En unos días estarán cerrando los trimestres y cada escuela deberá resolver aquello que, aunque con problemas y renovaciones, se practica desde hace más de 100 años: calificar y definir una nota para cada estudiante. La pandemia, el cierre de las aulas y la posterior reversión de una educación a través de pantallas o dispositivos tecnológicos de diversa complejidad traen muchas preguntas y dudas: debates que surgieron en torno a la educación no presencial, a la educación en tiempos de excepcionalidad y a cómo seguir. El ministerio de Educación, que en principio puso el foco en abrir canales de difusión de contenidos por fuera del vínculo tradicional de las escuelas y docentes con estudiantes -a través de medios de comunicación- tomó la decisión de suspender la calificación numérica para el primer cuatrimestre o semestre, hasta que los estudiantes retornen a las escuelas.
A través de zoom -la plataforma que emergió como la garante de la escolaridad alrededor del mundo- Rebeca Anijovich, Especialista y Magíster en Formación de Formadores (UBA), reconocida en formación docente y en materia de evaluación, conversó con Revista Almagro a partir de la publicación de su último libro El sentido de la escuela secundaria (Paidós 2020) y dejó algunas ideas sobre el sentido de la educación en tiempos de pandemia.
-Pensando en la coyuntura, es época de calificar, evaluar, cerrar trimestres ¿cómo se trabaja la evaluación en este nuevo contexto?
-Con las nuevas definiciones del Ministerio sobre no calificar, creo que es momento de hacer mucha evaluación formativa. Es momento de acompañar a los chicos, tener en claro que no va a ser como la evaluación presencial. Hubo todo un debate y hay un tema en estos días que está vinculado a las tareas que les mandan a los chicos a las casas. Lo importante es que, de todo eso, uno debería poder elegir evidencia de que el alumno con esa tarea está entendiendo o aprendiendo. Y con eso hacer una selección para certificar. Otra idea es alimentar la autoevaluación y trabajar evaluación entre pares. Para todo eso, hay que transparentar los criterios de evaluación, que los alumnos sepan qué importa mirar de sus producciones. Que puedan ver si en sus trabajos hay evidencia de realizar aquello que se les pide. Y previo a eso, claro, enseñar esas capacidades que luego estamos requiriendo.
“No todo es Zoom y videollamada, es injusto pensar la evaluación como si todos tuvieran las mismas condiciones”.
-¿Es algo que está en debate entre especialistas?
-Hay discusiones en toda Latinoamérica planteando que ahora sólo haya aprobado o desaprobado, en vez de números, y luego cuando se regrese a la escuela se chequee de otra manera la comprensión y aprendizajes. Lo que tenemos que tener claro es que de ninguna manera se va a recuperar el tiempo perdido, no creo que sea pensable siquiera, en términos de certificación. Lo que sí se hace necesario es juntar algunas evidencias para ir chequeando el aprendizaje. Esas evidencias pueden ser del modo que sea, digital, analógico, porque vivimos en un país muy desigual en ese aspecto también. No todo es Zoom y videollamada, es injusto pensar la evaluación como si todos tuvieran las mismas condiciones. Uno debe dar cuenta responsablemente de cómo los estudiantes están aprendiendo. No se puede enseñar la misma cantidad de contenidos que en modo presencial, hay que sacárselo de la cabeza, hay que priorizar y seleccionar contenidos.
-Ahí entra en juego el debate que tuvo mucha relevancia sobre si es posible pretender o simular cierta normalidad o no…
-Absolutamente. Hay que hacer un recorte. Y debe ayudarse desde las políticas públicas, no es una cuestión individual, más allá de que cada escuela pueda pensar y reflexionar en cada caso qué sentido tiene en este contexto enseñar tal o cual contenido. Incluso podría hacerse un gran trabajo abordando multidisciplinariamente el coronavirus en todo el secundario y hacer tareas con eso sobre sociales, física, naturales, matemática, de todo. No hay que repetir el cronograma presencial previo.
-En tu último libro, precisamente, te preguntabas por el sentido de la escuela secundaria y los aprendizajes significativos. ¿Qué es un aprendizaje significativo en este contexto?
-Si bien la coyuntura tiene particularidades, la pregunta la haría general de todos modos. Nuestra preocupación (NdR: coescribió el libro junto a la especialista y magister en Didáctica Graciela Cappeletti) era la cantidad de chicos que no terminan la secundaria. Los niveles de injusticia educativa, curricular, fue la primera pregunta origen del libro. La segunda es el sentido de la enseñanza hoy: ¿qué vale la pena enseñar hoy y cómo? Y eso lo sigo sosteniendo. Con otro contexto, a distancia, pero la pregunta insiste: ¿qué tiene sentido enseñar y cómo? Veo que hay docentes en el ámbito superior que usan Zoom para hablar tres horas como si estuviesen presencialmente, pero eso no tiene sentido, a la vez que no tiene sentido desaparecer. Lo veo en mis clases de maestría, con gente grande, que los propios estudiantes piden esa presencia por videoconferencia. Porque existe esa necesidad de contacto. El sentido de la clase es la propuesta, que sería el para qué de lo que hacemos, pero también es crucial el contacto. Y ese sentido tenemos que tratar de mantenerlo como sea, más allá de las posibilidades tecnológicas de cada contexto.
“Podría hacerse un gran trabajo abordando multidisciplinariamente el coronavirus en todo el secundario y hacer tareas con eso sobre sociales, física, naturales, matemática, de todo”.
-En el libro aparece mucho la educación en la diversidad y la heterogeneidad, pero los valores que circulan por fuera de la escuela muchas veces entran en contradicción: más discriminación, más ver al otro como problema… ¿cómo conciliar esa tensión?
-La escuela es contracultural en muchos sentidos. El mundo te dice ‘llame ya’ y la escuela te dice que el aprendizaje es lento, es un proceso y va a durar años. Tenemos algo de contracultural y de resistencia, también. Frente a todas las críticas que la gente le hace, la escuela sigue siendo el lugar de resistencia, donde los chicos reciben contención, donde nos encontramos, donde se siguen haciendo propuestas, se cuida a los chicos, se cuida a los maestros. Convivimos con las contradicciones. Lo que sí debería pasar es que la escuela mire qué hace ese alumno fuera de la escuela, sus hábitos culturales, para tender un puente entre los propósitos de la escuela y la enseñanza, con lo que ellos traen a la escuela. Un ejemplo trivial: no podemos imaginarlos dos horas sentados prestando atención. Entonces hay que ver cómo ganarse el lugar para que el docente pueda decir y guiar el aprendizaje y, a la vez, que los chicos sean protagonistas de sus propios procesos. Hay que estar viendo con qué vienen, qué aprendizajes hacen fuera de la escuela: la pregunta guía todo el tiempo debería ser: ‘¿qué se perdió un alumno que no vino hoy a mi clase?’ Tienen que suceder cosas de tal modo que, si un estudiante no vino, de verdad se perdió algo. El sentido es pensar qué vale la pena que suceda en la escuela, qué vale la pena en términos de ese ciudadano que estamos intentando formar para que sea solidario, que pueda trabajar con otros, ayudar a resolver problemas, a entenderlos mejor, que no sea prejuicioso. Todo esto es un aprendizaje significativo, pero todo esto requiere contenidos también. No es que les digo que sean reflexivos y para eso se sientan como El Pensador de Rodin, y reflexionan y ya.
“La escuela es contracultural en muchos sentidos. El mundo te dice ‘llame ya’ y la escuela te dice que el aprendizaje es lento, es un proceso y va a durar años”.
-¿Hay una disputa entre escuela y mercado por definir esas capacidades o habilidades que deben aprender los estudiantes?
-Lo que hay son capacidades centrales, pero son todas capacidades generales y de ahí parten las definiciones. Hay muchas listas de capacidades. Y los ministerios tienen su palabra y definen. A mí más que la definición de las políticas públicas me preocupa cómo llega eso a cada aula. Porque ¿quién va a estar en contra de la capacidad de colaboración o reflexión? No genera discusiones. La pregunta es cómo se hace para desarrollar esa capacidad en cada contexto. Lo más importante está ahí: cómo se enseñan esas capacidades, quién las enseña, si el que las enseña no las tiene desarrolladas, ¿cómo se enseña en la formación docente? ¿cómo se practica? Definiciones hay, pero tenemos que ver cómo las llevamos al aula.
-Retomo el tema de la evaluación porque es el debate que sigue estos días. ¿La evaluación selecciona, define trayectorias, qué rol tiene?
-Esa mirada selectiva y jerarquizadora de la evaluación es un enfoque más tradicional, que no quiere decir que no se sostenga en ciertos espacios, pero hoy muchos abordamos la evaluación desde una perspectiva más formativa, de mirarla desde un acompañamiento a un estudiante para que aprenda mejor, para que tome conciencia de fortalezas y debilidades, para que desarrolle autonomías en términos de regular sus propios procesos de aprendizaje. Eso mira distinto a la evaluación. Ahora, eso no quiere decir que todos hayan tomado esta mirada. Conviven, como decía (Philippe) Perrenoud, dos lógicas: la certificativa y la formativa. Hay algunas confusiones, porque hay un proceso en la evaluación que tiene que ver con poder certificar que determinado alumno logra determinados aprendizajes, pero ahora sin este modelo de evaluación, deberíamos poner más energía en la evaluación formativa, para que el estudiante se dé cuenta de lo que sabe y lo que no, hacer retroalimentación, evaluación entre pares.
“El sentido es pensar qué vale la pena que suceda en la escuela, en términos de ese ciudadano que estamos intentando formar para que sea solidario, que pueda trabajar con otros, ayudar a resolver problemas, a entenderlos mejor, que no sea prejuicioso”.
-Desde una perspectiva de la evaluación como oportunidad, a veces es más aceptado este tipo de evaluaciones en el aula, pero cuesta más pensarlo en términos docentes o de sistema…
-Porque son funciones diferentes. Cuando un país decide evaluar para saber dónde está parado busca recoger información para decidir políticas públicas, entonces es un corte que se hace y se observa en qué momento estamos en Argentina en relación al aprendizaje de matemática, por ejemplo. Y ahí sí entra en juego el instrumento, qué preguntás, cómo diseñás una herramienta válida y confiable para saber dónde estás parado. El problema es que se mezclan las funciones, entonces cuando se toman evaluaciones de sistema se toman los resultados para tomar y señalar que una escuela determinada es mala o que un alumno es malo. Y debiera ser tomado como una foto que te permita mirar cómo está cada escuela en relación a la foto general y esa información usarla para pensar la escuela, los docentes. No como castigo, pero las conclusiones muchas veces se extrapolan. Una cosa es la evaluación en el aula y otra es la institucional. Y otra función de la evaluación es la comparación, como con las PISA, pero que no son para ir a castigar a docentes. No le quita valor a la evaluación en sí, pero trae polémicas, porque cabe la pregunta: ¿comparar quién con quién? ¿Es igual la condición material y socioeconómica aquí y en Finlandia, en India o China?
– ¿Y cuál sería la utilidad?
-Es un buen ejercicio porque permite aprender cosas de diferentes lugares, pero no es para hacer algo punitivo. Es para ver con nuestras condiciones qué niveles de aprendizaje cumplimos, y ver qué cosas de otros lugares nos puede servir. Es un ejercicio de mirar otras realidades para pensar mejor en nosotros mismos, pero no para decir que somos mejores o peores que otros. Podríamos tomar algo de ese dato interesante y ver: ¿hay algo bueno en otro país que podríamos hacer? Porque hay cosas que son mejores y otras que no. Ese análisis no me interesa, prefiero mirar si están haciendo otras prácticas que tienen fundamentos y sentidos que nos parecen útiles, entonces traigo esa práctica y la reviso para adaptarla a mi contexto.