Texto: Gabriel Túñez / Fotos: Natalia Marcantoni
Virginio Colombo llegó a Buenos Aires en 1906, a los 21 años, contratado como arquitecto por el Ministerio de Obras Públicas para trabajar en la decoración del Palacio de Tribunales. Se había formado en la escuela de arquitectura de Brera, en Milán, y en la ciudad se transformó en uno de los referentes del art nouveau. Con ese estilo construyó 51 edificios. En uno de ellos vive José Emilio Burucúa, que cuenta la historia del arquitecto italiano mientras sirve un té en una mañana de lluvia y sol.
Colombo, afirma Burucúa, era dueño de un estilo exquisito, un prodigio que se suicidó a los 43 años. “Hace un tiempo vino una estudiante de Alemania siguiendo los pasos de Colombo. Estuvo acá y conversamos mucho. Hizo un trabajo muy serio y riguroso. Y ella llegó a la conclusión, después de haber investigado mucho, que no hay registro de que se hubiera recibido de arquitecto. Es decir, no hay registro de su graduación. Pero era un prodigio”, dice y abre las manos para acentuar la admiración.
A un costado de la mesa donde sirvió el té, tiene otra más pequeña en la que están apilados los libros de una enciclopedia de “Star Wars”. El sábado antes del encuentro llevó a sus nietos al cine para ver “Han Solo”, que es, asegura, mejor que “Rogue One” si tiene que compararla con otra de las historias laterales de la saga de George Lucas. “Es la historia de la amistad entre Han Solo y Chewbacca. Está muy bien”, sonríe.
Burucúa es doctor en Filosofía y Arte por la Universidad de Buenos Aires (UBA) e historiador del Arte, Miembro de Número de la Academia Nacional de Bellas Artes, investigador, experto en la obra de Leonardo da Vinci y ensayista. Antes de todo eso, estudió Medicina y Ciencias Exactas. En abril, la Fundación el Libro le otorgó el Premio de la Crítica por Excesos lectores, ascetismos iconográficos, de editorial Ampersand, una autobiografía en la que viaja siguiendo la ruta de los libros leídos en su vida. “La lectura –destaca allí- nunca me dio veneno, sino plenitud enaltecida”.
-¿Cómo se llevó con el repaso de su vida por medio de la lectura?
-Escribí el libro durante una estadía de un año en la ciudad de Nantes, en Francia, a la que fui para trabajar como docente del Instituto de Estudios Avanzados. Y tenía que escribir el libro en ese año porque así lo marcaba el contrato. Y allí la memoria… Fue fantástico porque renacieron los recuerdos de mi niñez, de mi adolescencia, de mi juventud como lector. Me ayudaron mucho quienes trabajaban en la biblioteca del Instituto, pero también Google e, inesperadamente, producto de la desesperación porque estaba lejos de mis libros, MercadoLibre. Esto mucho a las editoriales no les gusta, pero yo tenía el recuerdo de toda la colección Billiken, que fue fundamental en mi lectura, y de la Robin Hood, pero no tenía presentes las tapas, por ejemplo. Las recordaba como en una nebulosa pero allí encontré todas las imágenes de aquellos libros. Fue una herramienta que agradezco tantísimo.
-¿Haber escrito el libro en Francia, lejos de su casa, lo ayudó en el proceso de reconstrucción?
-A mí me volvieron cosas de la memoria que tenía totalmente arrumbadas. Por ejemplo, nunca me había dado cuenta que la primera cosa que leí entera, completa y que comprendí con todos sus significados no fue un libro sino una película. Se acercaba mi cumpleaños, mi mamá estaba enferma y mi papá me llevó al cine. Fuimos a ver “A la hora señalada”, la película de Gary Cooper y Grace Kelly. Pude leer los subtítulos de principio a fin. Tuve la sensación de que el mundo ya no tendría secretos para mis años. Eso marcó mi experiencia de lectura. Y hasta recordé que después del cine fuimos a un almacén de ramos generales, como se llamaba en esa época, y compramos un libro. Todo eso lo reconstruí a partir de un recuerdo que disparó todo. No era una cosa que tuviera demasiado presente. Por eso en mi caso la literatura va tan acompañada al cine.
“El niño es un artista espontáneo: dibuja, canta y baila. El arte es el horizonte de los niños. Por eso es más sencillo que introducirlos a la lectura reflexiva, comprensiva, analítica”
-Usted les dedica el libro a sus hijos y a sus nietos. A partir de su experiencia, ¿cómo se lleva de la mano a un niño por la literatura?
-Hoy es complicado. De los cinco nietos que tengo, una de ellos es una lectora voraz. En ella brotó naturalmente y no hubo ninguna dificultad porque a los cinco años ya estaba leyendo y a los seis leía todo a su alcance. Me di cuenta que los niños hoy leen mucho: los mensajes, Google cuando hacen búsquedas para la tarea de la escuela… El libro es para ellos un último recurso que, muchas veces, les ordena el cúmulo de información que han recibido antes. Y, como me pasó a mí, también las películas son una fuente de lectura. En un momento me angustiaba mucho el poco contacto que tenían con el libro pero ahora tengo una óptica diferente, porque quizá llegan más tarde aunque por una vía de acceso interesante. Y así como tengo una nieta que es una gran lectora, otro de ellos es un ejemplo de frecuentación de todos los capilares que hay alrededor del libro, pero al libro todavía no llegó (ríe). Mucho lo reemplaza el relato oral, por ejemplo, de historias que ellos me piden. Me di cuenta de la verdad que decía el sociólogo francés Maurice Halbwachs en el texto sobre “La memoria colectiva”: si existe la memoria colectiva, se construye a partir del relato que sus nietos piden a sus abuelos. Porque ahí es donde estaría el contacto con un tiempo del que ellos no pueden tener ninguna experiencia. El tiempo de sus padres está allí, arrastran las costumbres y las formas mentales, pero en los abuelos es diferente porque hay una perspectiva que enseguida aparece que es la larga duración.
-Les habrá contado, me imagino, el viaje que hizo a Ushuaia en los años 70 con 2.500 libros a cuestas.
-¡Sí, por supuesto! Los libros viajaron en un enorme contenedor en el que también fueron estos mismos muebles. Esta mesa y las sillas, por ejemplo.
-¿No pensó en la posibilidad de dejar los libros?
-De ninguna manera. Además, en Ushuaia mi biblioteca fue un lugar importante para nosotros y también para nuestros conocidos allí. No había mucho que hacer en la ciudad salvo socializar. Por ejemplo, no había cine cuando estuvimos. Había mucha vida social en las casas y mi biblioteca era un lugar importante porque se transformó en un lugar de vínculo. Vivimos en Ushuaia desde 1975 hasta 1979, cuando volvimos con todos los libros, por supuesto. Años después pasamos con mi esposa dos años trabajando en Italia y también los llevamos. Hace un tiempo donamos los 8.000 volúmenes que teníamos a la Biblioteca Nacional.
-¿Qué libros tenía en esa colección?
-Básicamente libros universitarios, los que utilicé a lo largo de mi carrera, y los libros importantes para hacer, como me gusta decir, un buen bachillerato. Y también los libros raros, los antiguos. Por ejemplo, una edición de Molière del siglo XVIII, un Hipócrates del siglo XVII que era de mi padre, y un Quijote de 1608 falsificado. Pero era una falsificación muy particular porque el primer cuadernillo del libro era auténtico. Es decir, una falsificación realmente dolosa que quería ser vendido como un ejemplar auténtico. También los libros de Matemática y algunos pocos de Medicina, los que no estaban tan desactualizados. Uno de los que partieron fue el “Tratado de la auscultación mediata”, de René Théophile Hyacinthe Laënnec, que es una fuente de la historia de la Medicina. Era un libro de 1982. Mi padre, que era médico, lo leía siempre porque decía que la Fisiología y la Semiología que podía estudiar en ese libro eran perfectas. Laënnec, al ser el inventor del estetoscopio, hizo unas descripciones minuciosísimas de la Semiología. Decía en el libro: “Hoy pude escuchar un sonido en el lugar del tórax, entonces deduzco que…” Era una cosa deslumbrante.
-Antes de dedicarse a la Historia del Arte usted estudió Medicina y Ciencias Exactas. ¿Aplicó algo de ambas disciplinas en su carrera?
-De las Ciencias Exactas, sí, porque mi interés por la perspectiva tiene que ver con eso. Lo mismo que lo que tiene que ver con la geometría en el arte, y la divina proporción y los fractales. Mi tesis doctoral está a mitad de camino entre la Historia del Arte y de la Ciencia porque es sobre las ideas que Galileo tenía sobre las artes figurativas. Así que me leí los 22 volúmenes de las obras completas de Galileo. Cuando uno estudia el Renacimiento es imposible no acercarse a la matemática y a la arquitectura para ponerla en relación con la pintura. La Medicina no, salvo la cuestión de la anatomía en las obras de Leonardo. La Medicina es, sin embargo, mi paraíso perdido. Yo hubiera querido ser médico.
-En un momento del libro dice que si le hubieran dado otra posibilidad hubiera estudiado Medicina en otra universidad o en otro país.
-Exactamente. En la UBA no podía porque me quisieron expulsar después de una discusión con un profesor. Mi padre paró todo y por eso pude seguir estudiando Ciencias Exactas. Alguna vez especulé con estudiar Medicina pero no tuve tiempo. Sigo pensando que ese era mi camino: estudiar las enfermedades del hombre común.
-¿Cómo se le revela, entonces, el camino de la Historia del Arte?
-En las clases de Héctor Schenone en el Colegio Nacional Buenos Aires. Uno le hacía una pregunta y él derivaba hacia lugares impensados. Después fue mi maestro en la Facultad, donde daba unas clases extraordinarias. Era un tipo deslumbrante. Era capaz de reconocer una obra con solo haber visto el plano, por ejemplo. Un talento para la captación y apropiación de las formas, así que por eso siempre fue un modelo para mí. Un tipo muy importante para mí. En 1987 Héctor armó el proyecto de Antorchas, el taller de restauración de la pintura colonial que después se extendió a la pintura del siglo XIX y hoy es un taller que explica toda la pintura argentina y latinoamericana. En aquel momento me preguntó si quería trabajar con él y fui su asistente durante ocho años. Cada día que salía de allí yo era una persona distinta. Era un maestro.
-A principios de los 60 tuvo un viaje acaso iniciático a Europa junto a su abuela. En el libro dice que al volver encontró que la realidad argentina no era tan diferente a la europea. Pero también destaca que cuando regresó a Europa en 1979 entonces sí notó una diferencia notable con Argentina.
-Cuando estuve en los 60, Argentina era un país avanzado socialmente. La miseria que yo vi en España fue un shock porque no había visto nada parecido. Yo conocía Argentina de una punta a la otra porque mi padre nos había llevado, por su trabajo, a diferentes provincias, pero nada era semejante a la miseria española durante el franquismo. Era como leer una novela de Benito Pérez Galdós. Y los libros que se leían allí eran editados en Argentina, por ejemplo. Cuando volví en 1979 todo se había invertido y sufrí otro shock. Desde (Juan Carlos) Onganía hasta la última dictadura militar, inclusive, se vio una involución de la Argentina.
-¿Sigue viendo una realidad parecida después del último viaje?
-Ahora todo empeoró en todas partes. El modo en que Europa recibe a los extranjeros cambió por completo. Hay una desconfianza, un temor, una prevención. Resucitó el nacionalismo con sus peores caras. Y ni hablar de Estados Unidos, donde creo que no volveré nunca. Es un país de una involución espantosa.
-¿El arte puede ser un lugar de resistencia?
-Sí.
-¿Lo es hoy?
-Una visión pesimista me lleva a pensar que no porque ha sido tan absorbido por las formas más brutales del capitalismo. Pero, por parte, cuando veo ciertos artistas y colectivos de artistas pienso que puede serlo. También lo es la ciencia, la reflexión científica, toda la nueva biología que apunta al medio ambiente, a un nuevo acercamiento al mundo animal y vegetal. Allí hay muchas señales de esperanza. Quizá en el arte esté sucediendo lo mismo. Hay formas en las que todavía están los viejos ideales.
“La ciencia, la reflexión científica, toda la nueva biología que apunta al medio ambiente, a un nuevo acercamiento al mundo animal y vegetal… allí hay muchas señales de esperanza. Quizá en el arte esté sucediendo lo mismo. Hay formas en las que todavía están los viejos ideales”
-Antes hablamos de cómo se lo impulsa a un niño a la literatura. ¿En el caso del arte se da un proceso similar?
-Es mucho más fácil. Lo que para los grandes serían los atajos, para los niños son los caminos principales. El impacto de las imágenes, de ciertas músicas y melodías, el espectáculo de una orquesta, un recital, les apasionan y resulta más sencillo de incorporar. Desde la escuela, inclusive. Pero todo eso hay que explotarlo más. El niño es un artista espontáneo: dibuja, canta y baila. El arte es el horizonte de los niños. Por eso es más sencillo que introducirlos a la lectura reflexiva, comprensiva, analítica.
-¿Hay un sentimiento de despedida cuando termina un libro que, además, es una autobiografía?
-Sí, claro. Y en mi caso lo escribo ya en el final de mi vida. Hay un cierre y también la posibilidad de pensar en una vida nueva a partir de dar por cerrado algo. Una vida nueva que va a durar poco pero que es posible. Todo el gesto de haber donado la biblioteca forma parte de eso y de buscar algo nuevo que tiene que ver con el mundo de los niños, de sus apetencias y necesidades. Como decía Dante, comienza una nueva vida. Vamos a ver si es posible.