Texto: Franco Spinetta / Fotos: Maxi Amena
Mauricio Kartun eligió la dramaturgia (“una técnica con 2400 años”, dice) para condensar un cóctel de historia, mitos, rituales, perspicacias y una potencia poética inusitada. Así fue dejando una huella en el teatro argentino, con obras que tienen una impronta ineludible: un tufillo a Kartun. Su última creación, Terrenal (Pequeño misterio ácrata), lleva tres años en cartel a sala llena en el Teatro del Pueblo. Pero él no está tranquilo y vive en “estado de frustración”. Siempre anda por ahí, caminando por “callecitas raras” y escuchando música, tratando de destrabar las historias que se le amontonan en la cabeza.
– ¿Qué estamos viviendo?
– Una de las pocas virtudes que tiene el envejecer (N de la R: está por cumplir 70 años), es que te da una alguna perspectiva sobre el pasado. Uno ha vivido esas circunstancias. Si yo tuviese que dar alguna hipótesis geométrica sobre mi mirada, sería algo así como una ola. El vaivén continuo, sube y baja, sube y baja. Los ciclos son largos. En los 70 hubo un auge de un pensamiento americanista, de izquierda, liberador de ciertas cadenas eternas que nos agobian. Un movimiento con Velasco Alvarado en Perú, Allende en Chile…
– La historia te atravesaba.
– Sí. Y había una especie de comunión americana de pensamiento, que aparecía como luminoso, nuevo. Se instalaban nuevos paradigmas. Pero todo eso se derrumbó en la propia década. Ninguno de esos gobiernos pudo crecer.
– ¿Fue una frustración para vos?
– Inevitable. Yo pensaba que estaba surfeando una ola que me iba a llevar hasta la costa (risas). De pronto, sentís que te deja en la mitad, te revuelca: ya no hay ola y tampoco tenés la tabla a mano. Lo único que podés hacer es manotear para no ahogarte. La sensación es que en los últimos años había vuelto a armarse esa ola. Y que ahora se vuelve a romper.
– Esta vez la ola duró un poco más.
– Cada vez que la ola se eleva, concibe una serie de cambios en la realidad muy importantes. Deja una huella, pero nunca termina su ciclo. Yo me pregunto, y no me lo sé contestar, si la historia no es otra cosa que eso. Si se trata de aprovechar la energía de ciertos momentos de crecimiento, tratando de no pensar que en algún momento esa ola se rompe. Es como la vida… cuando estás viviendo la vida no podés pensar cuándo te vas a morir.
– ¿No hay algo también en esos ciclos que se cierran relacionado con la belleza de la derrota? La cuestión heroica, la redención ante el fracaso, y la conversión de todo en una mística.
– Tengo experiencia profesional al respecto. Soy dramaturgo y me dedico a crear historias con conflictos. Cualquier obra de teatro es el procesamiento poético de una instancia de violencia, y por lo tanto la hipótesis interna es la existencia de un conflicto. Y los conflictos son siempre motores. Creo mucho en el poder dialéctico, en que efectivamente estos vaivenes, estas derrotas y estas luchas son las únicas que pueden crear una mística. La mística no se crea en el éxito, que es todo lo contrario. El momento de construcción nunca es un momento de verdadera mística. Inevitablemente es más conformista, el éxito. Siempre vas a estar pensando en cómo pulir esto que está bien, en vez de luchar contra aquello que está mal. También creo que es lo que les da a los seres humanos cierto plus de energía, sin la cual estaríamos más resignados frente a la realidad. Y uno no se resigna porque efectivamente hay una hipótesis de lucha.
– ¿Cómo incorporaste esta mirada en tus obras? ¿Cómo hacés para que el éxito no te lleve a la repetición?
– No podés hacerlo porque pasa una cosa con el artista. Lo único que ve el espectador es aquello que el artista muestra. Lo que nunca ve es todo lo que el artista guarda: la sucesión interminable, enorme, abominable, bochornosa de fracasos, imposibilidades, negaciones, sequía, impotencias… Con Terrenal, un mes y medio antes de estrenar, tuvimos que parar todo. Llegamos a plantear la hipótesis de abandonarla. Luego nos rearmamos, adquirimos una nueva mística frente a la dificultad, laburamos tres meses más y salió.
«El momento de construcción nunca es un momento de verdadera mística. Inevitablemente es más conformista, el éxito.»
– Terrenal es un éxito.
– Claro. Lo que sucede es que no tenés posibilidad alguna de acomodarte en esa situación, porque no estás cómodo ahí arriba. En todo caso, estás haciendo equilibrio entre aquello que quisiste mostrar, y todo lo que está ahí abajo. Por ejemplo, mientras la sala se llena con Terrenal, yo camino tres horas escuchando música por callecitas raras, tratando de resolver algo, un proyecto que tengo en la cabeza, y que no puedo destrabar.
– No te quedás tranquilo.
– Todo lo contrario. Camino angustiado porque no puedo resolver esta nueva obra. Ni cuando me pongo a escribir, ni cuando lo pienso, y tengo que seguir trabajando para ver si logro descularlo. Mientras tanto, estoy en estado de frustración. Lo que sucede es que los artistas se tienen que acostumbrar a la frustración, que es parte de la dialéctica: debe convertirse en energía, o abandonás. El que no entiende que las dos caras son parte de lo mismo, con las cuales hay que convivir, no llega nunca. Y es verdad: el costo es muy alto. Pero nadie te regala un éxito. No aparece de casualidad, sino que es el resultado de muchos malos momentos creativos.
– ¿Qué música escuchás mientras caminás por callecitas raras?
– Estoy con viejas grabaciones del cuarteto Leo, origen del cuarteto cordobés. Pasos dobles, pasados a ese ritmo. En la Argentina hay algunas músicas zonales que han encontrado una especie de personalidad extraordinaria. El cuarteto es una de ellas. Y como tiene que ver con lo que estoy escribiendo, busco ahí. Camino y busco lugares que me vinculen con lo que estoy craneando.
– ¿Vas con una libretita anotando?
– Todo el tiempo. Tenemos como una cámara fotográfica incorporada. Es el barro con el que moldeamos. No podés moldear solamente con aquello que tenés en la cabeza, aquello que tenés guardado. Hay que estar atento, en estado de acopio permanente. A veces las ideas van a parar solamente a la cabeza, otras veces al disco rígido en forma de texto; guardo fotos porque me parecen que contienen algo o si no van a la libreta. Lleno de notas un cuadernito, que sé que en algún momento recuperaré. Ahí están los ladrillos con los que voy a construir el galpón.
– Hace poco leí un texto que publicaste en la Revista Carapachay, sobre la Isla Martín García.
– ¡Ese es el proyecto que me desvela!
– Justamente decías que estabas trabado con esa historia. Y contabas que habías recuperado ese texto de una vieja libreta.
– Hace años que lo tengo en la cabeza. Empecé a pensar en hacer un espectáculo que junte parejas que bailan viejos pasos dobles, y monólogos. Pero no logro todavía darle una forma. Mi cabeza está derivando.
– ¿Qué grado alcanza esa obsesión? ¿Podés hacer otras cosas sin estar pensando en eso?
– Hasta que no me siento a escribir, puedo compartir un montón de cosas. Ahora, cuando me siento, me siento. Desaparece todo lo demás. La escritura es una concentración de energía muy grande, que te ocupa incluso los sueños. Mientras tanto estoy más liviano, camino, tomo notas, estoy más turista. Por ejemplo, ayer me caminé las tres horitas, volví, comí, dormí una siesta y me fui a Hurlingham a hacer una función de Terrenal, con la cabeza en modo Director.
– ¿Qué disfrutás más: la creación o la dirección?
– El rol de director es social. Tiene las delicias y los horrores de eso. Parte de las delicias fue, por ejemplo, terminar la función en Hurlingham e ir todos a un bodegón a comer y tomar vino y tratar de bajar la excitación de haber hecho una función a sala llena en el Gran Buenos Aires y con un público popular. Y después está lo otro: uno es atacado también por fuerzas fóbicas.
“Es verdad: el costo es muy alto. Pero nadie te regala un éxito. No aparece de casualidad, sino que es el resultado de muchos malos momentos creativos.”
Hay que mantener la energía de un grupo, resolver problemas que se plantean ahí adentro y que son angustiantes. El trabajo del dramaturgo es más solitario. Los fracasos no tienen resonancia y por lo tanto no tienen armónicos. Es como la música, viste: tocás una nota y si no está la caja de la guitarra, se pierde. La nota se amplía porque gana armónicos. Cuando vos escribís solo, no tenés caja de guitarra. Los resonantes no importan: si no salió, cerrás el cuaderno y a otra cosa. Entonces cada uno de esos trabajos tiene sus bemoles.
– ¿Dónde buscás la perspectiva? ¿Cuál es el primer filtro para tus textos?
– Mi primera lectora, siempre, es mi mujer Mónica. Confío mucho en su mirada. Tiene una especie de sensatez natural, de la que yo carezco. Son devoluciones muy terrestres. A mí me sirve mucho. También porque enterarla del proceso, me permite incorporarla como interlocutora. En alguna época lo consultaba a mi maestro, Ricardo Monti. Pero el teatro tiene una devolución natural: los actores, el escenógrafo, el vestuarista, el iluminador. Son interlocutores que no necesariamente conversan en tu lenguaje, sino en otro plano. El trabajo del director es aprovechar las energías naturales de esas propuestas. El director que no dialoga con la propuesta estética de los actores, queda encerrado.
– Esa primera puesta, cuando se ve todo el conjunto, debe ser un momento crítico.
– Claro. Eso es lo que falló con Terrenal. Era una porquería y no funcionaba. Y ninguno sabía cómo resolverlo. No encontrábamos el tono final de la actuación. ¿Qué iba a hacer? ¿Cerrar los ojos e ir hacia el vacío? Yo preferí parar la pelota, hablar con el grupo y proponerles posponer el estreno. Hablé con el teatro y pedí un largo plazo para investigar y resolverlo. Hasta que encontramos la lucecita para salir.
– ¿Cómo te llevás con la modernidad y su propuesta, las nuevas miradas y formas de circulación?
– Me vinculo como parte interesada y afectada. Leo nuevos pensadores, busco la esencia filosófica de esto, de este presente. Luego en lo personal… a ver, yo trabajo sobre una técnica, la dramaturgia, que hace 2400 años que hace lo mismo. Cada tanto, cambia alguna cosita, pero no el fondo. Hay algo en eso de sabiduría de lo absoluto: está por sobre encima de los tiempos. La dramaturgia se vio acosada por nuevas técnicas, pero descubrió, para su buena salud, que la clave era encerrarse en aquella vieja esencia. Esa esencia mítica, esa condición esencial por la cual sigue vivo el teatro. Yo me puse muy radical. Empecé a trabajar cada vez más con formas más tradicionales del teatro. Por ejemplo, Terrenal está montada sobre la dialéctica clásica de los tres payasos del Circo Romano: el payaso tradicional (el augusto, el tonto, del que alguien se ríe), el payaso blanco (el irónico, el comentador, el tipo que se ríe de otro y puede hablar con el público), y el Pierrot (que produce humor por su idealización, está siempre enamorado y en estado de pasión política). Esto tiene siglos. Seguramente algo de eso se me ha pegado en la vida. Tengo un coche que tiene 23 años y me da pena venderlo, ¿para qué lo voy a vender si anda bien? No uso celular, me dedico a la jardinería, ando en bicicleta, que me da mucho placer. Disfruto mucho de cierto anacronismo. Pero en el pensamiento me siento muy cercano a mi época.
– Esa es la tensión latente. Un torrente impresionante de información, mucha de ella descartable, y una suerte de ilusión de pluralidad porque no queda claro cuántas cosas podés leer en un día.
– Es así. El tiempo se empieza a volver líquido. No hay presencia, vivimos en un sustrato de ausencia: lo virtual, el acceso rápido pero muy superficial a muchísima información. La sensación de que los tiempos tradicionales del hombre, tiempos podológicos, se han perdido. La presencia es un estar en una situación. Hoy hay un sobrevuelo. Es una zona de inevitable peligro, pero tampoco han aparecido verdaderos paliativos. El vértigo es cada vez mayor y nuestra presencia sobre la realidad es cada vez menor.
– ¿Y vos cómo lo sobrellevás?
– Bueno, yo he encontrado ciertas zonas más personales, más rituales. Yo estoy con las plantas, tengo una relación con ellas. Estoy en el caminar, mirar y encontrar realidades. Todo esto me ha ayudado mucho, me ha estabilizado.
– Casi como que la resistencia pasa a ser el ritual.
– Efectivamente. El teatro se sostiene justamente por eso. Es un viejo ritual que sigue…
– ¿Y el cine también?
– Sí, siendo aún un proceso extremadamente más veloz que el teatro. Vos fíjate que ya no tendría razón de ser. Hay algo de lo social que es muy interesante. Compartir una emoción con alguien que está emocionado al lado tuyo. Eso es energía.
«La sensación de que los tiempos tradicionales del hombre, tiempos podológicos, se han perdido. La presencia es un estar en una situación. Hoy hay un sobrevuelo.»
– ¿Cómo se sostiene?
– El rito siempre viene de la mano del mito. Son dos conceptos inseparables. El mito trabaja sobre algo que ha despegado poéticamente. Es una realidad, pero despega y tiene múltiples interpretaciones aunque siempre es una selección sesgada: elegir un relato, un discurso, creando una narración que de alguna manera le sirve al hombre para pensarse él y lo que lo rodea. Y luego aparece el ritual, la puesta en carne: todos creyendo al mismo tiempo en lo mismo. Esto se ve en la ceremonia de una boda y en un partido de fútbol, también.
– Pero tenemos un problema con la modernidad: ¿cuál es el mito y cuál es su rito? ¿Veremos de acá a un tiempo gente viajando hacia donde están los edificios que alojan los servidores de Google?
– (Risas) Es cierto: es el credo de una hipótesis de realidad descarnada. La contracara es la condición natural del hombre. El hombre va a volver siempre a esta instancia, porque tiene inteligencia narrativa: no ha podido pensarse sino a través de narraciones y relatos. Cuando tratamos de pensarnos a través de conceptos, fracasamos. El concepto es abstracción. El hombre va a volver siempre a los relatos: de eso vivimos los que hacemos teatro, pero también la Iglesia, el peronismo, los equipos de fútbol.
– ¿Y el relato de Macri?
– Intenta despegarse, justamente. Es un relato que se quiere despegar de toda mentira, entendiendo justamente al mito como una mentira. Entonces dice: “Esto es la realidad, es físico, es científico”. Pero es contranatura: el hombre necesita una construcción visual y emotiva de lo que está pasando. La historia es inevitablemente un relato, frío o encendido. Este de Macri es un relato frío: frente a lo que pasó, necesito hacer una serie de operaciones mecánicas, científicas, que resuelvan esto. En el otro caso, lo que necesitás es una energía de lo popular, que te permita avanzar. Son dos paradigmas opuestos del relato.
– Fuiste uno de los que más se movió para pedir la renuncia de Darío Lopérfido, ¿cómo viviste lo que pasó?
– Fue una experiencia muy interesante, independientemente de la renuncia. Fue interesante ver ese estado de convencimiento de la comunidad artística: frente a ese ataque de un pensamiento radicalmente conservador, retrógrado, siniestro, lo que hubo fue una reacción continua, seria, sustentable –porque podía seguir el tiempo que fuese necesario- para enfrentar pensamiento con pensamiento. Se le contestó a la ideología con otra ideología. Se manifestó y no aceptó la idea impuesta desde el poder. Fue muy valioso y se puso los puntos en relación sobre cuál es la importancia de una comunidad, del pensamiento. No somos una materia moldeada, sino que nos movemos con ideas propias.
– ¿Y qué te parece la designación de Mahler?
– Es muy pronto para opinar. Lo que hay que juzgar son resultados, todo lo demás es hipotético, arriesgado e incluso peor: puede ser prejuicioso. Dentro de un año, si querés, podemos volver a hablar.