Texto: Guido Piotrkoswki / Fotos: Gentileza Pablo Piovano / Guido Piotrkowski
Autor de retratos memorables, impactantes registros de movilizaciones populares, y sobre todo de un libro de fotografías estremecedoras sobre las consecuencias del uso de los agrotóxicos en nuestro país, Pablo Piovano es uno de los fotógrafos contemporáneos más talentosos de la Argentina.
Con tan solo 36 años, Piovano pasó 18 trabajando en el diario Página/12, hasta que a fin del año pasado renunció. Por esos tiempos, también salía su libro El Costo Humano de los Agrotóxicos, editado por Kehrer, una prestigiosa editorial alemana. El libro es una denuncia cincelada en crudas y desgarradoras imágenes en blanco y negro, un trabajo de alto vuelo que invita a la reflexión, un documento fotográfico que describe de manera brillante y contundente el que es, quizás, el genocidio más atroz y truculento de este nuevo siglo. Un genocidio lento, silencioso y silenciado. Aterrador. Siniestro, como prefiere decir Piovano.
Todo empezó cuando aún trabajaba en Pagina 12 y fue a cubrir una nota en el Anexo del Congreso, allá por el año 2014. Un grupo de maestras relataba lo que estaba ocurriendo en los pueblos fumigados. Dos horas le bastaron a Pablo, un tipo sensible a las causas sociales, para entender que aquello era un verdadero drama. «Yo quiero ir a ver eso, hay que contarlo» le dijo ahí mismo a Arturo Avellaneda, un ambientalista.
Poco tiempo después, luego de investigar y establecer los contactos necesarios, Piovano se tomó vacaciones en el diario, y con recursos de su propio bolsillo, puso primera, pasó a buscar a Avellaneda y encararon los primeros kilómetros de los 15 mil que terminaría recorriendo Pablo por cuenta propia, de Entre Ríos a Misiones, del Chaco a Santa Fé y Córdoba.
El primer viaje duró un mes, y Avellaneda pegó la vuelta a los quince días. Luego vendrían algunas incursiones más, pero el corpus de este ensayo monumental se gestó en aquel viaje iniciático por la ruta de los pueblos fumigados en noviembre de 2014, con el objetivo de documentar lo que venían denunciando desde la Red de Médicos de Pueblos Fumigados, que nuclea a un grupo de profesionales que empezaron a evidenciar, en el año 2000, que a las salas sanitarias de los pueblos llegaban niños y adultos con problemas respiratorios y en la piel.
A raíz de este trabajo, Piovano se alzaría con varios premios internacionales. Entre los más importantes, el de la fundación Manuel Rivera Ortiz, de Nueva York, en 2015, que lo llevó a exponer en Arles, uno de los festivales más prestigiosos del mundo. Ese mismo año se alzó también con el primer premio en el Festival Internacional de la imagen (FINI), de México. Y en 2016, obtuvo el primer lugar en la primera edición del premio de la Fundación Philip Griffiths Jones. También expuso en diversos lugares del mundo.
A pesar del horror, la desidia y la tristeza, en las fotografías de Pablo no hay golpe bajo, porque para eso basta la insoportable cotidianeidad de los damnificados. Claro que las imágenes son duras, parte de un álbum que preferiríamos no ver, pero que al mismo tiempo resulta tan necesario mirar, prestarle atención, una y otra vez. Por el contrario, muchas de las imágenes contienen una alta dósis de carga poética. Se trata de un trabajo que podemos alínear con el de los grandes documentalistas del fotoperiodismo mundial. Las fotos de Piovano, nada tienen que envidiarle a leyendas de la profesión. Hay imágenes lapidarias de chicos con malformaciones, de adultos aterrados. Pero hay también, imágenes serenas, reflexivas, respetuosas.
La primera persona que mencionó Pablo durante la entrevista que mantuvimos en el café del Centro Cultural de la Cooperación fue Fabían Tomasi, quien moriría unos días después. Tomasi fue el primero de los afectados por los agroquímicos que visitó Pablo cuando comenzó su trabajo, en su hogar de Basavilbaso, provincia de Entre Ríos, la piedra fundamental de este ensayo, con quien entablaría una amistad. «Fabían luchó hasta el ultimo suspiro, y ahora es un símbolo de la resistencia y la lucha contra los agrotóxicos en todo el mundo», dirá Piovano luego de la muerte de su amigo, quien, vaya volteretas del destino, se fue el día del cumpleaños de Pablo, cuando él estaba en Paraguay participando con su muestra en el festival de fotografía El Ojo Salvaje. Piovano decidió volver urgente, como sea. «Se vino a morir el día de mi cumpleaños… Saqué un pasaje por Brasil. Una locura, llegué a las dos de la mañana y me fui a Bassavilbaso”, cuenta.
-¿Quién era Fabián Tomasi?
-Fabián era un tipo que manipuló agroquímicos durante muchos años. Hacía carga y descarga en aviones aeroaplicadores. Su cuero estaba muy lacerado, me remite a los campos de concentración. Verlo a él, en el primer impulso, fue muy fuerte, porque me ayudó a entender todo lo que pasaba. Su palabra era muy clara, su visión fue muy clara. Su conciencia iba levantándose, fortaleciéndose, al mismo tiempo y en contradicción con lo que su cuerpo mostraba. Fabían tenía 51 años, y empezó en esto cerca de los 30. Cuando comencé, estuve cuatro días viviendo en su casa, entendiendo lo que pasaba, y trazando un poco el mapa por donde seguir. Antes, yo había investigado bastante, había hablado con muchos científicos, médicos, ambientalistas, afectados. Fabián me ayudó a comprender lo que vendría después, me anticipó todo, y me hizo imaginar mucho.
-¿Cuándo hablamos del problema de los agrotóxicos, de qué parte del país estamos hablando?
-Estamos hablando del 60 por ciento del territorio cultivable del país: La Pampa, el Litoral, y el norte, donde se cultiva soja y maíz en su mayoría. La red de médicos de pueblos fumigados organizó un primer encuentro nacional, del que salieron datos que son muy fuertes. Pero al mismo tiempo, el tema solo lo levantaban algunos medios alternativos, y casi no había imágenes, no había mucho documento. Unos pocos compañeros habían ido, como Natacha (Pisarenko, fotógrafa argentina de la agencia AP), que había visitado a Fabián y estuvo en el Chaco. También había un trabajo previo del español Alvaro Ibarra Zavala para Getty Reportage, junto con la periodista Silvina Heguy. Me acuerdo que si en 2001 ponías en Google Argentina la palabra agrotóxicos, en media hora ya no había mucho más que leer. Ahora podés estar un mes leyendo sobre el tema.
-¿Cómo siguió el recorrido, luego de visitar a Tomasi?
-Fui a San Salvador, en Entre Ríos, un pueblo donde la tasa oncológica, está dos o tres veces por encima de la media nacional.
«Argentina y la región se han convertido en territorio de experimentación. De la misma manera, nuestros cuerpos son territorio de experimentación. Nadie está exento de los alimentos, nuestra mesa cotidiana está envenenada. Todos los alimentos tiene ocho, diez, doce químicos distintos»
-¿Con qué te encontraste ahí ?
-Ahí me encontré con una mujer que junto a los vecinos había hecho la manifestación mas grande de la historia de su pueblo. Reunieron unas 400 personas, que era muchísimo, incluso estaba el intendente. No entendían por qué había tantos muertos y enfermos. Luego, la asociación vino sola. San Salvador es la capital del arroz, pero a la vez está cercado por la soja, y los silos están en el casco de la ciudad. Tiene una contaminación enorme, así que ahí era muy fácil dar con casos oncológicos, uno al lado del otro.
-¿Cómo llega la contaminación a la población? ¿A través del agua, los alimentos, el aire?
-Imaginate que una fumigación aérea puede tener una deriva de hasta 32 kilómetros. Pero si vos vivís en las casas linderas a los campos, la contaminación es inmediata.
-¿Y las napas de agua también están contaminadas?
-Ahí había algo que nunca pudimos comprobar. Se dice que habían enterrado bidones de agroquímicos que contaminaron las napas. Eso no lo sé, pero lo que vi con claridad es cómo se fumiga de manera aérea y terrestre a mansalva.
-¿Cómo es el trabajo diario de un tipo como Fabián?
-Antes que salga un avión a fumigar, lo carga con los químicos y las medidas que les piden, que nunca son las que hay que utilizar, sino que se usa un cóctel, el famoso paquete tecnológico. Él (por Fabián Tomasi) no sabía qué era lo que estaba manipulando en ese momento. De hecho, como también era banderillero, direccionaba el avión para que aterrizara. Y había días de 40 grados en lo que él mismo les pedía que le suelten el veneno para mojarse, por el calor. Imagínate la inconciencia que tenían en aquellos años.
El paquete tecnológico es el nombre que le dan las corporaciones como Monsanto a un cóctel químico en el que se usan en tándem el glifosato y una gran cantidad de otros químicos como el tordon, propanil, endosulfán, cipermetrina, metamidosfos cloripirfos, coadyuvantes, fungicidas, gramozone y 2-4 -D. Este último es uno de los componentes del tristemente célebre agente naranja, un defoliante que utilizaron las tropas estadounidenses en Vietnam para poder «limpiar» el terreno y ver a su enemigo, que dejó alrededor de medio millón de niños con malformaciones genéticas por su uso. En Argentina, su utilización se remonta al año 1996, cuando Felipe Solá era el secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca (de la Nación). «Él trajo de parte de Monsanto una ley para aprobar el glifosato y la soja. A partir de ahí, la agricultura da un giro, cambia la matriz productiva. Pasamos a tener el 60 por ciento del territorio del país con transgénicos», dice Piovano.
-¿Solá se pronunció alguna vez al respecto?
-Nunca lo escuché, era un terrateniente con poder político. Un oligarca, un aristócrata. De esa manera, el índice de utilización de agroquímicos subió de manera exponencial, un mil por ciento en muy poco tiempo. De hecho, el último año, el negocio de los agroquímicos fue el que mas creció en todos los rubros. Todos los meses sale un nuevo químico, estamos usando mas de 300 millones de kilolitros de agroquímicos anuales. Si lo dividimos por la cantidad de personas que habitan el país, da la tasa más alta del planeta de utilización de químicos por personas, entre 6 y 8 kilolitros por persona. En Brasil utilizan tres veces más, pero es un territorio más extenso y una población más grande.
-¿Y en Europa?
-En Europa están prohibidos la mayoría de los químicos que usamos. Aunque hace poco se aprobó la licencia para el uso del glifosato por cinco años más. Es la tercera vez que la renuevan. Siempre hay una discusión, esta vez ganó por un voto la renovación. Pero hay otros químicos que se usan acá, que allá no, como el 2-4 D. Hace dos meses, sin embargo, salió una ordenanza prohibiendo el uso del glifosato en Santa Fe. Ordenanza que seguramente después sacarán, pero que además es una trampa, porque atrás se aprueban otros que son iguales o peores. Es un juego, una trampa.
-¿Cómo afecta a quienes vivimos más lejos de los pueblos fumigados?
-Argentina y la región se han convertido en territorio de experimentación. De la misma manera, nuestros cuerpos son territorio de experimentación. Nadie está exento de los alimentos, nuestra mesa cotidiana está envenenada. Todos los alimentos tiene ocho, diez, doce químicos distintos, en una porción obviamente baja, pero que rompe los límites reglamentarios de la cantidad de químicos que puede tener un alimento. Entonces, no somos otra cosa que un experimento. Y lo vamos a ir descubriendo en poco tiempo. De hecho, ya estamos vivenciando un daño enorme. El glifosato se acumula en las grasas, es un problema, nunca lo expulsás.
-¿Después de San Salvador, como siguió el viaje?
-Me fui a Chaco, donde recorrí muchísimos pueblos, ya ni me acuerdo cuántos. Me acuerdo de que cuando era chico, iba de vacaciones porque tenía familiares, y veía sequía, porque naturalmente era una tierra seca. Ahora es todo verde, un verde artificial, transgénico.
-¿Y cómo es la situación en Chaco?
-Una médica me reveló que las escuelas para discapacitados crecieron al mismo pulso que la producción tecnológica de la agricultura. Si antes había dos escuelas, ahora hay diez, por las malformaciones y distintos tipos de problemas. Encontré muchos casos de malformación congénita. Cuando una madre embarazada está en contacto con químicos en el período ventana se produce algo muy común en la espina bífida, que es una malformación en la columna. El riesgo de contraer esa malformación aumenta siete veces. La mayoría de los que están ahí trabajan en la agricultura o viven cerca de una zona agrícola muy fumigada. En las casas linderas a los campos, la causística de diferentes enfermedades está latente.
En aquel viaje iniciático, luego del Chaco, Piovano continuó rumbo a Misiones. Aquellas fueron, según él, las provincias que más «caminó».
-¿Esos son los escenarios más dramáticos?
-No… yo llegué hasta ahí, pero podría haber ido a La Pampa, también fui a Santa Fe. En todos los pueblos fumigados sucede algo muy similar, mucha gente viviendo de eso y un pequeño grupo resistiendo, que son odiados por los demás. En Córdoba también estuve bastante. Allá están las madres del barrio Ituzaingó, que se organizaron porque sus hijos se estaban enfermando y muriendo. Hicieron un relevamiento sanitario, un mapa casa por casa, para ver las enfermedades. Se hizo un juicio, que fue muy importante, porque cambiaron la ordenanza, lograron que se fumigue a más de 2500 metros, y hubo dos condenados: el terrateniente y el fumigador aéreo. Además, a una de las madres, Sofia Gatica, le dieron el premio Goldman (uno de los premios más importantes a nivel mundial en la lucha por el medioambiente).
-¿Y el resto de la gente, los trabajadores, son conscientes de los químicos que manipulan?
-Ahí pasa algo muy engañoso. Por un lado, es el medio de vida que tienen, la manera de llevar a su casa el alimento para sus hijos. Pero también su manera de llevar la enfermedad, para ellos y para sus hijos. Y ahí se genera una contradicción muy grande. Yo hablé con muchos que dejaron de hacerlo porque se enfermaron, y están en juicio. Que decidieron cambiar su vida cuando vieron a sus hijos nacer con malformaciones. Pero hay muchos otro que lo siguen haciendo y no les pasa nada, cada cuerpo responde de una manera distinta. Ahora es muy difícil que alguien no se entere de la posibilidad de contraer algún tipo enfermedad cuando estás en relación con los agroquímicos.
-Y el factor que los hace seguir adelante es el trabajo para subsistir…
-Exactamente, es como un callejón sin salida. Porque en caso de que quieras hacer otra cosa, o trabajar la tierra de otra manera haciendo agricultura sustentable, si tenés un campo que te fumiga al lado, fumiga también en tu campo, porque el viento lo trae. Y matan todo tus cultivos. Entonces es un círculo difícil del cual salir.
-Para poder entender un poco más como funciona. ¿Los químicos permiten un mayor rendimiento económico?
-Ese es el discurso de muchos sojeros, es una producción a gran escala, sirve para los pooles de siembra, porque les reduce el trabajo de una manera enorme. En Santa Fe, la granja agroecológica Naturaleza Viva ha demostrado que se puede tener un mismo rendimiento sin agroquímicos. Y está funcionando muy bien. Tienen campos grandes de soja y el rinde es el mismo.
-O sea que se podría alimentar a la población sin necesidad de usar agroquímicos…
-Se ha hecho a lo largo de la historia de la humanidad. Yo creo que el gran problema, la gran confusión, existe en la distancia y en el destrato con lo sagrado, con la tierra. En el destrato del hombre con el agua y la ruptura de la relación de conciencia entre el hombre y el alimento. Yo creo que es posible si lo fue antes, lo que pasa es que el gran problema es que las semillas del mundo caen en muy pocas manos y muy pocas corporaciones tienen el control casi absoluto de los alimentos. Kissinger (Henry, ex secretario de estado de EEUU) decía que si controlaban los alimentos, tenían el control total. Ya lo están haciendo, y muy bien. Lo que pasa es que todavía no reaccionamos, no nos dimos cuenta del valor que tienen. Si controlan tus alimentos controlan tu salud, si controlan tu salud controlan tu libertad.
«En todos los pueblos fumigados sucede algo muy similar, mucha gente viviendo de eso y un pequeño grupo resistiendo, que son odiados por los demás (…) Pasa algo muy engañoso. Por un lado, es el medio de vida que tienen, la manera de llevar a su casa el alimento para sus hijos. Pero también su manera de llevar la enfermedad, para ellos y para sus hijos. Y ahí se genera una contradicción muy grande»
-¿Y como se les puede hacer frente a esas corporaciones?
-Primero, tomando conciencia de qué es lo que sucede. Yo creo que es recuperando esa memoria ancestral, la memoria antigua de lo sagrado, la ligazón del hombre con los propios regalos de la tierra, con el alimento, con algo tan simple como la gratitud al agua. ¿Cómo el hombre se ha olvidado de agradecerle al agua? A algo tan simple, que te da energía vital todos los días. Para mí, la clave está ahí. En términos políticos, bueno, la agricultura sustentable es una acción. Una acción directa que se está multiplicando, que está sucediendo, y está funcionando.
-¿En algún momento de tus viajes, durante tu trabajo, recibiste presiones, amenazas, desmentidas?
-Desmentidas, todo el tiempo. Lo que pronuncian las autoridades, todos los estudios científicos, están hechos en base a mentiras, hechos y aprobados por corporaciones. Cuando introdujeron la soja transgénica acá, lo hicieron con los estudios de la propia Monsanto. Lo sacaron en tres meses, sin contrastarlo con estudios del estado ni de científicos independientes. En este momento hay una puja entre la ciencia digna y la ciencia corporativa, una puja muy importante para toda la sociedad. Pero ya hay mas de 900 estudios científicos que demuestran el daño que producen los agroquímicos. Y hay unos pocos que son los que aprueban su uso, que los aprueban ellos mismos, las corporaciones. Es muy peligroso, muy siniestro.
-¿Y te sentiste en libertad trabajando y recorriendo aquellos lugares?
-Yo hice el trabajo en el invisible. Y cuando tenía un cuerpo de trabajo sólido, recién ahí lo presenté.
-Pero cuando llegás un pueblo se corre la bola…
-Sí. En un lugar de Misiones, un viejo periodista local me advirtió de que era hora de irme. Un día estaba cenando y vino un tipo y me dice: «Vos sos Piovano, ¿no? Ah, bueno, que le vaya bien… «. Hacía dos días que el periodista me había dicho que me fuera. Así que, como ya tenía lo que necesitaba, me fui a la cinco de la mañana. Y seguí hacia Misiones.
-¿Y en general, cómo te recibía la gente, los afectados?
-Me abrieron todas las puertas, entré en un centenar de casas. Sólo en una me negaron la entrada, donde poco antes había ido otro periodista y alguna cagada había hecho. Pero en todas las demás casas me pusieron la mejor silla para conversar.
-¿Y todos se dejaron fotografiar?
-La mayoría. En algunos casos tenían cierta inseguridad, y entonces no insistía mucho. Pero fue todo muy fluido, llamativamente fluido. En una situación así, donde encarás un trabajo personal que no es financiado por nadie, dos o tres días en los que te vaya mal, te pueden hacer pegar la vuelta. Yo hice un primer viaje de un mes entero, y la energía que llevás, que manejás, es lo que te permite estar en pie y seguir adelante. Si te va dos o tres días mal, probablemente no vuelvas.
-¿Qué pasó después de aquel primer viaje?
-Volví con ese material que me quemaba las manos. No podía creer lo que había hecho, no podía publicarlo, se lo mostraba a los compañeros, a periodistas, y me decían: “¿Esto qué es? ¿Estás seguro?». Sí, tengo las fotos, ¿por qué no ir a ver lo que pasa?
-¿Y en Página/12?
-Lo fui a ver al director y le mostré lo que había visto. Lo publicaron a costa mía, me dijeron: «Vos te hacés responsable». Después hice otro viaje, casi sin hacer fotos y le pedí a Carlos Rodríguez (periodista de la sección Sociedad del diario) que viniera a ver lo que lo que yo había visto. Estuvimos en Misiones trabajando un caso que para mí era muy claro, el de la familia Gotin, un drama familiar tremendo. Es una chica que por aspirar bromuro de metilio, a los ocho años, terminó internada nueve días. Y ahora que tiene dieciséis, le tienen que hacer un trasplante de riñón y diálisis una vez por semana. Su madre había muerto, su hermana tenía un problema mental muy grave, y el marido tenia un cáncer en el estómago. Todos tenían una afección, y en ese caso estaba muy clara la relación. Fue aspirar el veneno e ir a hospital ese mismo día. Y de ahí una problemática familiar enorme.
-¿Y por qué mientras estuviste con Carlos no hiciste fotos?
-Porque para mi era importante que alguien ponga la palabra. Que alguien pudiera escribir sobre todo eso que yo había visto. Me parecía que era importante tener esa fuerza en los testimonios, y yo estaba muy concentrado en la fotografía. Finalmente, ese trabajo me enseñó a ser productor, fotógrafo, periodista, chofer. Una cantidad de cosas que nunca había tenido la necesidad de hacer. En un periódico te esperan con el espacio para plantar la foto, vas y venís en un taxi que pagan ellos. En este caso era distinto, y el problema era muy grave, tan grave que se había convertido en una causa. Era necesario aunar disciplinas, la escritura, la ciencia, la medicina. Todas las lecturas posibles para darle entidad a un tema que se veía por todos lados, menos en los medios concentrados de información.
-¿Y publicaron algo después de ese viaje?
-No, nunca publicamos nada.
-¿Por qué?
-No sé por qué. Carlos tiene mucho material ahí, podría hacer un libro. Me llamaron de una editorial para hacer uno, y después nos dijeron que no. También me prometieron publicarlo en algún medio local, y al final tampoco. Entonces, cuando ví que nadie publicaba nada, me di cuenta de que la única manera de que tuviera un impacto comunicacional era sacarlo al exterior, y empecé a aplicar a festivales internacionales. Y a cada lugar que aplicaba, o era finalista, o me daban un premio.
«Yo creo que el gran problema, la gran confusión, existe en la distancia y en el destrato con lo sagrado, con la tierra. En el destrato del hombre con el agua y la ruptura de la relación de conciencia entre el hombre y el alimento»
-Y aquellos premios, finalmente, tuvieron rebote acá…
-No les quedó otra. Me lo pidió la Rolling Stone, e hicimos un dossier, y también salió en la revista Crisis. Después, en un gesto muy valiente, Oscar Smoje (el director del Palais de Glace) me dio una sala enorme para exponer. Fue la primera vez que el trabajo se expuso de una manera contundente, en el corazón de Recoleta. Fue un gesto político muy fuerte. No sabés lo que era la inauguración, estaba hasta las manos. En general, a una muestra van mis amigos, familiares, brindamos, nos divertimos. Esto era una cosa… Smoje no lo podía creer. Vinieron los que estaban militando, ellos mismos hicieron una convocatoria. El trabajo tuvo toda una transformación en el camino, que a mí me fue asombrando. Tuvo distintas lecturas. Las fotos se utilizaron para exigir leyes a los diputados, estuvieron en grandes museos contemporáneos como obra, pero también como herramienta para una trasformación, una manifestación, como una pancarta. Hicieron una escultura de una foto, y me escribió una mujer para pintar otra. Suceden cosas que me siguen sorprendiendo.
-¿Seguís fotografiando para el proyecto ?
-No, lo último que hice fue para Le Monde. Estuve ocho días trabajando, recorriendo Córdoba y Entre Rios con una periodista francesa.
-¿Y ya salió el trabajo?
-No, y no sé si va a salir.
-¿Por qué?
-No lo sé. Siempre se juegan cosas importantes en un tema así, ¿no? Pero finalmente creo que se cumplió el propósito, que tenga un alcance, que pueda rebotar acá. La fuerza, comunicacionalmente, era de afuera para adentro. Por la corrupción y la complicidad que hay en los medios hegemónicos en Argentina, la única estrategia posible era esa: que rebote de afuera hacia adentro. Y creo que ha funcionado. Hemos podido hacer un pequeño aporte, pequeño, no sé si útil, pero entre varias disciplinas para poner el tema en discusión. Luego, muchos periodistas han escrito, y hay científicos independientes que están haciendo un trajano enorme, como Damián Marino, de la Universidad de la Plata, que investiga el glifosato y los químicos en los ríos y alimentos; o Damián Verzeñassi, de Rosario, que hace relevamientos sanitarios. Unos esfuerzos enormes, individuales, contra todo el sistema.
Menos de un año atrás, luego de renunciar a Página/12, Pablo comenzó su nueva vida como reportero freelance. Un poco antes, y desde que renunció al diario también, viajó a festivales en Europa, conoció fotógrafos de todo el mundo y el modo en el que se trabaja y produce la fotografía de prensa y documental en el viejo continente.
-¿Cómo es pasar de laburar durante dieciocho años, todos los días en una redacción, a la vida freelance?
-Personalmente, cambia la estructura mental de trabajo, de pensar de que manera trabajar.
-¿Cómo se puede trabajar así en Argentina, si no hay espacios ni dinero para trabajos de largo aliento, de estas características?
-Yo no tengo la solución, pero creo que el fotoperiodismo, y el periodismo en general, es un acto casi romántico. Entonces, si vamos a ser románticos, lo tenemos que hacer en serio. Creo que hay un espacio que está vacío, que es el de contar historias. Investigar, tomarse el tiempo, hay un montón de editores que están esperando eso. No es que no existe el mercado, por ahí no existe en Argentina, no sólo quién te lo financie, sino que no hay espacio para publicar un trabajo de investigación que necesita mínimo ocho páginas. Pero hay muchos editores en el mundo que están ávidos de encontrar una buena historia. Y si invertimos nuestro tiempo, nuestra energía en hacer eso, también la vuelta es proporcional.
-A diferencia de Europa, resulta complicado autofinanciarse en nuestro día a día…
-Se trata de cambiar la lógica. Ponéle, invertís mil dólares. Bueno, en otros medios te pueden pagar eso, y también lo podés publicar en varios medios más. En vez de hacer una nota, la apuesta es más grande. En vez de ir hasta la Plaza de Mayo, tenés que ir a otro lugar. Que además es importante, porque hay un montón de cosas que están en el olvido, que es importante narrar y guardar memoria. A mi me sorprende ver cincuenta fotógrafos apuntando a la misma persona en una plaza, apuntando siempre a lo mismo. Está bien, es necesaria esa memoria inmediata, pero también es necesaria la construcción, la reflexión, el porqué esa persona está en esa plaza reclamando. Ir al origen del problema. No dónde se manifiesta, en el tono mas alto, en el grito, sino contar que está sucediendo. Y contar que está sucediendo no es el grito. Lo que está sucediendo es en las casas, en la cotidianeidad de los asuntos, y nosotros no tenemos esa costumbre en el fotoperiodismo argentino. No está inserta dentro nuestro, tenemos que motorizarla, tenemos que hacer un gran esfuerzo. Yo tuve que hacer un gran esfuerzo para pensar de otra manera y para actuar de otra manera.
-Y acá, como tenemos que sobrevivir día a día, cuesta modificar esa mentalidad…
-Sí. Acá nos cuesta todo mucho más, y además, con un destino incierto. Podés jugarte a hacer todo eso y que no pase nada. Qué sé yo, vivimos en el culo del mundo, pero también tenemos algo a favor, el mundo está conectado y tu trabajo se lo podés mostrar a quien quieras. Y es valorado cuando es bueno. Creo que la mayor responsabilidad es tener el esfuerzo y dedicación necesaria. Porque sí, es cierto, no hay recursos para hacerlo, es romántico esto. Es un delirio en un punto, pero bueno, tenés que creer realmente en lo que hacés. Si dudaste un poquito, te corrés.