Texto: Gustavo Grazioli / Fotos: Guido Piotrkowski
Al calor de los veintipico, en pleno romance con Dolores Fonzi, el guionista y director cinematográfico Luis Ortega hacía su ingreso a la Universidad del Cine, con la ilusión de que por fin iba a poder consagrarse como alumno ideal. Pero su estadía en los claustros académicos duró menos de seis meses y terminó cursando las materias prácticas en la calle, con el ojo atento a lo que sucedía a su alrededor. Fue entonces que, en una de esas tantas clases a las que no asistió para irse a distraer a una plaza, se cruzó con el disparador de su ópera prima Caja negra (2002). Con una cámara de bajos recursos se lanzó a la aventura de plasmar su mundo interno recreado con imágenes adaptadas al formato del cine.
El menor de los varones del matrimonio entre Ramón “Palito” Ortega y Evangelina Salazar, continuó filmando obsesivamente. Su posterior película, Monoblock (2005), que contó las actuaciones estelares de Graciela Borges, Rita Cortese y su propia madre, no terminó de convencerlo del todo. “Tendría que haber durado media hora. Es muy larga y es un embole”, declara, entre risas. A partir de ahí, después de que la crítica le dedicara algunas líneas a su posterior trabajo, Dromómanos (2012), su nombre dejó ser citado por unos pocos cinéfilos fanáticos en la sombra y llegó el camino ascendente hacia la popularidad. Primero fue con la serie televisiva Historia de un Clan, luego con la dirección del reciente éxito El Marginal para, al fin, consagrarse con El Ángel, una de las películas argentinas más vistas de este año.
Con esta última película – su séptimo largometraje – que versiona libremente a un personaje inspirado en Robledo Puch, terminó de condensar una línea estética que parece reflejarse en la tradición de películas como Bonnie and Clyde, El Padrino, Pixote o El bueno, el malo y el feo. Como todo lo que se hace, muchas veces, reclama una etiqueta, la segunda parte cinematográfica de Ortega se podría caracterizar como cine del hampa. “Está bueno trabajar con personajes que no están preocupados por engañar al otro. Me gustan esos personajes que no son rebeldes, sino que simplemente no entienden las reglas. Que no entienden este consenso que se armó con respecto a esto sí y esto no”, afirma Ortega sentado en el sillón de su casa, quien nos recibió para esta entrevista vestido con un pijama de Mickey Mouse.
-¿Cómo pensás la marginalidad?
-Hay distintos tipos de marginalidad. Una que tenemos todos, que es todo lo inconfesable que en sociedad sería rechazado. Nuestros impulsos, los pensamientos, nuestros deseos. Eso ya de por sí te pone al margen más allá del disfraz que uses para presentarte. Después está la más evidente que es la gente que está durmiendo en la calle, o los que decidieron acudir a otras metodologías para conseguir dinero. La marginalidad te despoja de la posibilidad de disfrazarte de persona. Es mucho más fácil hablar con alguien que tiene los calzones bajos, porque no se está cuidando de que le veas el culo sucio. Todo lo que es está en su cara. Te ahorras todo un protocolo insoportable y sentís que no te están estafando.
“Siempre pienso que los muertos se nos cagan de risa, como diciendo: mirá estos, siguen en la película tomándose todo en serio”
-El Ángel fue criticada por la construcción del personaje, que muchos entendieron como un posicionamiento favorable del criminal Robledo Puch, ¿qué pensas de esto?
-No se trata de enaltecer al criminal. Usás un bandido en contra de este desastre, pero es un recurso narrativo. A mí Robledo Puch me importa menos que cualquier planta que me pueda cruzar en la calle. No lo conozco ni tengo interés de conocerlo, ni tuve interés de contar su historia. Si querés ir a ver a Robledo Puch, andá a Sierra Chica. No se lo va a encontrar en la película. No es la historia de un asesino. Si no tuviera detractores estaría sospechando que hice algo mal. Se necesita que justifique que no estoy a favor de un asesino, pero no estoy acá para decir lo que está bien o lo que está mal. Es un acto un creativo.
-¿Y qué opinás sobre la crítica de Malena Pichot, quien tuiteó que “todo muy lindo el feminismo, pero lo que está bueno es que salga una película de un asesino y violador con afiche que parece publicidad de perfume con un chonguito adorable”?
-No sé quién es. La gente progre se queja de que es lindo. Eso demuestra que también quieren que sea negro y feo como la teoría Lombrosiana.
-Si bien no está esclarecido tu costado de músico ni de poeta trasnochado, ¿por qué el cine terminó ocupando la parada de tu vida artística?
-Con suerte uno sabe hacer una cosa bien. Salvo que seas Picasso, Dalí o Carlos Alonso, tenés que trabajar mucho para perfeccionar cualquiera sea tu metier. Me crié en Miami donde para ir al kiosco tenés que caminar 70 kilómetros. Estaba todo el día en el mar o viendo películas. El cine era como mirar el mar. Nunca pensé que había gente detrás con reflectores y demás. Para mí no estaban actuando, ni había un guión. Eso fue como un refugio hasta que llegué a Tucumán. Ahí el cine lo mirás por la ventana o caminando por la calle. Todo el contacto humano que no había tenido fuertemente en Estados Unidos, de repente fue todo junto. Después, cuando llegué de Tucumán a Buenos Aires, Ana María Picchio me empezó a llevar al cine, pero me llevaba al Cosmos a ver Kurosawa o Tarkovski. Ahí vi que todo este mundo interno que me entraba por los ojos tenía un asidero y podía transformarlo en un oficio.
-¿Recordás algo más que haya marcado tu decisión de incursionar en el cine?
-Mientras terminaba el secundario estaba haciendo el CBC para Filosofía y una maestra me dijo: “¿para qué carajo estás estudiando filosofía?”. A lo sumo te van a llamar para escribir un artículo pero te vas a cagar de hambre. Y después me preguntó qué me gustaba y como le dije el cine me mandó a estudiar cine. Fui a la Universidad del Cine, pero duré cinco meses. Un día, cuando ya no entraba a las clases y me iba a la plaza a fumar, salgo y veo pasar un tipo que caminaba como marchando (gesticula los movimientos como si fuese un soldado) y me dije qué carajo es eso. Lo seguí, nos pusimos hablar y como que enamoré de ese tipo y escribí la historia de Caja Negra. En definitiva la universidad de cine me llevó a hacer cine y me enseñó lo que es un plano, un contra plano y un plano general. Todas cosas en las que nunca había pensado.
“Hay distintos tipos de marginalidad. Una que tenemos todos, que es todo lo inconfesable que en sociedad sería rechazado. Nuestros impulsos, los pensamientos, nuestros deseos. Eso ya de por sí te pone al margen más allá del disfraz que uses para presentarte. Después está la más evidente que es la gente que está durmiendo en la calle, o los que decidieron acudir a otras metodologías para conseguir dinero”
-En algunas notas reconocés el fracaso como un lugar de asistencia permanente, ¿cómo te llevas con el presente taquillero de El Ángel?
-Lamentablemente siempre me llevo mal con el presente, pase lo que pase. Pero sin duda elijo esta situación toda la vida, antes que la otra situación de entrar a una sala y que esté vacía. Por ahí puede que eso te haga fuerte o ves un camino. A mí me quedó tal fantasma de eso que ni siquiera voy ahora a las salas a ver lo que pasa con esta película. El tema de fracasar sucesivamente te puede llevar a dos cosas: a pensar que sos un genio incomprendido, que es lo que nos pasa a la mayoría porque básicamente la estupidez no nos deja ver que quizás estás fallando, y la otra es darte cuenta de que no estás haciendo bien las cosas. Pasé por la primera instancia, hasta que llegué a la segunda y me replanteé el hecho de escribir mejor, filmar mejor y rodearme de un equipo capaz. Obviamente están los que te dicen que te vendiste por eso. Pero prefiero que me esté yendo bien, prefiero tener productores que después de todo el trabajo empapelen la ciudad y le hagan saber que tu película existe. Siempre salí con una copia en el Malba porque Fernando Peña es una gran persona y ahora salí con más de 350. No quiero volver a lo otro. De todas maneras gracias a todo ese camino hoy me puedo sentar con un productor y respaldar cualquier idea que tenga. Sería raro no conocer el fracaso. Hay directores que la pegaron de entrada y después empezaron a derrapar. Nadie puede mantener un nivel tan arriba todo el tiempo.Tampoco me creo Kubrick ahora, pero al menos sé que no estoy engrupiendo a nadie.
-¿Y qué cosas crees que acertaste en esta película que en tus anteriores no?
-Está todo lo bueno que pude rescatar de otras películas, pero tiene que ver con tener un gran equipo. Empecé a trabajar con mi hermano Sebastián y cuando le doy un primer borrador me dice que no se entiende y que lo escriba mejor. Al principio me enojé y lo mandé a ver cine, hasta que tres meses después lo vuelvo a leer y me doy cuenta que tenía razón. No le dije nada, por supuesto, y me encerré con (Rodolfo) Palacios y (Sergio) Olguín a escribir. Recortaron bastante, pero la gran mayoría de las escenas son de ese primer borrador. Tuve que aceptar que necesitaba ayuda y que no sabía todo lo que yo pensaba.
-De alguna manera, en El Ángel se transmite lo absurdo de la vida, ¿convivís con ese costado del sin sentido?
-Una vez yendo a comer una pizza me cagaron a palos en Angel Gallardo y Corrientes y me robaron todo. Me acuerdo que hacía un frío terrible y que me quedé con el jean y las pantuflas con las que había salido. Cuando vino la policía, mientras los pibes se iban caminando, terminé en cana porque me la agarré con la policía. Cuando llego al calabozo veo que en la pared uno de los que estaba ahí había escrito “al final todo es un gran chiste”. Había sido una noche muy larga, muy loca, muy insólita y es como si hubiese hecho todo ese recorrido para llegar a ese mensaje. Siempre pienso que los muertos se nos cagan de risa, como diciendo: mirá estos, siguen en la película tomándose todo en serio. Una de las cosas que siempre sentí, y que traté de que encarne en Toto (Lorenzo Ferro, protagonista de El Ángel), era como que Dios nos estaba tomando el pelo y que nunca daba la cara. Por eso, si no es un chiste, estamos cerca.