Texto: Franco Spinetta / Fotos: Agustina Fernández
A Hebe Uhart todavía se llega por caminos laterales: una recomendación literaria o una casualidad. Adentrarse en su universo es como ingresar a una casa vacía en la que poco a poco comienzan a aparecer los objetos, sin pretensiones, sin exageraciones ni artificios. Sus textos son límpidos pero jamás superficiales, matizados siempre por un ejercicio de observación agudo y concentrado de esta mujer de más de 80 años, que aún hoy sigue escribiendo y publicando.
Su vanidad está alejada de la que detentan otros literatos; ha sabido esquivar con elegancia los elogios de grandes figuras como Rodolfo Fogwill, quien la consideraba la “mejor escritora argentina”, y los premios y reconocimientos que llegaron en los últimos años, como el Iberoamericano de Narrativa Manuel de Rojas.
En un perfil extraordinario, la periodista Leila Guerriero apuntó: “Se dijo, de ella, mucho. Que era una escritora de culto, costumbrista, sencilla, naïf. Desde hace algunos años se dice una sola cosa: que es la mejor”. Y el escritor Elvio Gandolfo, citado en otro perfil publicado en la Revista Anfibia, señaló que “Hebe Uhart se encuentra entre aquellos escritores donde un modo de mirar produce un modo de decir, un estilo”.
En su departamento en el noveno piso de un edificio cualquiera del barrio de Almagro no hay rastros de esnobismo literario. La mesa del living está recubierta por un mantel de hule, y sobre el mantel dos individuales con posa vasos y algunas copas diminutas para beber algún licor. Alrededor, cuadros y objetos pequeños, y un balcón con plantas y flores que ella cuida con esmero del ataque de las hormigas.
En una de las hornallas de la vieja cocina Volcán, enmarcada por azulejos color beige, hay una cafetera lista. Hebe es una gran tomadora de café, una acción que utiliza mucho en sus variopintas crónicas viajeras para detenerse y observar a la gente y sus movimientos cotidianos, automáticos, inconscientes. Ahora, en su propia casa, en su trinchera, Hebe mira atenta a los ojos antes de contestar. Escudriña y mide. Cuando por fin se relaja, avisa: “Ahora me voy a buscar un cigarrillo, aunque no debería”. Vuelve con un cigarrito fino y elegante, se cruza de piernas y se reclina. Ahora sí, Hebe es la escritora.
El libro Animales, su última obra publicada por Adriana Hidalgo, nació con una simple pregunta de su editora: ¿Por qué no escribís un libro sobre los animalitos? Hebe dijo que sí sin saber siquiera qué escribiría, pero confiando en la base que ha alimentado toda su obra: una curiosidad impenitente.
-¿Por qué te interesaron los animales?
-Porque la forma de observar de un ornitólogo, de un primatólogo no es tan distinta de la forma de observar de un escritor. Mirar, pensar, tirar hipótesis, imaginar. El escritor hace lo mismo. Es ahí donde se unen la ciencia y el arte. Siempre me interesó la inteligencia animal. La ecología y todo eso me importa un pomo. Hume decía que la inteligencia en el hombre y los animales es la misma: pensamos de causa a efecto. ¿Cómo sabe el animal que el fuego quema? ¿Lo razona? No, es experiencia. Si nosotros no vemos algo, en realidad no lo sabemos. Esto va a en contra de toda la teoría de lenguaje, que dice que nos llegó caído del cielo. No se sabe cómo empezó el lenguaje, seguramente con gritos, cantos extraños. Es obvio que el lenguaje no empezó de un día para el otro. Hay una etóloga norteamericana, que es autista recuperada, y que dice que es muy probable que el lenguaje haya comenzado como música, como un si fuera una ópera china. Es una hipótesis. Los monos adiestrados se comunican por lenguaje de señas. También se dice que los animales viven en un eterno presente. Es mentira. En un zoológico, el mono se preparaba piedras a la mañana para tirarle al cuidador de la noche, que lo molestaba siempre. Eso es memoria. Hay muchos casos. Las aves tienen memoria. Un ornitólogo de Santa Rosa, La Pampa, me contó que los pájaros le pican el auto de él porque lo conocen, no a otro auto. Él los jorobó, los anilló, los midió. Las aves tienen memoria de dónde guardan las cosas, las rutas… ¿cómo hacen para volver al mismo lugar? No se sabe bien. Algunos dicen que tienen como un GPS muy exacto, con detalle, casi fotográfico. Nosotros, los humanos, vemos por concepto, no el detalle.
-En el libro Animales, citás el ejemplo de Onelli, el primer director del zoológico porteño, que además era escritor.
-Es extraordinario. Escribe y describe a los animales, una maravilla. Fue en 1905. Hacía experimentos Onelli: ponía un ave con los guanacos, miraba las interacciones. Escribió un libro que es excelente, todavía se consigue.
-Suena a una época en la que la ciencia tenía algo de locura. Con los años, quizá, se hizo más racionalista. ¿O no?
-Se hizo más racionalista, sí. Pero si hablás con un ornitólogo, y no le preguntás solamente sobre cómo los miden, los pesan y demás, que es bastante aburrido, te va a contar cosas muy interesantes sobre el comportamiento de los animales.
“El conocimiento de los animales, me interesa porque relativiza la posición del hombre como ente central. En el caso del escritor, lo relativiza como una cosa importante. Ese rol hipertrofiado que no tiene sentido. Es mejor que el escritor sea poco consciente de su rol para escribir”
-¿Hay algo ahí que tiene que ver con la contemplación, la paciencia?
-Sin duda. Para observar a los animales hay que sostener la atención. Es el mismo esfuerzo que escribir. Si vas a componer un personaje, no vas a tender a la primera sensación, sino que tenés que verlo en diversas circunstancias, en su complejidad. El conocimiento de los animales, me interesa porque relativiza la posición del hombre como ente central. En el caso del escritor, lo relativiza como una cosa importante. Ese rol hipertrofiado que no tiene sentido. Es mejor que el escritor sea poco consciente de su rol para escribir.
-¿Qué pasa si está muy presente el escritor?
-Se vuelve muy vanidoso y arruina el texto.
-Al investigar sobre ese universo animal, ¿recuperaste capacidad de asombro?
-No lo sé. Esa pregunta no te la puedo contestar porque no lo sé ni yo. Tampoco hay que exagerar con la capacidad de asombro. Recuerdo que en los 70, 80, con los autores que seguían la línea de Stalisnavsky, que decía que había que mirar con asombro… ahora por suerte se usa todo en forma más natural: entrás a una habitación, y entrás a una habitación.
Hebe no tarda mucho en contar, y recordar cada tanto, que ella nació y creció en Paso del Rey, partido de Moreno, cuando “era un desierto”. “Éramos un puñado, mi mamá daba clases en una escuela rural, mi papá era empleado de banco. Mi familia era más pueblera, pero había muchos paisanos alrededor, gente hosca de campo. De adolescente quería irme a Buenos Aires, el sueño era irse a vivir al centro”, cuenta. Esa infancia atravesada por un Conurbano aún inexistente ejerció una influencia que Hebe descubriría algunos años después, cuando ya había pasado por la carrera de Filosofía y se había codeado con los consumos de la ciudad. Hoy se considera más “campesina” que citadina, y prueba de eso es que haya centrado su trabajo literario en pequeños poblados, más que en grandes ciudades.
Sus crónicas de viajes (Viajera Crónica, Visto y Oído, De la Patagonia a México) son un muestrario de expresiones orales, historias mínimas y universales, narraciones que transforman lo cotidiano en un registro despojado de toda pretensión grandilocuente. Hebe se vuelve transparente y anota hasta sus vacilaciones, sus trabajos incompletos, y es tan real que convierte todo en una pieza literaria vívida y fresca.
-Hice muchas crónicas de pueblos chicos. Cuando fui a Irazusta, pregunté cuál era la atracción principal y me dijeron: “La zorra de la vía”. Fui en taxi, cuando llegamos, el tipo me pregunta: “¿Se va a quedar acá?”. De un golpe de vista, veías todo el pueblo. Cuatro casas grandes adelante cercanas a la vía, cuando el país tiraba para más próspero. Una plaza con San Martín y su caballo, más otro caballo comiendo pasto ahí mismo. Veo una señora en la vereda y le pregunto si había algún lugar para quedarse a dormir y me dice: “Mi casa”. Le pregunté si quería el documento: “No, m’hija, acá nos conocemos todos, documentos no… eso sí, tenga cuidado con los perros que son garroneros y no la van a conocer”. Era una habitación de esos alemanes que vinieron hace 80 años. De la ventana veía los chanchos. Salía y entraba 20 veces por día. Me dejaban entrar a las casas. ¿Sabés quién cayó en Irazusta? Un holandés. Aprendió a hablar castellano con acento de Irazusta… es increíble, jaja. Fue y volvió. Es hermoso ese pueblo. A la noche escuchaba uno que ensayaba con su acordeón. La gente no se impacienta. En Buenos Aires hay mucha bronca, es violenta.
-¿Qué te aportó ese contraste?
-Varias lecciones. Ahí mismo en Irazusta, me llamó la atención un chico medio oligofrénico que le hablaba a una vaca. Me dio curiosidad, pero por prurito no me acerqué. Yo quería que la señora de la casa me lo dijera, viste, así de mala nos ponemos. Y ella me dijo: “Pobrecito, es faltito”. Una lección de compasión. En las ciudades categorizamos porque no conocemos a todos. Una vez estaba en Río de Janeiro mirando la puerta de esas tiendas para madrinas, que tienen esas polleras que parecen dibujadas por niñas de siete años, con moños, mariposas. Yo le quería decir a la vendedora que el vestido de la madrina era demasiado recargado. Entonces le pregunté si los vestidos no eran demasiado fantasiosos. Y ella me contestó: “¿Acaso el matrimonio no es una ilusión?”. Genial, una gran respuesta. Entonces, sí, aprendés cosas de vos mismo, de tu mirada hacia los demás, de cómo encasillamos el gusto. Viajando se aprenden otras formas de mirar y procesar.
-¿Esa es la mejor enseñanza de los viajes?
-Sí, sobre todo aprender las variedades, las formas de pensar, de imaginar. Por ejemplo, en el sur, por Bariloche, me encuentro con unos negros senegaleses. Entonces los encaré para hablar. Les pedí que me escribieran el nombre en un papel. Y uno me puso: Black. Me agarró el racismo inconsciente, estaba por preguntarle: ¿tu mamá te puso ese nombre? Qué jodida. Y él me dijo: “¿Acaso en castellano no existe el nombre Blanca?”. Tomá mate. Los viajes te enseñan, con el tiempo, a no preguntar sobre cosas que la gente hace habitualmente. En Asunción del Paraguay, veía a una señora a la seis de la mañana con unos yuyos en el piso y a la tarde la volvía a ver. Yo me preguntaba, qué ganó esta pobre señora. La curiosidad me empujaba a preguntarle si había vendido algo. Pero no, eso no se hace. Cuando a la gente le preguntás por cosas que hace habitualmente, y vos lo ves como una cosa rara, se empieza a perturbar. Hay que ser cautelosa. Hay cosas que no conviene preguntar.
-Hoy vivimos un proceso de uniformización de gustos y costumbres, ¿encontraste en esos lugares recónditos cierta resistencia?
-Hay mezclas. Yo recomiendo mucho ir a Viedma y Carmen de Patagones, es muy lindo. Ambas ciudades están unidas por el puente sobre el Río Negro, y parecen pueblos de juguete. Cuando pregunté por un referente indígena, me contactaron con Teresa Epuyén, encantadora. Y la hija de Teresa, que también es indígena pero que se fue del pueblo para estudiar, me dijo un día cuando me estaba yendo: “Cuidate”. Cuidate es una expresión que viene de Nueva York (take care) y que se adaptó en Buenos Aires. La chica vivía lejos de la ciudad, en una casa autoconstruida, y así y todo te dice: “Cuidate”. Eso es la mezcla. No se puede conservar la identidad pura, pero sí podés tener consciencia de tu historia, del lenguaje. Eso las comunidades indígenas lo han logrado bastante.
-¿Y qué pasa con Buenos Aires? ¿Tiene identidad?
-Ha tenido. Hoy, me da la sensación de que los jóvenes de clase media, con formación, se quieren ir afuera. En la fantasía, siempre está Europa. Un poco de historia tiene, el puerto te arroja un poco hacia el exterior. Se lee más literatura europea que de Brasil o Uruguay. Uruguay tiene un escritor campero que es maravilloso, Juan José Morosoli. Es un gran creador de mundos camperos, de los paisanos. A ese escritor no se lo conoce acá. Literatura peruana… hay un montón, excelentes. Los chilenos… no conocemos lo que tenemos al lado.
-Acá en el interior, también.
-No se conocen. No se valora América Latina. En Asunción, un funcionario diplomático me decía algo muy raro: a pesar de que los brasileros los jodieron más que nosotros en la guerra de la Triple Alianza, a Brasil lo quieren más que a la Argentina. ¿Por qué? Porque perciben esa actitud porteña típica que, cuando les decís que te vas a Asunción, reaccionan: “¿Y qué mierda vas a hacer ahí?”. No lo ven como un destino posible, a pesar de que está a dos horas y media de avión.
“Aprendés cosas de vos mismo, de tu mirada hacia los demás, de cómo encasillamos el gusto. Viajando se aprenden otras formas de mirar y procesar”
-¿Por qué pasa eso?
-Hay ciertas razones. Buenos Aires fue y quizá sea un poco la capital cultural de América Latina. La oferta que hay acá, no creo que se encuentre en otra ciudad latinoamericana. El rock argentino es famoso en toda la región. A un argentino lo ponés a trabajar en Estados Unidos o en Europa y le va bien, algo tenemos, el recurso humano es bueno. Tenemos con qué agrandarnos, digamos. Pero, es cierto, los he visto afuera… el porteño se agranda cuando va a un país que lo percibe menos desarrollado y se achica y se somete a la ley cuando va a Estados Unidos y Europa: maneja bien, no tira la basura en cualquier lado. En La Paz, hace muchos años, vi a un porteño en un hotel de cuarta tirarle al piso una moneda a un coya para que se inclinara a buscarla, como si le tiraras un hueso a un perro, muy denigrante. Si hay que definirlo, yo diría que el porteño es alguien que quiere otra cosa, que lo que hay nunca le alcanza.
Hace 50 años, Hebe llegó a ser directora de una escuela rural. “Quería ayudar al proceso de liberación”, dice y larga una carcajada suave mientras el recuerdo se le viene encima, como un torbellino. Y arranca: “Era una escuela de campo, donde aprendí muchísimo. Leíamos a Freire, Félix Luna, Jauretche. Yo venía con los ideales, llegué al barro y al campo y no entendía nada. Veía a los chicos sacarse los zapatos y pensaba que estaban locos, hasta que me di cuenta de que si no te sacás los zapatos, en dos días con todo el barro se te arruinan. Hice mi experiencia. Quería cambiar el mundo, estaba contentísima. Iba a Buenos Aires, compraba lápices, lapiceras. Y todos me decían: ‘¿No tiene uno pa’ mi hermano?’ Y yo pensaba: tengo un solo hermano y nunca nos guardamos nada. Ellos compartían. Me rasgaba las vestiduras por cómo la maestra gorda de Luján trataba a los chicos, les decía de todo, también a los padres. Entonces yo le pregunté un día: ¿por qué no trabajás en Luján? Y ella me dijo: ‘Porque yo a la escuela la quiero’. Entonces me di cuenta de que yo fui con aires puristas, sensible, pero la gente quiere la permanencia. La otra maestra dirá las cosas que dirá, pero la escuela sigue en pie. Y yo me voy. ¿Entendés por qué? Entonces entendí también por qué ciertos sectores se aguantan ciertas cosas que vos no aguantarías ni loco. Se adhieren a la policía, al ejército, a lo que sea… les da permanencia. Aprendí tanto. Y si eso no lo ves, no te das cuenta de cómo viven realmente. Yo después me fui a escribir, a hacer viajes, a hacer crónicas de animales, lo que sea. Pero esa maestra se quedó. Y eso lo aprecian. Esa es una lección, para uno. Yo pienso que no se estima suficiente el valor de los hábitos, que se hacen costumbre. Si vos hacés costumbre, establecés un valor moral: menos que eso, nunca. No se cuestiona. Es su vida. Si eso perdura en el tiempo, algo se va a lograr. Y va a ser bueno”.
“Cuando a la gente le preguntás por cosas que hace habitualmente, y vos lo ves como una cosa rara, se empieza a perturbar. Hay que ser cautelosa. Hay cosas que no conviene preguntar”
Si bien a Hebe le interesa mucho la política, y es una gran lectora no sólo de literatura sino también de todo lo que tenga que ver con la actualidad de América latina, nunca logró imbricar ese interés en su obra. “Me gustaría lograr lo que hacen los chilenos, que son capaces de contar historias de sus infancias en las que mezclan el pensamiento político de la época. No lo he podido hacer yo”, se lamenta, aunque avisa que le encantaría escribir próximamente un ensayo político-literario para volcar su experiencia y sensibilidad en el tema: “Una cosa extraordinaria de la Argentina es el peronismo, es un fenómeno único de este país raro, que de alguna manera nos representa. El peronismo ha igualado a las clases, ha tendido a achicar esa desigualdad, por la dignidad del trabajador o lo que fuera. Acá hay un orgullo que no existe en otro lado, te podés imaginar tranquilamente alguien que se pone chancletas y medias, y diciendo: ‘Soy mersa, ¿y qué? Yo soy esto, soy grasa’. No sé si pasa en otro lado”, reflexiona.
-Hay mucha gente que no puede soportar eso, sobre todo que las clases más bajas accedan a los consumos medios y altos.
-Por miedo. Cuando yo era chica, mi papá era empleado de un banco, cuando ser empleado de un banco era más o menos lo mismo que ser un doctor. Cuando ya se puso viejo, y se estaba por jubilar, el bancario ya no era lo que había sido. En ese momento, un obrero muy organizado que vivía a una cuadra, se había hecho su casa de fin de semana. Y a mi papá le daba pica. Esas cosas son importantes… le daba pica porque el otro podía y él no. Eso tiene que ver con el miedo: mirá si nos igualan, mirá si tienen las mismas cosas, mirá si aprenden un oficio, si se convierten en profesionales.
“Acá hay un orgullo que no existe en otro lado, te podés imaginar tranquilamente alguien que se pone chancletas y medias, y diciendo: ‘Soy mersa, ¿y qué? Yo soy esto, soy grasa’. No sé si pasa en otro lado”
-Y el miedo nos hace cometer muchos errores.
-No se avanza con el miedo. Se avanza con la integración. Esa actitud de mi papá era una actitud que dejaba entrever el miedo a perder su estatus, su lugar. Lo mismo ha sucedido ahora acá: ¿cómo puede la gente que no es rica votar a Macri? Yo creo que lo que sucedió es que la clase media y la de abajo se acercaron mucho, porque los de abajo crecieron. Y la clase media vota así para diferenciarse. Ellos quieren pertenecer a algo a lo que nunca van a pertenecer. Pero hay una vocación de pertenecer. Es explicable: alguna vez han ido a un sanatorio donde la hotelería es divina, entonces les parece que ese es el progreso. No piensan si es sustentable. Mirtha Legrand dura más que los gobiernos, ¿cuánto hace que está? Va como 50 años, cargada de joyas… ¿cómo no se va a identificar la gente con ella? ¿Quién no quisiera vivir 128 años cargada de joyas? Jaja. Si vos a la gente le planteás mundos de pobres, indigentes, no lo quieren ver, obviamente. Un escritor brasilero me dijo un día: “Los pobres sólo les interesan a los intelectuales”, jaja. Pero es cierto, como decía el viejo Jauretche, que las clases medias de Buenos Aires, en algún momento, tuvieron identidad de clase. La clase media de Flores y Devoto no se quería identificar con la clase alta, había otro orgullo. Pero europeos no vamos a ser nunca, es una ilusión que tenemos que abandonar. Álvaro García Linera, el vice de Evo Morales, dice que tenemos que lograr una democracia sudamericana. Democracia sí, pero nuestra, como somos nosotros.