segundo hijo, que era recién nacido. Sentí que me había sacado un peso de encima. Al otro día, sin embargo, me llamó por teléfono. Yo estaba en la calle. “Necesito que me digas que me querés”, me dijo. Le respondí que sí pero que lo que había hecho estaba mal. La comunicación se cortó o él me cortó, no lo sé. Empecé a llorar. A partir de ahí fue que empecé a contarle mi historia a todo el mundo. Necesitaba hablar.

«Por fin, le pude preguntar sobre el tema. Y lo hice desde un lugar, por así decirlo, ingenuo. ‘Pero, entonces, ¿vos estuviste?’, le pregunté. Me respondió que yo era chica y que no entendía, que había una guerra, que no fueron 30.000 desaparecidos, que tenía que defender al país de los guerrilleros y torturar para averiguar dónde ponían las bombas… Admitió todo»

-¿Cómo quedó la relación con tu familia después de aquella charla?
-Mi mamá se enojó conmigo, aunque al final de su vida –murió hace dos años de un cáncer que sufrió durante muchísimos años- el vínculo fue más de ida y vuelta. Habíamos establecido como un pacto de que no teníamos que hablar de todo aquello. En realidad yo quería hablar y ella, no. Murió en silencio. Nunca dijo nada. No se animó. Y la relación con mis hermanas (dos de las tres que tiene trabajan en la Policía Federal) se quebró a partir de aquel momento. Al interior de la familia soy la oveja negra. Con mi padre no volví a hablar. Una vez, después de la última conversación, le mandé una carta muy larga que no respondió. Sé que soy su hija pero no tengo nada que ver con su historia.

-¿Tuviste la oportunidad de visitar los lugares en donde tu padre fue represor?
-Estuve en una actividad que organizó la Unión de Trabajadores de la Educación (UTE), el gremio al que soy afiliada, en El Olimpo. Ya había estado antes allí y había hecho el recorrido de manera más personal, digamos. De igual modo cada vez que estoy ahí se me acelera el corazón y me pasan cosas. Para mí es maravilloso el trabajo de resignificación que se le dio a los centros de torturas, que pasaron a ser espacios para la memoria. Podemos encontrarnos allí, organizar talleres para chicos, que actúe una murga. Es una forma de darle un sentido superador o sanador a lo que fue un lugar de torturas y crímenes.

-¿Qué es “Historias Desobedientes”?
-Es un colectivo que conformamos a mediados de 2017 y que integramos hijas, hijos y familiares de genocidas. En el último tiempo se fueron incorporando nietas y nietos, y mayoritariamente somos mujeres. En “Historias Desobedientes” reivindicamos las consignas de memoria, verdad y justicia, que no nos reconciliamos y que fueron 30.000 las compañeras y compañeros detenidos y desaparecidos por la dictadura. El colectivo comenzó a surgir después de una entrevista que le hizo la revista “Anfibia” a Mariana, la hija de Miguel Etchecolatz, en mayo del año pasado después de la marcha a la Plaza de Mayo por el fallo del 2×1 de la Corte Suprema de Justicia. Para ese entonces ya conocía a Liliana Furió, que es hija de Paulino Furió, que es teniente coronel retirado del Ejército y fue jefe de Inteligencia y de la Brigada de Mendoza durante la dictadura. Él está detenido después de haber sido condenado a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad. Con Liliana leíamos los comentarios que iban dejando los lectores de la nota a Mariana y veíamos que, por lo que decían, había muchos más hijas e hijos de genocidas. Entonces empezamos a contactarlos. Algunos quisieron hablar enseguida y otros, no. El primer encuentro lo tuvimos en la casa de Liliana el domingo 18 de junio. No nos vamos a olvidar nunca de la fecha porque era el Día del Padre.

«Para mí era un padre amoroso, el jefe de una familia bien constituida, endogámica, atravesada por el patriarcado, y el esposo de una mujer sumisa, silenciosa, compañera»

-¿Cómo observan que reacciona la sociedad cuando conocen sus historias?
-Desde que conformamos el colectivo marchamos en tres ocasiones con la bandera de “Historias Desobedientes”. La primera fue el 3 de junio del año pasado en una concentración de #NiUnaMenos. Éramos muy pocas, pero vimos que nos miraban como no entendiendo. Algunas se nos acercaron a preguntarnos qué reclamamos y ahí les explicamos. Después nos sumamos a los reclamos de aparición con vida de Santiago Maldonado y en enero estuvimos en Mar del Plata para rechazar la prisión domiciliaria a Etchecolatz, porque nosotros creemos que la única casa para un genocida es la cárcel, inclusive para nuestros padres. Este sábado será nuestro primer 24 de marzo como colectivo.

-¿De qué modo se consideran frente a otras organizaciones o colectivos de derechos humanos?
-Nosotros no nos consideramos víctimas. Tenemos bien en claro quiénes fueron y son las víctimas. Además, pensamos que nuestros familiares no fueron o son represores sino que son genocidas, porque fueron encontrados culpables de delitos de lesa humanidad que se cometieron contra toda la sociedad. Sí es cierto que fuimos víctimas de violencia intrafamiliar. En el ámbito castrense eso es moneda corriente pero no es el común denominador. Pero, insisto, nosotros no nos consideramos víctimas del terrorismo de Estado. Sí somos parte de una sociedad que sufrió y sufre las consecuencias de un genocidio. Somos una pieza más de ese rompecabezas tan complejo que es la memoria colectiva. Como hijas e hijos de genocidas venimos a dar testimonio.