Texto: Franco Spinetta / Fotos: Mauro David
A Soledad Barruti siempre le llamó la atención cómo es que el mundo de la cocina y la vida urbana perdían contacto con la naturaleza, como si el sistema nos obligara a no relacionar ambas cuestiones. Soledad es porteña, pero cuando era pequeña pasaba los fines de semana en una quinta en Del Viso; allí entró en contacto con un “mundo reservado, agreste”, donde la imagen de una abuela entronizada en la cocina guiaba la existencia del tiempo y el espacio.
Era la década del 80. Todavía resistían las chacras que producían alimentos y que se vendían allí mismo: puestitos que ofrecían champiñones, huevos, todo fresco y local. Crecer en ese ámbito bucólico, rodeada de naturaleza, tuvo algo de formativo y educativo: había una huerta, caballos, patos, gatos, perros…
“En el supermercado parece que la comida sale sólo de una fábrica, que tiene ingredientes que te remiten a nada”, reflexiona Soledad muchos años después de aquella experiencia iniciática, con un libro escrito sobre el tema (el best seller Malcomidos) y una cantidad de información que emana en forma incesante, mezclada con una inocultable cuota de pasión.
En la obra Extinción del ciclo Territorios en Conflicto, que Soledad y Agustina Muñoz protagonizaron durante abril en el Teatro Cervantes, había una especie de mantra constante que decía: “No hay otra forma de darle de comer al mundo”. La frase es una referencia irónica al argumento que las multinacionales del agro utilizan para mantener su imagen a flote, mientras los ecosistemas son devastados y se acrecientan los efectos sobre la salud de las poblaciones de áreas rurales masivamente fumigadas.
“Si esa es la única manera, entonces ya está: hagamos mierda todo. Veamos hasta dónde tira”, dice Soledad, mientras advierte que Monsanto está cambiando su discurso: “Ahora dice que los transgénicos son la solución contra el cambio climático y contra la malnutrición que se expande en el mundo”. Sin embargo, las últimas dos grandes hambrunas, en 2008 y otra ahora, tuvieron que ver con problemas productivos. “No hay que producir más cantidad y hay que empezar a desnaturalizar el discurso, como ese dibujito de una ardillita mirando a un tipo enmascarado que rocía los tomates con veneno. Y la ardillita se pregunta: cuando lo come, ¿también usa la máscara?”.
Más que su relación con la comida y sus sabores, Soledad estudia la relación con la naturaleza a través de los alimentos. “Las relaciones perversas que se establecen desde un sistema de dominación y control capitalista, que se imprime sobre eso y te obliga a relacionarte”, señala.
-¿Cuándo te diste cuenta de esa relación perversa?
-Siempre tuve mucha empatía y conciencia de la destrucción que hay a nuestro alrededor. Creo que tiene que ver con nuestra generación. Me acuerdo de un especial de la revista Gente sobre Yacyretá: lloraba desesperadamente, pensaba: ¿qué está haciendo esta gente? La revista mostraba los monos ahogados. Me dio mucha impresión. Después cuando Menem hizo el acuerdo para comercializar carne de caballo… me indigné mucho. Me llegaba una revista sobre caballos, me acuerdo que escribí una carta y me la publicaron: fue mi primera incursión en el periodismo.
«Acá se impuso un modelo que es la violencia. Primero con grandes extensiones de tierra que quedaron en manos de poca gente horrible, y después desapareciendo las alternativas posibles».
Cuando crecés vinculado a todo eso es más fácil darte cuenta. Me acuerdo de estar con mi abuelo caminando y aprendiendo el nombre de los pajaritos que escuchábamos, los distintos tipos de árboles. Todo eso te va llenando de un contacto. Entiendo que en la ciudad se rompa esa relación con la naturaleza; en el campo, si estás aburrido, te pones a cuidar gatitos.
-¿Cuándo se produjo el click definitivo en vos?
-Entiendo que fue un proceso. Con la maternidad me pasó algo fuerte también: empecé a ser muy consciente del cuidado que tenía que tener, por ejemplo, con la lactancia. Fueron como pequeñas cositas, no es que hubo un momento específico. Mi vida nunca estuvo extremada hacia otro lugar. Empezás a incorporar información sobre cosas que creés que estás eligiendo y que están bien, y después resulta que no, que no es tan bueno. Por ejemplo, ciertas marcas que son supuestamente más naturales y la verdad es que no.
«El supermercado es el paisaje en el que no se ve, no se escucha ni huele el horror. Pero el backstage es un paisaje horroroso. (…) La jaula de gestación para la cerda, las jaulas para las gallinas… son elementos de tortura para optimizar negocios».
-Visto de esa manera, la industria alimentaria parece un gran engaño. Sin embargo, nos cuesta mucho corrernos. ¿Dónde está la clave para empezar a ordenarnos en ese sentido?
-Más que por lo saludable, yo me ordeno más desde lo ético. Es igual de desquiciado ir en búsqueda del súper alimento, o pensar que el alimento es tu medicina. Es cierto que se ven grandes transformaciones en personas que eligen una comida mejor. Pero para mí es más interesante la adecuación, la construcción cultural, la territorialidad de los alimentos… hay tantas expresiones que son más interesantes que lo saludable en sí, aunque todas nutren al concepto saludable. Esto es mucho más abarcativo.
-Pero desde la ciudad es muy difícil ver eso…
-Es que a medida que se la aleja de nuestro campo visual, todos los procesos de producción, de relación, la toma de decisiones, más horrible se va poniendo. Se fue extremando el horror. Si las personas vieran realmente lo que está sucediendo, nadie querría participar. Es obvio que está armado por un sistema perverso.
-Entonces, ¿por qué la industria alimentaria sigue siendo tan fuerte, se sigue eligiendo en forma masiva?
-Hay varias patas del problema, no es simple. El más evidente es la falta de acceso a la información y esto deviene en una falta de acceso a otra oferta. Si todas las personas de este país se despertaran mañana y empezaran a cumplir con las cinco raciones de frutas diarias que recomienda el Ministerio de Salud, no alcanzarían las frutas disponibles.
«Todos los productos que consumíamos en nuestra infancia tienen hoy más azúcar que antes. Fueron subiendo la vara y cada vez tienen que dar más».
El negocio está pensado para otra cosa. Esto no lo digo yo, sino la cátedra de Agronegocios de la Universidad de Buenos Aires. Eso ya es un problema: el sistema hace que haya personas que puedan acceder y personas que no. En los barrios más vulnerables, la oferta es cada vez más desértica: las verdulerías desaparecen o, si están, no tienen casi nada de oferta. Por un lado, tenés los alimentos de verdad: frutas, verduras, carne, cereales, lo que no se tiene que explicar a sí mismo. Por otro lado, tenés la oferta de comida que avanza para sustituir a la comida: es lo que ocupa el 80 por ciento de las góndolas, los alimentos ultraprocesados. ¿Qué comen las personas? Cosas que no necesitan: galletitas, nesquick, gaseosas, aguas saborizadas. Es una oferta más calórica, tiene un efecto adictivo absoluto y está probado. Las personas que crecen con esta comida tienen una tendencia natural a querer esa comida. Un chico que desayuna nesquick con zucaritas, si después le querés dar un plato de brócoli al mediodía, su paladar, su sistema, no lo puede disfrutar: su cerebro está esperando otro estímulo. ¡Como un drogadicto!
-Es una imagen muy común ver a los padres nerviosos porque sus hijos no quieren comer verdura o frutas…
-Si tenés en tu alacena galletitas, fuiste. Es un camino neuronal que está en la búsqueda del placer. Es una pulsión de tu cerebro que busca el placer. El disfrute de la comida estaba relacionado antes con alimentos que te hacían bien. Ahora, ¿qué pasa cuando todos esos mecanismos fueron estudiados y explotados para crear productos para la industria alimentaria? Esto fue realmente así, los estudios los hacen ellos y los ven ellos antes que nadie. Se enfocan en cómo resaltar más los sabores. Por eso, todos los productos que consumíamos en nuestra infancia tienen hoy más azúcar que antes. Fueron subiendo la vara y cada vez tienen que dar más.
-Encima la cabeza de un niño es totalmente virgen, no puede razonar sobre lo que está comiendo.
-Totalmente. Esto te lleva al tercer eslabón de la cadena, que es la complicidad enorme y absolutamente perversa que tienen las instituciones supuestamente científicas de nutrición, que viven de la industria alimentaria, que se solventan de esa manera y que después se repiten en un montón de profesionales de la salud muy mediáticos, que terminan reproduciendo un discurso que dice: “No hay que demonizar a los alimentos, todos los alimentos, en la medida en que son comestibles, aprobados por el Gobierno, son buenos. Hay que balancear, te tenés que educar a vos mismo como consumidor para saber qué y cuánto de esa oferta podés comer”. Es perverso. Los profesionales tendrían que decir lo que dice la Organización Panamericana de la Salud, que es que si querés estar saludable no tenés que comer toda esa comida, evitar todos los procesados y volver a la parte del supermercado que está cada vez más retraída. Y en lo posible, salir del supermercado y volver a los mercados. Si tuviéramos esto… imaginate… no tendríamos la industria enorme del sobrepeso que es un negocio gigante.
-Porque además son los mismos que después te venden los productos light.
-¡Por eso! Si se hiciera lo contrario, se acaba el negocio de todos ellos. Porque además meten muchísimo a la piscología, entonces enredan a las personas que terminan atrapadas en un círculo vicioso. Las personas no entienden qué hacer, porque en realidad es todo muy confuso. ¿Por qué no te pueden decir “esto es comida” y después también “está esto otro, que no es comida, pero vos hacé lo que quieras”? Es como cuando se empezó a cuestionar duramente al cigarrillo y entonces aparecieron médicos diciendo que había que fumar Camel Light porque no te hacía tan mal… con la comida es lo mismo.
-Vos hablás de una parte del supermercado donde está el alimento “de verdad”. Ahí también tenemos un problema. Las verduras que llegan se producen con muchos agroquímicos. Y las carnes tienen un origen…
-Siniestro.
-¿Qué hacemos entonces?
-Creo que es la comida que hay que defender. Esos alimentos hay que entenderlos como comida. Después hay que pensar qué dieta se puede hacer que también sea ética. No hay otro modo de producir esta cantidad de carnes, huevos, lácteos que con este sistema industrial. Pretender producir la misma cantidad de derivados animales en un sistema más natural requeriría otro planeta o seis mil millones de personas menos. Pero comer esta cantidad de derivados animales es una pésima idea. Lo que creo hay que repensar es antes la dieta que se impone. Por ejemplo, 10 mil gallinas encerradas en un galpón dando un huevo por día, sin espacio para moverse. Si vos pensás cómo hacés para desplegar eso, hace falta un territorio que no existe para que sea lógico.
«Una dieta sin carne, en este momento, no es posible. O sí es posible, pero tenés que matar primero a 6 mil millones de personas. Si no, no aguanta».
-La pregunta que siempre sobrevuela es si esa demanda es real.
-No, es una demanda impuesta, justamente. Cuanto más ultraprocesados se comen, y este es un estudio muy interesante que se está haciendo en Brasil, más necesidad de carne tiene la gente. Porque los nutrientes que te están faltando por comer esa comida de mentira, vas a buscarlos a la carne rápidamente.
Es un sistema que se explica siempre a través de esas máximas que te dicen “no hay otra manera de darle de comer al mundo”. Es mentira: este sistema le está dando de comer mal al mundo. Pero bueno, hay que desarmar mucho. Lo que sí es cierto es que cuando salís del supermercado, es un avance muy importante. El supermercado es el paisaje en el que no se ve, no se escucha ni huele el horror. Pero el backstage es un paisaje horroroso. Si salís de eso encontrás otros espacios de relaciones, de consumo, de lógica económica y social alrededor del acto de dar de comer. Si hablás con la gente de Iriarte Verde, que son los que me traen a mi casa la comida, ellos son personas que están pensando en otra cosa, no en hacer más y más plata cada año, que es una lógica destructiva.
-Lo que decís se relaciona bastante con la polémica alrededor de aquella carta del biólogo Claudio Bertonatti, que decía que si el mundo se hiciera vegetariano, sería una catástrofe. Un poco le estás dando la razón…
-Yo creo que sí. Hay cosas de su trabajo que no me interesan nada, pero en eso el tipo dio en el clavo. El mundo es angustiante, y ante la evidencia uno dice “quiero hacer algo, qué puedo hacer para que esto no pase”. Y hacés lo que más rápido te puede tranquilizar. Hay algo muy real en el veganismo y que yo apoyo, acompaño y respeto mucho, y que tiene que ver con la voluntad de no querer comerse a otro ser vivo. Pero si todos quisiéramos comer manzanas, este sistema perverso encontraría la manera de destruir todo para que podamos comer manzanas. Es una trampa económica.
-También hay reacciones y ejemplos como el de Juan Kiehr en Benito Juárez, que tiene un campo de 650 hectáreas, donde produce carne y cereales de manera agroecológica, sin resignar producción. Se puede producir de otra manera.
-Obvio. Y vos ves la cara de ese hombre, y hablás con él, entendés hay ahí otro grado de relacionarse con lo que existe.
-Y que va más allá del vegetarianismo o el veganismo.
-Es que hay cosas que se confunden: una cosa son los límites productivos y de la realidad y otra son los límites ideológicos de las personas. Escuchás a Grobocopatel, que te dice que en la semilla de soja hay más tecnología que en una Pathfinder, es una persona limitada para entender la naturaleza. Esa limitación se entiende también desde la violencia, porque están utilizando elementos violentos: están tirando veneno, generan diseños para violentar a los animales a niveles imposibles.
«La producción de alimentos es lo que nos hizo lo que somos. Los alimentos como expresión de territorios, de organización social y entendimiento con la naturaleza».
La jaula de gestación para la cerda, las jaulas para las gallinas… son elementos de tortura para optimizar negocios. Los venenos: en Córdoba están haciendo deforestaciones químicas: van directamente con los aviones y rocían. Están locos, no es gente que está bien. En un mundo normal les sacarían las licencias y los mandarían a sus casas para que repiensen lo que están haciendo. Están liquidando el futuro de todos. Pero mientras se imponga la idea de maximizar la productividad, aumentar el dinero, vamos a seguir así. Todo se explota como si fuera minería.
-Es extractivismo.
-Es extractivismo aplicado a todo. Lo bueno es que se ve cada vez más que es mentira.
-¿Ese cambio dónde lo ves? Porque el ministro de Agroindustria lo sigue sentando a Grobocopatel al lado y no a Juan Kiehr como ejemplo.
-Tiene que avanzar por otros lugares. Nunca los cambios se dieron de esa manera: un político no va a venir y decir “me iluminé”. No pasa eso.
-También se entiende desde la lógica política: el sistema depende de esos dólares que ingresan por la soja.
-Se entiende también desde la lógica de los productores. Yo hablo con un montón de ellos que te dicen que así mantienen a sus familias.
-Pero en la agroecología el rendimiento es igual o más bajo, pero con mucho menos costo. No es un tema económico.
-Es difícil sacarlos de esa trampa, muy difícil. Todas las personas que tienen infelicidad por la forma de vida que eligen, mismo con esta secuencia habitual: comerte las patitas de pollo y después clavarte un bloqueador gástrico porque reventás. Salir de todo es muy difícil, pero una vez que lo hacés es muy fácil. Al principio, es complicado.
«¿Quiénes ponen a los presidentes? ¿Quiénes son los que los sostienen? Son estas mismas empresas. ¿Por qué Macri les saca los impuestos a las mineras no bien asume? Le pagaron la campaña».
-Entonces, ¿dónde está la hendija?
-En las personas. Es difícil que una vez que se enteran de todo esto que sucede con los alimentos no hagan nada al respecto. Muchos se están moviendo alrededor de los chicos, cuyos cuerpos están siendo víctimas de un sistema arrasador. A mí me impresiona mucho la heterogeneidad del público que asiste a mis charlas en el interior. Están los movilizados políticamente por el tema, pero está también la abuelita, la maestra. Y todos conmovidos de la misma manera.
Ahí aparece también el que te dice “pero esto es muy caro” y soluciona su inmovilidad de esa manera. Veo esa hendija en políticas que se están aplicando en países vecinos: en la Argentina tenemos un grave problema, que es que todos estos intereses de las instituciones, estos personajones de los que hablaba antes, más la industria alimentaria, están totalmente enquistados en los lugares de decisión. Entonces no se debatieron leyes clave como el etiquetado claro de los alimentos y límites a las publicidades de alimentos procesados para los niños. Acá Bimbo te pone una camioneta en la puerta del colegio y les da cosas a los chicos. En otros países esto no se puede hacer.
-¿Qué países son ejemplo?
-Brasil tiene un modelo increíble que ahora fue copiado por Uruguay y que próximamente se copiará en Ecuador y Paraguay. Son guías alimentarias para la población que se imparten desde el ministerio de Salud y que le dice a las personas que coman comida, que vayan a los mercados, que vuelvan a cocinar en sus casas, que hagan de la comida una resistencia cultural posible.
-Acá borraron los mercados. No existen más.
-Acá borraron primero a los campesinos. Colonización mediante, no nos dejaron prácticamente indígenas. Después, desarmaron, desarticularon y mataron a líderes campesinos y campesinos en resistencia; de hecho los que quedaron siguen mostrando un camino posible, tanto en Misiones con las ferias francas donde les ofrecen sus alimentos a la población. Muchos trabajan sin venenos, otros hacen lo que pueden y otros están reconvirtiéndose. Pero lo que muestran es otra forma de organización posible. En Chaco lo tenés a Remo Venica con una granja increíble como es Naturaleza Viva, que es un modelo en toda la región. A muchos los desaparecieron, pero muchos otros resisten. Acá se impuso un modelo que es la violencia. Primero con grandes extensiones de tierra que quedaron en manos de poca gente horrible (se refiere a la Campaña del Desierto) y después desapareciendo las alternativas posibles. Eso nos pone en clara diferencia con lo que ha sucedido en el resto de Latinoamérica. Me la pasé viajando a esos países porque estoy haciendo un nuevo libro. Vas a los mercados y te encontrás a los campesinos reunidos, pensando en hacer algo, en encontrar otro modelo. En Brasil, el Estado –bueno, ahora no sé qué va a pasar con Temer- se puso como comprador de agricultura familiar poniendo como prioridad a los productores que no utilicen venenos. Eso incentivó muchísimo la reconversión y que los alimentos más sanos vayan directamente a escuelas públicas. Chicos de comedores enteros comiendo orgánico.
-En los comedores de acá les dan un sánguche de milanesa.
-Que ni siquiera tiene milanesa: el principal ingrediente es un grisín. Es espantoso. Hace falta que nosotros hagamos evidente lo que no está a la vista y tomemos aquellos modelos de otros países que pusieron en discusión este modelo. Veo ahí una esperanza. También veo una luz en los informes de derecho a la alimentación de Naciones Unidas, que es una entidad recalcitrante pero que dice una y otra vez que la forma de darle de comer al mundo es la agroecología, con pequeños esquemas productivos porque esa sería la forma justamente de reincorporar a aquellas personas que este sistema deja afuera y que, obviamente, son las que primero mueren de hambre.
«Veo una luz en los informes de derecho a la alimentación de Naciones Unidas, que es una entidad recalcitrante pero que dice una y otra vez que la forma de darle de comer al mundo es la agroecología».
En Salta, por ejemplo, ¿quiénes se mueren de hambre? Personas que viven en zonas rurales que no tienen acceso a los alimentos. Este sistema está cada vez más expuesto. Esto no va más, tenemos medio país inundado, hasta el intendente de Salto, una zona muy sojera, responsabilizó a la soja por las inundaciones. Parece una boludez pero es sumamente significativo: en otro momento, lo habrían linchado. Me parece que hoy hay una conciencia un poco más elevada.
-Se está rompiendo el cerco. Hace poco se le hizo un juicio simbólico a Monsanto en La Haya, que si bien no tiene validez legal, es una forma muy potente de visibilizar el tema.
-Y el premio Pullitzer se lo dieron a un diario de Iowa que tiene diez empleados y que se la pasaron haciendo notas sobre los conflictos de interés entre las grandes productoras de alimentos, Monsanto y el Gobierno y su forma de tomar decisiones. Cada vez está más roto el cerco. Y esta polarización extrema hacia la derecha que está viviendo el mundo también permite que muchas personas que estaban “semiviendo” lo que estaba pasando, ahora reaccionen. El kirchnerismo fue un claro ejemplo de eso. Yo soy una persona muy muy crítica al kirchnerismo y me costaba mucho explicar estos temas en algunos espacios donde parecía que esto no era tan grave; hoy en día, esto es gravísimo para todos.
-Había una contradicción muy fuerte en el Gobierno anterior, que me parece que estaba marcada por una fuerte restricción externa y la dependencia directa del ingreso de dólares por la agroindustria.
-Y nadie hablaba entonces de eso. A mí me bajaron sólo dos veces de un programa de TV y las dos fueron en la Televisión Pública.
-Pero hoy esa contradicción no existe. Quizá había muchos simpatizantes del Gobierno anterior que ya pensaban como vos pero no lo podían expresar.
-Es más sano. No hay nada peor para una persona que perder su autonomía de pensamiento. Hay algo del fanatismo que te lleva al quiebre, a no poder detenerte a pensar. Quitándole dirigentes, partidos, personalidades: hay algo que está roto y corrompido en el sistema político y que está montado en este otro sistema. ¿Quiénes ponen a los presidentes? ¿Quiénes son los que los sostienen? Son estas mismas empresas. ¿Por qué Macri les saca los impuestos a las mineras no bien asume? Le pagaron la campaña. Las personas tienen que empezar a verlo de una vez: no están de acuerdo con la minería, pero lo votaron. Es un mecanismo básico. Este sistema se sostiene por muchas partecitas y la mesa es la última. Al ser un lugar de tanta intimidad, la cocina es donde estalla la bomba. Todo bien, pero están haciendo que los pibes tomen en el jardín de infantes jugo Clight. Hay algo que no funciona.
«El negocio de la agroecología es otro, no ingresa en el esquema de ganar y ganar más y sobreproducir».
-En Estados Unidos, meca de la mala alimentación, incluso está cambiando desde la óptica del “fresh and local”.
-A mí la cultura norteamericana me causa mucho rechazo, pero están haciendo un gran trabajo ahí. Hasta los restaurantes vuelven a tener una gallina en el patio. Las personas no están preparadas para romper sus vínculos con la comida.
Michael Pollan lo cuenta muy bien en su libro Cocinar, esa cosa de que cuando las personas empiezan a ver cada vez más programas de cocina y empiezan a cocinar cada vez menos.
-¿A qué se lo atribuís?
-A la necesidad de no perder ese contacto con la comida. Básicamente la producción de alimentos es lo que nos hizo lo que somos. Los alimentos como expresión de territorios, de organización social y entendimiento con la naturaleza. ¿Cómo lograron los indígenas de Centroamérica para hacer de un pasto duro un maíz? Nadie lo puede explicar, ningún laboratorio lo puede hacer. Es un camino de domesticación, largo y profundo, que expresaba territorios, ideas. Fue transformando la cultura alrededor de las recetas que expresan un sabor, un territorio y todo ese entendimiento junto. Por eso es interesante la cocina como una expresión de algo local. No por el gusto nada más, sino porque expresa una historia en común. Es algo que hasta hace poco estaba. La historia de la alimentación se quebró totalmente en los años 50, con la explosión de este otro mundo de los alimentos procesados que todo el tiempo te ofrece algo supuestamente mejor a lo que te ofrecía aquel mundo rudimentario. Sin embargo, las personas siguen teniendo ese vínculo casi romántico con ese mundo del que venimos.
-Es que una vez que lo probás ese otro mundo que estuvo vedado, el acceso a los sabores locales, no tiene vuelta atrás porque realmente es real y es otra cosa.
-Es otra cosa, sin duda. La idea de la comida de la abuela no es una boludez, es la comida fundante de una familia.
-Más allá del rol de la mujer de la cocina.
-Es que lo que tiene de interesante esta parte de la historia es que todos ingresamos a la cocina, ya no sólo la mujer. La familia, la comunidad, cuando ves los talleres de huerta, es sumamente mixto. No va más la cosa esclavista, de género. Al contrario. Mi hijo está copadísimo con la cocina: con la novia, los amigos, todos cocinan. Pero hay que darles acceso y conocimiento a las personas para que se reencuentren con eso.
-También hay allí un tema con los precios, porque la industria de lo orgánico y sus rotulados es un negocio bastante restrictivo.
-Es que lo orgánico es una industria dentro de lo mismo. La Virginia hace té orgánico y té tradicional.
«Salir de todo es muy difícil, pero una vez que lo hacés es muy fácil».
Lo que te está mostrando la marca es que como aplica ciertas técnicas que son más caras, como por ejemplo incorporar personal, no tirar veneno en forma salvaje y conseguir la certificación, entonces sus productos son más costosos. Es un negocio que hay que entenderlo: si vos producís tomates y los querés vender como orgánicos, tenés que pagar una certificación carísima. ¿Y por qué vas a pagar esa certificación? Porque así los vas a vender más caros. Si no, no se explica.
-Prácticamente el total de los alimentos orgánicos que se producen en la Argentina en forma certificada se exporta.
-El negocio de la agroecología es otro. Tiene que ver con un negocio que no ingresa en el esquema de ganar y ganar más y sobreproducir. Tiene que ver con recuperar ese contacto. Cuando te dicen, ¿y cómo confiás en la calidad? Seguramente hay muchas trampas, pero cuando hablás y los conocés, cuando rehumanizás esos procesos de consumo y productivos, entendés a quién le estás creyendo. Y en seguida te preguntás: ¿por qué le vas a creer más a La Serenísima que a la persona que te está contando en la cara cómo lo hace?
-Al mismo tiempo las empresas juegan con sus estrategias de marketing para mantener su dominio, ¿no?
-Hace poco salió un estudio en Estados Unidos de una consultora que reveló que la industria alimentaria perdió 4 mil millones de dólares por consumidores que dejaron de comprarle. Eso, obviamente, no les resulta simpático. Esos negocios funcionan sólo cuando venden más y más, ni siquiera se sustentan cuando se quedan quietitos. Tienen que expandir, entonces aparecen estas falsedades de la sustentabilidad y Monsanto planta árboles…