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Publicado por Javier

Luciano Lutereau: “El mal de época es el extravío”

Estamos cansados de la pandemia. Nos preguntamos hasta cuándo seguirá muriendo gente, cuánto tiempo más tendremos que reprimir los abrazos, cómo recuperaremos la confianza en nosotros y en los demás. No nacimos para vivir en estado de alerta, en un presente opresivo que restringe el abanico de opciones futuras y deja poco margen a las fuerzas del azar. 

 

Para los afortunados que sobrevivan, cuando la pesadilla termine vendrán tiempos de recomposición mental. La lista de deseos y objetivos incluye salir, encontrarnos, tener conversaciones sin prisa, en la naturaleza, descansar, cocinar sano, hacer ejercicio, disfrutar los vínculos, no pensar todo el tiempo en el dinero, no buscar siempre algo nuevo para consumir, no proyectar las propias frustraciones en el otro, asumir las responsabilidades en el bienestar personal, reconocernos vulnerables…

 

Son unas cuantas deudas acumuladas y, a decir verdad, no todas ellas pueden ser achacadas al virus. El filósofo y psicoanalista Luciano Lutereau dice que la pandemia solo maximizó e hizo más evidentes los efectos de un modo de vida que venimos sosteniendo hace rato y al cual llegó la hora de poner en debate. La ansiedad, la depresión y la soledad ya eran sentimientos generalizados antes de la irrupción del virus, asegura Lutereau, autor de numerosos libros sobre psicoanálisis, crianza, nuevas masculinidades y otros temas que atraviesan a la sociedad en estos días. Dice que el mal de época es el extravío, la ausencia de un rumbo que nos ayude a darle sentido a la vida, y en ese extravío destaca un equívoco que habrá que ocuparse de desarmar: “Es peor cuando se confunde la falta de sufrimiento con la felicidad, así llegamos a la anestesia generalizada”.

 

-La Universidad de Harvard tiene un programa llamado del Florecimiento Humano que realizó un estudio según el cual la pandemia aumentó los niveles de insatisfacción general en la gente. Hace poco dijiste que “se puede vivir la insatisfacción sin que sea como insatisfecho”. ¿A qué te referís? ¿Cómo sería?  

-Seguramente Harvard y yo usamos la palabra “insatisfacción” de modo diferente. En mi caso, pienso que es algo propio del deseo, que siempre nos confronta –incluso cuando se realiza, ¡sobre todo cuando se realiza!– con algo diferente de lo esperado. Mirá lo que pasa cuando un deseo se cumple, ¡es horroroso! Y si no, enseguida nos aburrimos. Por eso la diferencia (respecto de lo esperado) puede tener un papel virtuoso, en este sentido es que se puede vivir la insatisfacción sin quedarse insatisfecho, es decir, frustrado, sino quejoso; este último es un modo de interpretar la insatisfacción, quitarle su potencia, tal vez llevarla hacia el capricho. Si no es como yo quiero, entonces no quiero. Ahora bien, ¿la pandemia aumentó los niveles de insatisfacción? No sé cómo lo medirán en Harvard, pero creo que en términos generales podemos estar de acuerdo en que no vivíamos en una sociedad que estuviera muy satisfecha antes del COVID: en los últimos años, las consultas por ansiedad, depresión, soledad, etc., eran las más comunes. Entonces más bien pensaría que ese incremento, si existe, tiene que ver con un aumento cuantitativo y no tanto con una modificación cualitativa; es decir, antes que nuevas patologías, lo que sí podemos notar es un crecimiento de lo que nos hacía sufrir antes. La pandemia sería más bien una lente o lupa para entender mejor lo mal que estábamos antes.

 


“Con la salud mental, el gran problema es que no podemos fijar criterios universales, que escapen a la singularidad de cada quien.”


-A propósito de esto último, ¿aumentó mucho la demanda de atención psicológica durante la pandemia? ¿Se puede identificar algunos males de época? ¿De qué forma se manifiestan las alteraciones en la rutina, el encierro, la virtualidad y la falta de contacto humano en las personas?   

-Antes de la pandemia, vivíamos vidas en las que casi no estábamos acostumbrados a estar en casa. De repente, vino la cuarentena y para no pocas personas ese ámbito que apenas conocían, en el que solo cenaban y dormían, se volvió el hábitat cotidiano. Para quienes supieron aprovecharlo, fue la ocasión de fundar un hogar. Porque una casa no es un hogar, así como Sabina decía que una casa puede ser una oficina o una embajada. Lo más curioso es que no estábamos acostumbrados a estar en un hogar, pero sí a estar encerrados, por eso el acatamiento de la cuarentena fue exitoso en un primer momento. Es cierto que en ese entonces también era eficaz el miedo a la muerte. Con los meses, tuvimos menos miedo, pero antes que pensar en términos de cuidado, fuimos progresivamente haciendo como que no pasaba nada, regresamos al negacionismo. Esto demuestra que solo funcionamos en condiciones de temor y ansiedad, pero estos afectos nos dejan muy poco, no tienen efectos didácticos; y esto no es nuevo: así era nuestra vida pre-pandemia, ansiosos, a las corridas, haciendo por hacer, con poco sentido en la vida, consumistas y con temor a la pérdida de cosas que no sabemos ni para qué las sostenemos. El mal de época es la desorientación o, como me gusta decir a mí, el “extravío”, es decir, perder un camino, una dirección, que permita soportar ciertas decepciones, porque uno sabe más o menos para dónde quiere ir. Hombres y mujeres de nuestra época comparten que ya no quieren sufrir, pero con eso no alcanza. Es peor cuando se confunde la falta de sufrimiento con la felicidad. Así llegamos a la anestesia generalizada.

 


“¿Qué es vivir bien? ¿Alcanza con pensar la salud desde el punto de vista físico? ¿Hasta qué punto se pueden resignar los vínculos o se los puede ver como algo esencial? La salud es un objeto más del mercado, de adquisición individual, por el que se paga; entonces nos cuestan los proyectos colectivos”


-En cierta medida pareciera que con la pandemia hay muchas herramientas que se usaban para frenar el sufrimiento que dejaron de estar disponibles, y el efecto de la anestesia generalizada empezó a bajar, con lo que todos nos encontramos cara a cara con ese sufrimiento, con la frustración, con las neurosis. ¿Es una ocasión para redefinir la salud mental y dejar de verla como un problema de “los loquitos”?

-Hace tiempo que la “salud mental” es un valor entre los argentinos, dado que vivimos en una sociedad muy dispuesta al psicoanálisis y, por ejemplo, aquí no es motivo de vergüenza decir que se va a un analista. Sin embargo, el problema es cuando la salud mental se convierte en un objeto de consumo y rápidamente declina en diagnósticos feroces o búsquedas de tips para una autoevaluación. Con la salud mental, el gran problema es que no podemos fijar criterios universales, que escapen a la singularidad de cada quien. No obstante, hay criterios de reconocimiento. Por ejemplo, una persona sana mentalmente es la que no trata sus conflictos de manera proyectiva (buscando chivos expiatorios, atribuyéndole agentes a sus frustraciones, etc.); es capaz de hacer duelos por lo no esperado, sin asumir una actitud resignada; puede dosificar su hostilidad sin devenir agresivo; se puede angustiar y estar eventualmente triste, sin quedar tomado por la ansiedad o la melancolía, entre otros puntos importantes. Podría mencionar más, pero estos son suficientes para situar que no es por un rasgo determinado, sino por el modo de tratar el malestar con recursos psíquicos.

 

-El debate acerca de la respuesta farmacológica al Covid está en primera plana, de pronto todos conocemos los nombres de las vacunas en carrera, pero cuando esto pase a segundo plano se empezará a ver más claramente las consecuencias psicológicas de este fenómeno. ¿Hay un debate entre los profesionales de la salud mental sobre cómo abordar la crisis? ¿Cuáles son las tendencias preponderantes en ese campo?

-Hay investigaciones de distinto formato, muchas de ellas muy serias; pero lo que yo creo indispensable es un debate público sobre las condiciones de la vida. ¿Qué es vivir bien? ¿Alcanza con pensar la salud desde el punto de vista físico? ¿Hasta qué punto se pueden resignar los vínculos o se los puede ver como algo esencial? El punto es que de un tiempo a esta parte, la salud es un objeto más del mercado, de adquisición individual, por el que se paga; entonces nos cuestan los proyectos colectivos, por eso fue difícil que en este tiempo se desarrollaran maniobras comunitarias de cuidado. Las consultas con psicólogos crecieron en este tiempo; la pregunta es cuántas de esas consultas van a ir más allá de la catarsis angustiosa para iniciar un proceso de cambio y transformación personal. 

 


“El desafío para lo que viene es la construcción de un modo de vida menos ansioso y reactivo, que no ceda a los impulsos, que no piense lo peor del otro, que se concentre en los propios actos antes que en el entretenimiento chusma”.


-¿Cómo ves la respuesta estatal a los problemas psicológicos asociados a la pandemia? ¿Hay una política de salud mental? ¿Qué lugar ocupa la psicología -y el psicoanálisis en particular- en el sistema de salud público?

-No soy un especialista en el tema como para dar una razón, aunque participo en un grupo de profesionales (con infectólogos, sociólogos, etc.) que hacen un análisis diario de la situación y, por mi parte, busco aprender. Una pandemia no tiene expertos. Ningún gobierno del mundo tuvo una política exitosa. Sí me hubiera gustado que hubiese una participación mayor de especialistas en salud mental, dentro de quienes aconsejaban al gobierno, porque un mal hoy en día es sin duda –como dije antes– el negacionismo de la población, que no tiene que pasar por una teoría conspiranoica (del estilo que el virus es una creación para luego generar vacunas que nos dominen; ni quienes dicen que el virus no existe), alcanza con que haya quienes hagan “como si” se cuidaran y, por ejemplo, usan el barbijo a medias, no miden contactos estrechos, etc. Este tipo de pensamiento mágico es parte de lo que dejará la pandemia también.

 

-Hay un concepto que viene generando polémica: el de “vibrar alto” para mantenerse sano. ¿Se puede prevenir o curar la enfermedad a partir de la fortaleza mental?

-La fortaleza mental solo sirve para soportar mejor la vida. Con fuerza anímica, nos damos una oportunidad para no dejarnos caer. Un problema tiene dos componentes, el hecho y la actitud ante el hecho. Si yo cuento con recursos, una situación muy adversa se puede volver reversible; pero si tengo pocos recursos psíquicos (sobre todo los que son relativos a la plasticidad, es decir, para sobrellevar la frustración sin desbordes de ansiedad) una nimiedad se puede volver enorme.

 


“Creo en la reconstrucción ética, que es para mí el sentido de la deconstrucción, que no es para destruir todo y menos para lo que se convirtió: un par de iluminados e iluminadas que se creen de vuelta y juzgan a todos los demás, dicen qué está bien y qué está mal, cómo hay que vivir, en fin, los “totalitarismos progresistas”


-La pandemia llegó en un momento en que muchas personas, parejas, familias -la sociedad- estaban en un proceso intenso de deconstrucción. Esa deconstrucción no tiene por qué interrumpirse, pero por lo menos adquiere un nuevo sentido, aparecen nuevos rumbos, nuevos desafíos. ¿Cómo avanzar en ese proceso en un momento de tanta incertidumbre, cuando ya no aparece tan claro lo que queremos construir?

-El desafío para lo que viene es la construcción de un modo de vida menos ansioso y reactivo, que no ceda a los impulsos, que no piense lo peor del otro, que se concentre en los propios actos antes que en el entretenimiento chusma, que no busque apenas el placer, sino la dignidad. Yo creo en la reconstrucción ética, que es para mí el sentido de la deconstrucción, que no es para destruir todo y menos para lo que se convirtió: un par de iluminados e iluminadas que se creen de vuelta y juzgan a todos los demás, dicen qué está bien y qué está mal, cómo hay que vivir, en fin, los “totalitarismos progresistas” como también se los llama. Prefiero estar lejos de esos artificios y me gusta pensar que el horizonte es que cada quien piense sus propios límites.

 

 

-En este desafío de la construcción de un modo de vida menos ansioso que planteás, además del reconocimiento de los límites por parte de cada uno pareciera que serán necesarios algunos cambios radicales en ciertos actores de la sociedad, en algunas instituciones. ¿Ves señales positivas en este sentido en los medios, en la educación, en la política?

-Creo que la mejor educación, la mejor política, la mejor comunicación, es la que permite reconocer los problemas y no la que se dilapida en consignas, porque en última instancia las frases hechas o slogans funcionan como una moral que hoy está a la orden del día, pero moralizamos todo y no cambiamos nada. Por ejemplo, de las relaciones llamadas “tóxicas”, se dice, hay que huir, alejate, no es amor, etc., pero nadie desarrolla el problema de fondo, la circunstancia que hace que alguien lleve su vulnerabilidad hacia la dependencia y, para el caso, arme relaciones en base a este modelo. El desafío del psicoanálisis, aquello por lo cual nunca es popular, es porque invita a pensarse uno, no para reconocerse como culpable, sino para situar las complicidades que nos unen con aquello que nos hace sufrir y de lo que nos quejamos. Porque incluso si fuimos víctimas de algo que no elegimos, también podemos hacer algo distinto de victimizarnos.

 

-Pareciera que reconocernos vulnerables es el gran desafío de estos tiempos para muchos, y es también una vía de “sanación”, ¿no?

-Sí, pero reconocernos vulnerables no quiere decir solamente reconocernos frágiles, sino también asumirnos capaces de dañar, de lastimar a los otros por conflictos no elaborados, capaces de cobrarle al otro lo que nos duele de nuestras limitaciones, etc., por eso la vulnerabilidad no es un estado, sino un movimiento que empuja a ser activamente alguien que se ocupe del dolor y las acciones que lo comprometen.