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Publicado por Javier

Federico Lorenz: “Este es un país que sistemáticamente se come a los jóvenes”

El anecdotario es bastante conocido y convoca a numerosos feligreses hasta el día de hoy. A finales del Siglo XX fue apareciendo una nueva sensibilidad de época: teóricos de variado pelaje pugnaron por augurar el agotamiento de todo. Con Fukuyama como abanderado, había llegado el momento de las mesas de saldo de la historia: la estética, la filosofía, las humanidades en general serían discontinuadas. Se lo llamó postmodernidad, posthistoria, modernidad tardía y de muchas otras maneras. Se consideró que su aparición era un motivo de festejo. Que se hubiera llegado a un estado estacionario significaba que ya no hacía falta disputar el sentido -su pasado, su idea de futuro- de ningún discurso sobre la historia, el arte, la política, etc. Lo que equivalía a confirmar la inminencia de un capitalismo universal abrazando los cinco continentes. También se lo conocería como “occidentalización” del mundo.

La mirada histórica de los últimos años parece haber vuelto a insistir con estas posiciones. Federico Lorenz lo sabe bien; por eso se encarga de desnaturalizar los discursos hegemónicos de la posverdad, la experiencia de un presente permanente, los relatos abstractos sobre la historia. Como historiador, investigador del Conicet y docente del Colegio Nacional Buenos Aires, sabe que el estudio del pasado también forja necesarias herramientas analíticas para que podamos leer nuestro presente, interpretar nuestra realidad inmediata. Tal es así que, en el transcurso de su vida profesional, se dedicó a articular historia, memoria y educación poniendo especial énfasis en el tema de Malvinas.

Acaba de publicar Elogio de la docencia, un libro que invita a imaginar el espacio del aula como un territorio afectivo que posibilita reflexionar a contrapelo de una época que funciona sustrayendo de toda historicidad las discusiones políticas. Según se describe en algunas de sus páginas, vivimos en un presente que pretende avivar las banderas del individualismo, que desalienta la gestión de espacios comunes e inhibe la acción colectiva. En ese sentido Lorenz insiste en considerar al aula como el último bastión de vitalidad, como uno de los espacios más estimulantes que restan por defender, para discutir y revitalizar ciertas cuestiones. En otras palabras: se trata de impulsar proyectos pedagógicos que permitan revisar los mitos que tienden a automatizar la comprensión de eso que fuimos y de aquello que podemos ser como comunidad.


-¿En qué medida repensar lo sucedido en Malvinas podría enriquecer la discusión sobre la dictadura militar y sobre nuestro presente?
-El ejercicio analítico que se hizo durante mucho tiempo fue separar la Guerra de Malvinas de la dictadura militar que la produjo. Hay que pensarlas unidas por una cuestión de historia política: quien decide el desembarco en Malvinas es el gobierno militar. El problema de separarlas es que, de algún modo, esencializás la guerra: entra en el registro heroico de las luchas por la independencia, las invasiones inglesas, etcétera. Entonces le quitás toda la complejidad que tiene el hecho de que un gobierno ilegitimo y represor de su propio pueblo se apropiara de una causa legítima y ganara una importante adhesión social. Eso molesta. Yo trabajo, implícita o explícitamente, la noción de niveles de responsabilidad. ¿Qué quiere decir esto? Cuando terminó la guerra se construyó la idea de que todos fuimos estafados en nuestra buena fe. Es cierto que la dictadura manipuló la información pero eso no quita responsabilidad a quienes apoyaron la recuperación. Y ahí hay que hacer una distinción: apoyar la recuperación no quiere decir necesariamente apoyar la guerra. Eso es algo que los militares en retirada usaron retóricamente en los primeros ochentas: “ustedes, la población, en esto estuvieron con nosotros”. Y entonces por extensión es como que habían apoyado lo otro también; la represión ilegal.

-Solés hacer hincapié en tus textos acerca de las diferentes percepciones regionales que se tuvieron sobre Malvinas…
-Si, por ejemplo, durante el conflicto yo vivía en Buenos Aires. Para mí la guerra era algo que leía en los diarios, veía en la tele o escuchaba en la radio. Pero muchas amigas y amigos de Patagonia tuvieron que vivir apagones, alertas rojas, simulacros de evacuación, tenían jefes de manzana, vieron desembarcar a los soldados cuando se produjo la rendición. Y es una cosa muy fuerte porque fueron ciudades insertas en un teatro de operaciones bélico. Hay localidades muy pequeñas para las cuales su único ingreso a la historia nacional es que uno o dos de sus muchachos fueran enviados a Malvinas. Y a lo mejor no volvieron y hoy son el nombre de una plaza o una calle. Entonces la intensidad es muy distinta a la de una ciudad como Buenos Aires, donde cualquier hecho político se diluye instantáneamente. Del mismo modo que es caja de resonancia de los hechos nacionales, los hechos de pequeña escala acá se pierden.


“No creo que haya una voluntad de trabar las discusiones, lo que hay es una convicción de que las discusiones políticas sobre el pasado son ociosas”


-¿Cómo explicar a una chica o un chico que hoy arranca primer año en alguna de tus clases en el Buenos Aires, por qué decimos que las Malvinas son Argentinas?
-Para las chicas y los chicos, Malvinas es sinónimo de guerra. Entonces hay que explicar por qué se produjo. En general me interesa trabajar la pregunta sobre qué es lo que hace que hoy sean argentinas. Lo desafiante que tiene Malvinas es que te obliga a repensar el pacto colectivo que hace que nos llamemos Argentina. No lo digo desde una perspectiva esencialista, sino pensando qué es lo que le otorga esa noción: ¿es el argumento territorial, la cuestión de la plataforma? Eso es poco. ¿El haber vivido una guerra? Bueno, otra gente vivió guerras y no considera territorios propios. Pedagógicamente utilizo a Malvinas para armar problemas sobre esas cuestiones.

-¿Por qué crees que no existe un corpus tan nutrido de ficciones en torno a Malvinas, como sí lo hay sobre otros traumas, hechos o períodos históricos?
-Primero, porque es una situación paradojal frente a la cual los sectores medios ilustrados no saben bien qué hacer. La cuestión clasista es fuerte también. ¿Quiénes eran los que fueron a combatir? La mayoría eran del NEA: las provincias más pobres como Chaco, Formosa. Mirá… me pasaba mucho en algunas discusiones con compañeros cuando estábamos armando Memoria Abierta, el archivo sobre el terrorismo de Estado. Yo decía: “si vos cerrás los ojos y te pido que te imagines un desaparecido, probablemente te vas a imaginar un estudiante”. Pero al mismo tiempo, a la hora de tipificar el golpe vas a decir: el golpe fue para disciplinar a la sociedad, a la clase trabajadora y reestructurar económicamente a la Argentina. Bueno… entonces ¿dónde están las historias de los desaparecidos obreros?

-¿Cuánto te ayudan las ficciones para pensar los procesos históricos?
-Mucho. Hoy por hoy pienso que donde más lejos he podido llegar trabajando sobre Malvinas es en un libro de crónicas y en una novela: Fantasmas de Malvinas y Montoneros o la ballena blanca. Con un texto académico más duro no llegás a moverle el pelo a mucha gente. Siempre pensé mi trabajo como intervención: me interesa que sirva para discutir, polemizar. De algún modo la ficción tiene un registro que me permite abrir más las discusiones, plantar paradojas.

-¿Crees que existe hoy alguna idea de Nación, algún relato legitimador de la historia impulsado por el Gobierno Nacional?
-No. Creo que recién asumido Macri, al menos con el caso concreto de Malvinas, lo que percibí es un desconocimiento completo de la importancia simbólica que tenía el tema. La del Gobierno es una idea de Nación basada en valores muy abstractos. Esto que se suele llamar patriotismo republicano, una especie de compromiso que se renueva a diario entre los compatriotas o algo así. Pero… ¿qué quiere decir República en un país donde, en la segunda mitad del siglo XX, la mayoría estuvo casi todo el tiempo proscripta? No quiere decir mucho.

-Esa manera de licuar la idea de Nación o de pretender no quedar fijado a una ficción orientadora de la historia… ¿no tiene que ver con una voluntad por obturar la discusión política?
-Tal vez soy generoso o ingenuo pero no creo que haya una voluntad de trabar las discusiones, lo que hay es una convicción de que las discusiones políticas sobre el pasado son ociosas. Entonces hay una falsa dicotomía entre cierta mirada nostálgica sobre un pasado que hay que recuperar encarnada en el “vamos a volver”, y otra mirada que dice que al pasado no hay que usarlo, que no se puede hacer política con eso y que lo que hay que enfatizar es un compromiso ciudadano basado en el respeto por las instituciones y todo eso. Cuando hoy por hoy uno podría hacer una lista larguísima de ninguneos sistemáticos de instituciones. Entre esas dos miradas hay una cantidad de situaciones intermedias.


“Pasamos de ser un país que había alcanzado importantes grados de industrialización en muchas ramas a ser un país muy parecido -pero mucho más deteriorado- al modelo agroexportador de los 80 del siglo XIX”


-¿A qué situación nos lleva esa dicotomía?
-Tal vez a que no cambie nada. Si vos estás en una situación de derrota, como está el campo popular desde mediados de los 70, es tremendamente dañino. Porque uno que se considera dentro el campo popular queda atrapado en el propio cuento que se inventó, no ve cómo superarlo. En cambio los otros se terminan asustando del mismo fantasma que crearon poniendo vallas para que esa realidad no avance. No hay un solo indicador que haya mejorado o se parezca al de los 70. Por no hablar de la matriz productiva: antes lo que te garantizaba que un paro funcionara era la UOM, hoy te lo garantiza un gremio de servicios como Camioneros. Ojo… Moyano es alguien a respetar y reivindicar, una figura interesantísima que se opuso en los 90 pero -diagnóstico apresurado- pasamos de ser un país que había alcanzado importantes grados de industrialización en muchas ramas a ser un país muy parecido -pero mucho más deteriorado- al modelo agroexportador de los 80 del siglo XIX. Vuelvo al caso concreto de Malvinas: el reclamo te permitiría pensar un país descentrado de Buenos Aires. ¿Cómo sería pensarse como un país marítimo? En definitiva estás reclamando algo que implica millones de kilómetros cuadrados de océano y somos uno de los países con mayor litoral marítimo. ¿Dónde está esa imaginación de país marítimo? El país es pensado como llanura. Entonces, siendo un poco chicanero, el reclamo sobre las islas es un reclamo por dos macetas que le robaron a la oligarquía, es decir por tierra. Cuando en realidad te permitiría proyectar otro modelo de país.


-En tu libro Elogio de la docencia decís que hay que recuperar la docencia en su matriz artesanal… ¿qué implicaría eso?

-En principio es una reivindicación casi gremial. Cada chica o chico que la sociedad pone en las aulas es único… por eso es una cuestión artesanal. La educación es una herramienta de masificación, pero en el contexto actual masificar significa aplanar lo político. Entonces más que nunca tenés que ser un artesano: deberías poder sentarte con cada uno a discutir estas cuestiones. Me parece que uno de los pocos lugares socialmente legitimados donde eso todavía se puede dar es en las aulas.

-¿Esto tiene que ver con algo sobre lo que insistís en el libro; el llamado a reinstalar la escala humana?
-Sí, que las chicas y los chicos sean conscientes de su condiciones, de ser factores de su propia historia. Cada uno de nosotros hace historia, aunque no en el sentido grandilocuente. Eso debería poder reinstalar la noción de construcción histórica de derecho. Ahí está la cuestión de las abstracciones contra lo que sucede históricamente. Porque firmamos cuanto pacto internacional exista, derechos constitucionales consagrados, etcétera… pero después tenés unos patrulleros que persiguen a cinco chicos en un auto porque rapean y los liquidan. Eso es historia. Es un caso policial, si querés, pero que te permite pensar históricamente en el sentido de que a largo plazo hay instituciones que nunca fueron revisadas. Y sobre todo que hay algunas constantes: este es un país que sistemáticamente se come a los jóvenes y hay que estar alerta frente a eso.

-¿Entonces ese llamado a reivindicar la escala humana estaría asociado a desnaturalizar, de forma colectiva, aquello que se asumiría como algo dado?
-La escala humana permite generar un espacio donde uno reconoce pares para discutir. El profesor instala una cuestión y se corre, invitando a dar un paso adelante a los demás. Eso sería disruptivo con lo que realmente sucede. Porque uno podría decir que el vínculo entre las personas -si nos guiamos por las redes- nunca fue más fluido… pero probablemente la gente nunca estuvo más sola que hoy. Entonces la escala humana tiene que ver con la compañía también.


“La educación es una herramienta de masificación, pero en el contexto actual masificar significa aplanar lo político. Entonces más que nunca tenés que ser un artesano”


-¿Cómo juegan la posverdad y las redes entonces? ¿Bloquean o le dan impulso a esas potencialidades? En tu libro invitás a que nos volvamos anacrónicos…
-Es que hay que ser anacrónico en un plano político e individual. En el plano político no hay que perder de vista que todo este estado de cosas afirmado en la virtualidad es funcional al capitalismo hegemónico. No hay otra. ¿Eso quiere decir que no hay salida? No, quiere decir que tenemos que tener la capacidad de entrar y salir, de desarmar el mecanismo porque si no termina transformándose en la única realidad. Potencialmente la virtualidad te ayuda mucho, pero sólo si lográs entrar y salir de ese mundo que se te ofrece como resuelto. Ese ejercicio lleva mucho tiempo porque los más jóvenes tienen ese estado de cosas como naturalizado. Desnaturalizar eso puede permitir que este tipo de herramientas o este tipo de vinculación digital sea disruptiva y no meramente reproductora de un sistema que aísla. Hay una cantidad de trabajos que están demostrando que la prolongación de tu cuerpo que es el celular, hoy por hoy está preparado para enviarte una cantidad de información que tu cerebro no está en condiciones de procesar. No se trata de un luddismo bobo, no hay que romper los celulares o desconectarse. Se trata de que tengamos tiempo para parar la pelota. Pensar, decidir y actuar lleva tiempo. Y hoy todo está diseñado para que supuestamente no tengas tiempo.

-Ese tiempo más contemplativo hoy es percibido como un derroche… como pérdida…
-Yo diría algo peor: se borra la noción de tiempo. Si no existe esa noción no puedo pensar históricamente. Da lo mismo lo que sucedió antes, lo que sucede ahora y lo que va a suceder después. Y eso es un peligro.


“Todo este estado de cosas afirmado en la virtualidad es funcional al capitalismo hegemónico (…) Tenemos que tener la capacidad de entrar y salir, de desarmar el mecanismo porque si no termina transformándose en la única realidad”


-En tu libro hablás de presentismo, ese estado de permanente presente en el que vivimos.….
-Me acuerdo que en los 90 el libro de Francis Fukuyama, El fin de la historia, fue un hit. Se había caído el muro y se decía que la historia había llegado a su fin. Bueno… si ya llegamos al nivel máximo al que podíamos llegar -que para él era el capitalismo, el liberalismo- para qué actuar históricamente, para qué organizarse. Sé que lo estoy llevando al extremo pero el discurso era ese y fue más eficaz de lo que parece. Fíjate que uno de los CEOs de Netflix dijo que su principal antagonista no era ni HBO ni las otras plataformas, sino el hecho de que la gente duerma, ¡porque el sueño implica la pérdida de potenciales clientes! Entonces… ¿cómo volvés a separar lo que viviste de lo que estás viviendo? En un presente permanente ¿cómo imaginar nuevas formas de vida? Por eso es tan poderoso el discurso basado en abstracciones.

-En Elogio de la docencia apelás también a reinventar las aulas como zonas de afectividad…
-Por supuesto. Poner el cuerpo. El docente tendría que poder exponerse cuando se equivoca y demostrar que es falible. En un espacio como el aula no podemos profundizar la deshumanización. Todo lo contrario. Tiene que ser un lugar donde la empatía sea lo que nos distingue. Cuando en Matrix hay que programar a Neo para que sea piloto de helicópteros, etcétera, lo que hacen es cargarle datos. Bueno… eso no es educar. Parece una tontería esto que digo pero la concepción es esa: la idea de reemplazar a los docentes por cursos virtuales, por ejemplo. Hay un historiador que me gusta mucho, E. P. Thompson, que en el prólogo de su libro La formación de la clase obrera en Inglaterra dice que las batallas que se perdieron en su país se pueden todavía ganar en el tercer mundo. Es un prólogo del año 63 y hoy tal vez estamos lejos de eso, pero creo que en ese camino, la clave puede estar en empezar a discutir en el aula y descentrarse del lugar de monopolización del saber.