Ilustraciones: Florencia Huerga
Son las diez de la mañana en punto de un martes de primavera. Volodymyr Hlavadskyy está sentado en una mesa del bar El Federal, en San Telmo, mirando alternadamente la puerta y su reloj, con los codos apoyados en sus rodillas. Ninguno de los parroquianos podría imaginarse que este hombre fornido de ojos celestes cristalinos, que viste una remera negra ajustada con el logo blanco del Teatro Colón bordado en el pecho, fue jefe de sastrería en una división del ejército soviético, colaborador de la KGB y uno de los tantos afectados por la explosión de la central nuclear Chernobyl.
“La historia mía no es para complacer a nadie”, advierte antes de arrancar. Esta es la primera vez que se decide a compartir su vida, tan deslumbrante como dolorosa, atravesada por los cambios políticos más importantes del Siglo XX. “Cada vida merece ser contada”, dice.
Vladimir (su nombre castellanizado) nació el 20 de diciembre de 1958 en Kirovhrad, una ciudad ubicada en el centro de Ucrania, a orillas del río Inhul, que ya no existe con ese nombre. Ahora se llama Kropyvnytskyi, en honor a un actor y dramaturgo que estableció allí la primera compañía teatral, en 1883. Pero mientras Vladimir vivió en aquella ciudad, poco y nada tuvo que ver con el mundo del teatro al que accedió recién 48 años después cuando ya estaba en la Argentina. En el medio, tuvo una vida casi fantástica signada por el desmoronamiento del comunismo soviético y todo su universo de valores, que lo llevó a apoyarse en la religión y finalmente al exilio en un país del que sólo había oído dos cosas: Maradona y Patagonia.
En el año 2006, Vladimir trabajaba como albañil. Estaba colocando una membrana en el techo de un restaurante en la esquina de Medrano y Córdoba. Hacía calor y bajó para refrescarse y descansar un rato. Agarró un diario Clarín y vio un aviso del Teatro Colón en el que pedían un ayudante para sastrería. “Yo ni sabía qué era ese lugar”, dice. Armó un currículum en un ciber y se mandó. Desde entonces, es uno de los sastres del principal teatro argentino y todas y cada una de las óperas tienen alguna prenda confeccionada por él. ¿Sabrá alguno de los tantos famosos cantantes que pisaron el escenario del Colón que vistieron prendas de un sastre soviético?
“Mi infancia fue muy triste. Padre se dedicaba al trabajo y madre a tomar. Fue una enfermedad crónica, la internamos tres veces y no hubo caso. Había mucha influencia de abuela, pero no importa”, cuenta Vladimir. Su padre, Ignat, había sido soldado en la Segunda Guerra Mundial y tenía dos heridas que llevaba con orgullo.
– ¿Cómo era la vida en la Unión Soviética? – No se puede imaginarla. Fue otro mundo. Es muy difícil entender… yo tengo este peso de memoria. Hay una cosa curiosa. Con todas las cosas malas que tenía la idea comunista, había un código constructor de comunismo que estaba basado sobre diez mandamientos que están en la Biblia. La idea fue perfecta, más que perfecta, pero quién puede realizarla… ¿el ser humano imperfecto? No se puede. El hombre está dominando al hombre para perjuicio suyo, no para beneficio.
– ¿No funcionaba en la realidad? – No, no, no. Vos veías ropa de los chicos de aquella época: los colores eran marrón y gris. Así estaba país. No faltaba comida, conseguías trabajo y un departamento. Comprar coche y tener vacaciones. Pero era un círculo gris, no entraba información y tampoco podías salir. Adentro de la olla, decías “mamita, estamos mejor que todos”. Los pobres negros allá en Estados Unidos… no había comparación.
– ¿Tu papá apoyaba? – Fue recontra… patriota. Hasta el último hueso. Imaginate ganar en la guerra a una máquina como Alemania, con precio muy caro: 22 millones de muertos. Es impresionante. No sabíamos que Stalin había sido un asesino, en la guerra iban con dos palabras: por la patria y por Stalin. Claro, los usaban. Eran carne de cañón. Por favor.
– ¿Y vos apoyabas? – Muchísimo. Yo pensaba que era lo mejor. Colaboraba con KGB porque fui sastre militar… el tercer día en que entré en cargo, vino el jefe… había KGB civil y militar, en tropas. Vino el jefe de regimiento y me dijo: “Vladimir, por tu cargo sí o sí tenés que colaborar”. Y yo con mucho gusto, por favor.
Antes de convertirse –casi fortuitamente- en sastre, Vladimir intentó ingresar a la Universidad de Comercio y atravesó una tormentosa experiencia en el servicio militar. Por entonces, cuenta, los soldados usaban unas botas de cuero con una “franela que daba vuelta a los pies”. La protección era escasa y rápidamente la ampolla transmutaba en carne viva. “Había un ejercicio táctico en el campo y yo no podía ni caminar”, recuerda.
– ¿Y entonces qué pasó? – Los muchachos de mi regimiento me dicen: “Vladimir, quedate con cosas de utilería, que nosotros así terminamos ejercicio y venimos a buscarte”. Vino sargento de otro regimiento y me pidió unas palas, pero nunca las devolvió. Entonces mi sargento me acusa de que yo me había dormido y que me habían robado. Por este error entre comillas mío, chicos de mi regimiento tenían que sufrir una consecuencia. Los sacaron a la plaza en tiempo libre para practicar caminata militar. A la noche ellos me levantaron, me metieron en el baño y me dieron una paliza bárbara, con bronca. Yo entendía perfectamente, pero la injusticia me hizo un click: “Yo hago todo lo posible para salir del servicio militar”.
– ¿Qué hiciste? – Me corté las venas, pero cerca del hospital para no morir. Entonces me agarraron y me mandaron a un hospital militar de Kiev, pero en el pabellón de psiquiatría. Como yo no quería decir que había sido a propósito, me pusieron una medicación que se llama sulfazinc. Es una obra del diablo… es un óleo de durazno con azufre, que te inyectan. Te hace sufrir fiebre, de 40 para arriba. Te paraliza.
– ¿Por qué te hicieron eso? – Fue un castigo. Me consideraban un desertor. Me dieron 18 inyecciones… y al fin y al cabo me secaron cartílagos. Ahora me tengo que operar la cadera… es todo consecuencia de eso. Siempre me costó levantar pierna derecha. Ahora tengo tres hernias de disco. El sulfazinc lo inventaron los alemanes para frenar la sífilis. Los rusos la llevaban como un castigo, en psiquiatría. En el año 83 fue prohibido en Rusia por el ministro de Salud como terapia de shock.
– ¿Qué hiciste cuando saliste del psiquiátrico? – Volví a la casa de mis padres. Y un día vi en el diario un aviso de la escuela de sastre donde tenían prioridad hombres con el servicio militar. Entonces fui. Imaginate un grupo de 30 personas, tres hombres. No tenía ni la mínima idea, para mí agarrar una aguja con hilo…
“Yo pensaba que la Unión Soviética era lo mejor. Colaboraba con KGB porque fui sastre militar”
– ¿No te gustaba la sastrería? – ¡No! Tenía que meterme en algún lado para no perder años. Cuando había teoría me encantaba, pero prácticos, no. Me iba a romper ladrillos, jugaba al ping pong… compraba chocolates a las chicas para que me hicieran trabajos prácticos. Entonces me caso.
– Encima estaba lleno de chicas ahí. – ¡Uff! Era un gallo en el gallinero. Para salir de esa situación, me casé con Luva. Poco después nació mi hijo, Oleg. Y me dieron una beca del gobierno. Después vienen de una sastrería militar, el director, y dice que necesitaban por tres años a un trabajador. También daban una beca y era el doble que la otra beca que tenía. Así que con tres becas ya tenía un sueldo como un trabajador. Entonces me dieron la posibilidad de pasar a una escuela superior de sastrería militar en Moscú. Terminé y me mandaron como jefe de sastrería militar a Alexandría, a 80 kilómetros de Kirovgrad.
Vladimir tenía 25 años y era parte de la cúpula de Alexandría. Su vida había cambiado para bien y su orgullo y vanidad, dice, estaban muy altos. Pero se peleó con su jefe, al que había descubierto haciendo “tramoyas”. “El gremio único nos daba cubierta para los coches a precio más barato y él las revendía a conocidos”, explica. Vladimir lo denunció y pidió que lo trasladaran a República Checa. Quería irse de Ucrania.
– ¿Cómo fue salir del país? – Fue el tiempo mejor de mi vida, de mi familia… yo estaba en Eslovaquia. Hay una ciudad que estaba cerca del regimiento que se llama Banska Bystrica y donde yo trabajaba se llamaba Zvolen… es una cosa… como si fuera parte de Suiza… hermosa. A veces me meto para ver sólo fotos, me hace, me hace…
– ¿Bien? – Sí. Yo tenía contrato por cuatro años, pero cae Muro de Berlín. Y fue muy duro. Se cambió relaciones con eslovacos de un momento a otro.
La noche del jueves 9 de noviembre de 1989, el Muro de Berlín cayó y marcó el fin de una época. Vladimir estaba, al día siguiente, en un auto junto a su esposa Luva yendo hacia un puesto militar ruso a 30 kilómetros de Praga. “Yo le decía: ‘¡Si ahora te sueltas unas palabras en ruso, nos van a despedazar!´. Había mucho neonazi dando vuelta que había venido de Austria.” Vladimir y su familia quedaron varados en Eslovaquia, amparados en un acuerdo para el retiro paulatino de las tropas rusas. Durante la noche no podían salir, vivían custodiados por torres militares.
“La URSS era un círculo gris, no entraba información y tampoco salía. Adentro de la olla, decías ´mamita, estamos mejor que todos´. Los pobres negros allá en Estados Unidos… no había comparación”
Dos años después, en 1991, lograron volver a Kirovhrad. “Y… ¡mama mía! Ya no podía reconocer nada. Fueron años muy difíciles, había mucha decadencia moral”, recuerda.
La cosa se complicó aún más cuando Vladimir se enteró de que tenía leucemia. “Fue por Chernobyl”, asegura.
– ¿Pero cómo te cruzaste con Chernobyl? La explosión fue en el 86 y vos estabas en Alexandria. – Fue muy interesante. Mirá, fue un partido entre Spartak Moscú y el Dynamo Kiev, en Kiev, que está como a 200 kilómetros de Alexandría. Yo tenía coche y fuimos con amigo. El 29 de abril fue el partido que fui a ver y el 3 de mayo fue anuncio oficial. Fue una cosa tan inhumana, tan fea. ¡Nadie sabía qué había pasado! El aviso oficial fue después de cinco días… Kiev estaba a 127 km de Chernobyl. Yo gritaba y gritaba porque ganamos 3 a 1.
– ¿Hincha de? Del Dynamo, ¡por favor!
– Volvamos a tu regreso a Kirovhrad con la Unión Soviética desintegrada, ¿cómo reorganizaste tu vida? – Empecé a trabajar de nuevo en la sastrería militar, pero no había tanto trabajo y el sueldo no servía para nada. Yo no salía al mediodía para almorzar así hacía algún trabajo para la casa. Atrás mío había un judío, al que visitaban testigos de Jehová. Como yo no tenía nada que hacer, miraba la revista pero estaba cerrado como nene mirando dibujos. Entonces vino un señor y me dijo que necesitaba un traje a medida. Me preguntó si me interesaba la revista y empezó a predicarme. Yo, por respeto, escuché.
– ¿Vos pensabas que eran espías? – Yo estaba desilusionado con lo que había pasado con régimen. Y con KGB también pasó una cosa que me mató. Me vendieron.
La escena que Vladimir relata bien podría formar parte de uno de los tantos films sobre espías rusos. Como parte de su actividad en la KGB, estaba siguiéndole los pasos a un tal Rudik, traficante de armas. Al parecer Rudik había sido detenido en República Checa con monedas de oro y registros de conducción truchos. “Le había vendido a un comerciante un arma y diamantes, y éste comerciante colaboraba con la KGB”, relata. Después de que lo largaran, Rudik lo invitó a Vladimir al sótano de su bar. “Entonces él me dice ‘¿Cómo andas? ¿Sabés lo que siente una persona cuando le ponen una bolsa de plástico en la cabeza? ¿Cómo se te revientan los pulmones?’.”
Vladimir pensó que había llegado su hora. Su espiado le contó entonces que su jefe de la KGB lo había vendido por un televisor japonés, que venía integrado con una videograbadora. “Entonces estamos en este bar, está barman, está Rudik y estoy yo. Pienso ‘chau, no me salvo de acá, me va a pegar un tiro´. Pero me perdonó.”
“Estaba desilusionado con lo que había pasado con régimen. Y con KGB también pasó una cosa que me mató. Me vendieron”
– ¿Por qué? – Todavía no lo sé. Pero me hizo tan mal. Yo pensaba que no había instituto más noble, dedicado y no corrupto que la KGB en la estructura del país. Entonces si estos también se vendían… ya no quería saber nada con ellos, les corté. Lo único que me decían era que por cinco años por lo menos no abriera la boca a nadie.
– ¿Nunca más te cruzaste con alguno de la KGB? – Una vez antes de venir a la Argentina. Me encontré con jefe cuando volvía de reunión. Este que me decía que los Testigos de Jehová eran espías de Estados Unidos. Era Coronel de Reserva. Le conté que era Testigo de Jehová y sólo me dijo “muy buena religión” y se fue.
Con la Unión Soviética desintegrada, no sólo un sistema de había desmoronado. La vida cotidiana de millones de personas cambió para siempre. El trabajo, la familia, los amigos, los referentes sociales, la cultura. Todo sucumbió rápida y ferozmente. Vladimir dice que la gente se había “acostumbrado a salir cada día a trabajar a una fábrica metalúrgica, cumplir con horarios pero la fábrica se cerró y se terminó la vida”. “Vender, no sabe. Imaginate una feria, donde hay filas de puestos: primera fila, abogados, segunda fila, maestros. Vendiendo y revendiendo. No había trabajo, nada. Fue un desastre”, recuerda.
En 1995, la vida de Vladimir estaba a punto de volcar. Estaba mal de la leucemia, le costaba levantarse de la cama; apenas tenía trabajo y se había separado de su mujer, Luva. “Cuando yo empecé a estudiar la Biblia, para ella fue un shock. Yo ya no participaba en cosas sociales, como el chupi, cumpleaños, año nuevo. Cambié mucho como esposo. El último año, me mudé a la casa de mi papá, Ignat. Me sentía muy muy solo. Mis amigos me consideraban un loco, los parientes también. Estaba desesperado por irme. Ya estaba listo preparado para emigrar”.
– ¿Y por qué viniste a la Argentina? – Era el único país al que podía entrar con visa laboral legalmente.
– ¿Cuándo llegaste? – El 21 de noviembre de 1997. Mi hijo me acompañó hasta el aeropuerto de Kiev y yo le prometí que lo primero que iba a hacer era sacarlo del país. Él ya estaba para el servicio militar y yo no quería que fuera.
– ¿No venías con ningún contacto? – No. Primeros tres años fueron muy duros. Vine con deuda, pedí un préstamo para pasajes. Nadie sabía cómo vivía yo acá. Allá pensaban que, como mandaba plata, estaba triunfando en la vida. Trabajé en condiciones que no existen, me parece. Como los esclavos que vinieron del África.
Antes de estabilizar su vida en torno a su trabajo en el Teatro Colón, Vladimir la pasó muy mal. Tres meses después de llegar a la Argentina, estaba sin dinero y sin trabajo. Un paisano suyo le pasó el dato de que unos armenios estaban buscando a alguien que hablara ruso para trabajar en una verdulería, en Villa Crespo. Vladimir vivía en un hotel, en México y Jujuy, pero ya no tenía ni para pagar por su habitación. El armenio le dijo que podía quedarse en la verdulería. Dormía entre los cajones, no pagaba alquiler, pero su régimen de trabajo era extenuante: arrancaba a las tres y media de la madrugada, descansaba dos horas entre las tres y cinco de la tarde y terminaba a las diez y media de la noche. Sin francos.
En esas condiciones aguantó ocho meses en los que pudo juntar la plata para pagarle el pasaje a Oleg y cubrir sus deudas. En la verdulería conoció a un chileno, Manuel, que le ofreció ser pintor en una cuadrilla que trabajaba con arreglos en casas. “Nunca había pintado nada. En el primer trabajo tenía que pintar una escalera metálica, como no tenía experiencia, chorreaba la pintura. Los muchachos se mataban de risa”, cuenta.
En 2001 conoció a Mirta, una empleada doméstica de Misiones, y se volvió a casar. Luego llegó el Colón y la planificación de una vida anclada en la Argentina, de donde no piensa irse.
– Vladimir, ¿nunca volviste a tu tierra? No, y no quiero. Mi padre falleció, mi hermano falleció.
– ¿No te da intriga volver? – No, porque no voy a encontrar lo que dejé allá. Y menos voy a encontrar cosas que apreciaba antes. Se fue. Hay que ser realista, vivir en presente y futuro.