Texto: Julio De Bonis con la colaboración de Martín Robbio
Corre el año 72 en Buenos Aires y en el escenario del teatro Regina, la relatividad del tiempo, que vuelve efímero lo agradable, da velocidad crucero a un show. En el escenario, Amelita Baltar, con sus piernas de seda y su voz intrusa en un mundo de machos, estrena “El Gordo Triste”, una de las mejores poesías de Horacio Ferrer y una de las tantas genialidades musicales de Piazzolla, que rinde tributo al maestro Aníbal Troilo. El homenajeado escucha atento desde la tercera fila junto a su mujer Zita, una presión extra para la joven cantante. Al sonar los últimos acordes, el sinónimo gordo del bandoneón impulsa sus pies y, levantando los codos para lograr estabilidad, lleva su mano en forma de montoncito a la boca para empezar a lanzar besos. “Gracias gato, gracias nena”, les repite a Astor y a Amelita.
La anécdota es narrada en el invierno del 2016 por la mujer que hacía suspirar a todos: Amelita Baltar, una de las últimas sobrevivientes del arrabal criollo musical. En el estudio que tiene en su departamento de Recoleta, el barrio del que nunca se mudó, Amelita recibe al cronista, y a su amigo Martín Robbio, quien la ha acompañado en el piano durante varios de sus shows recientes. A la fórmula de la confianza se agregan varios vinos para que decante mejor la conversación. En la sesión fotográfica previa se desnudan realidades: Amelita, a sus 76 años, juega con su pelo como una veinteañera y sonríe a la cámara con la confianza de quien supo ser dueña de los flashes. Las arrugas delatan la edad, la actitud no se negocia. El cronista compró dos Malbec.
-Siempre escucho en las entrevistas que hablás del Malbec, supuse que es tu cepa preferida.
-No, es porque tiene charme, en realidad, me da lo mismo cualquier otra, pero suena mejor decir malbec.
Primer vino
La conversación dirigida, tras servir los primeros vasos, arranca en los años sesenta. Amelita entonces era una joven que vivía con su adorada madre y su padre alcohólico en Recoleta. “Vivía bien en una casa que no estaba bien por la adicción de mi padre, que en ese momento no era vista así… para la gente, él era un borrachín. Igual nos divertíamos mucho, con mamá y él nos quedábamos escuchando la radio hasta tarde y nos matábamos a carcajadas. Papá tenía mucho de lo que tengo yo, esa cosa jodona”, dice invirtiendo la lógica hereditaria.
En la plenitud de sus veintiún años, la lista de pretendientes no escaseaba y Amelita entendió que elegir a uno podía significar un anhelo: salir de su hogar. Se puso de novia con Alfredo Garrido, se casó en 1963 y tuvo su primer hijo: Mariano. Los senderos de la época auguraban una vida de familia numerosa y de primer y último amor. No eran sus planes.
-¿Se sorprendieron en tu familia por la separación, que no era algo tan común en ese entonces?
-No, porque ya sabían que me había casado para irme de mi casa, no estaba enamorada.
-¿Y él estaba enamorado?
-Él moría por mí, le hice mucho daño, tuvo que ir a un psiquiatra, y me siguió llamando después. Tanto jodió que salí de nuevo y sentí como si alguien me estuviera pagando por sexo, me quedó un gusto de amargo en la boca por aceptar.
«(Piazzolla) Era un señor con barriguita, con entradas. ¡Vestía para el orto! Usaba pantalones cuadrillé con saco cuadrillé y camisa rayada: terrible.»
-Tu historial indica que eras de despertar pasiones fuertes.
-Fui muy amada, amada, amada… ¡Y nunca me metieron los cuernos! ¡Nadie! ¡Morían por mí! Astor moría, Alfredo ni hablar, Ronnie (el padre de su segundo hijo) también y muchos otros…
Volvió al hogar materno para vivir el deceso paterno: a los 51 años, su padre, pasaría sus últimos días tirado en su cama. Su muerte, anunciada y silenciosa, fue en parte un alivio para la atractiva madre soltera, que lejos de respetar tradiciones de duelos de antaño, estaba abocada a su carrera de cantante de folclore. “Iba del norte al sur con mi guitarra, cantando la misma canción de mierda, porque era la única que me pedían”. El tema era Si la viera pasar, su letra combinada con las minifaldas de Amelita aceleraban pulsos sanguíneos. “Era una canción muy pajera, siempre tocaba al aire libre y dos veces me tuvieron que sacar antes porque los morochos se me venían encima”. Sobraban candidatos y se sumó Astor Piazzolla, que le llevaba 20 años y cuya primera imagen no resultó muy seductora.
-Era un señor con barriguita, con entradas. ¡Vestía para el orto! Usaba pantalones cuadrillé con saco cuadrillé y camisa rayada: terrible.
-¿Y cómo el señor de la barriguita termina siendo tu pareja?
-¡De pedo! Cuando salía con él, estaba con un pendejo que decirte actor de cine es poco, divino. Pasaron cinco meses, tuvo que remar el Titanic. Me invitaba a ver películas, a cócteles en la embajada de Estados Unidos, me invitaba un whisky a la casa.
-¿El whisky fue la clave para vencer la resistencia?
-Y… Fueron varios y dije buenoooo, vamooooo.
-¿Y cómo resultó?
-Fue… fue interesante…-recuerda con una mueca pícara- eso sí, hubo que enseñarle todo. No sé cómo ese hombre llegó a vivir a los cuarenta y siete años sin saber hacer nada de nada. Te besaba así (lleva el puño cerrado a su boca para mostrar) y había tenido dos hijos, pero nada.
«El enamoramiento te puede durar tres meses, esa calentura, esa cosa. En cambio cuando vos querés se puede mantener la cosa, si se tiene buena higiene de conversación.»
-¿No tenía un mango?
-Nooo, había vendido el auto… después se compró un fitito, que se quedaba cada vez que íbamos a San Antonio de Areco… ¡Tuve una paciencia!
Esa paciencia suena exagerada, ya que rápidamente llegaron los éxitos y la posibilidad de vivir en Roma, teniendo que dejar a su pequeño hijo Mariano en Buenos Aires. “Fue una decisión difícil, pero el padre me pidió que se fuera a vivir con él y no me podía negar. Él estaba en pareja con una siniestra bruja, yo no sé por qué siempre se van de mí a lo peor.”
-Me imagino que para lanzarte al viaje debías estar muy enamorada.
-Cortala con lo del enamoramiento, el enamoramiento te puede durar tres meses, esa calentura, esa cosa. En cambio cuando vos querés se puede mantener la cosa, si se tiene buena higiene de conversación. Al principio me embalé mucho con Astor, después estaba todo bien, aunque me hizo alguna cagada y seguimos en una relación, él re enamorado de mí y yo normal.
-Parece una tendencia en tus amores.
-Sí, me aburro. ¿Sabés lo que es acostarte todas las noches en la cama con alguien que te aburre? ¡Ay tengo fríos en los pies! Bueno, ¿Querés que te de la bolsa de agua caliente?
Las gargantas están secas, la solución está al alcance de la mano: un sacacorchos.
Segundo vino
En Medianoche en París- la película- Woody Allen sueña un París donde conviven grandes intelectuales, escritores y artistas, de Picasso a Hemingway. En Roma, Amelita y Astor tuvieron la versión de la ficción a la criolla. Vivían a la vuelta de Piazza Novana, a una cuadra de la lujosa calle de los anticuarios. Salían a comer con el escritor y dramaturgo, Mario Trejo, conocieron a Julio Cortázar y se escondieron en más de una oportunidad tras las persianas para evitar la visita del boxeador Ringo Bonavena, que si bien se llevaba muy bien con Astor, tenía ciertos modales difíciles de sobrellevar.
-Pasaba media hora tocando la puerta y no se iba, si le abríamos se quedaba a vivir y encima después arrancaba con sus guasadas, que eran insoportables. Un día fuimos a comer a Porta Prima, con mamá, Nonina y Astor… Y Ringo arrancó: “No sabés, cuando me fifo una mina acaba 4 o 5 veces”. Nosotras no sabíamos en dónde meternos.
La trama cotidiana desnuda a un Piazzolla jodón, característica que su ex pareja analiza con mirada freudiana: “Nosotros teníamos un elástico en el suelo, nunca tuvimos cama. Un día después de un show, él se acostó y se hizo el dormido, me fui a limpiar la cara, los ojos, los dedos, la nariz… Me voy acostar, meto las patas, siento algo y pego un grito. Él se reía como loco. ¡Que te re parió! ¿No estás dormido, no? Me había metido un cepillo del brushing y se cagaba de la risa. Le encantaba hacer bromas. Creció tanto en la genialidad que Dios le había dado que no tuvo tiempo en elaborar su adolescencia”.
-¿Cómo era la relación arriba del escenario?
-Era un músico más, me cagaba a pedos, después viste que uno de pronto canta y quiere hacer un silencio y avanza, o de pronto se adelanta un poquito… Con Astor no podías hacer eso, no podías esperar y meterte porque pasabas un compás y él ya estaba atrás con el bandoneón chichichichi, como diciendo no te muevas. ¡Dejame ser más libre!, le pedía, y no. Está bien que era tan maravilloso lo que escribía que no te importaba. Era todo maravilloso. ¡Qué cadencia maravillosa que hizo Antonio Agri!, me decían y se la había escrito Astor, porque tampoco lo dejaba libre. ¡Escribía él para el violín! Era tan enorme que la escribía porque, era cierto, tenía que ser esa.
El film romano no tuvo final feliz: el 27 de mayo del 75, Amelita agarró todas sus cosas y se subió al avión para llegar al cumpleaños de su hijo Mariano, que cumplía el día siguiente. “Le dije, Astor, el pasaje es de ida, me vine con todo para no volver nunca más.”
-¿Astor te siguió buscando?
-¡Siiiiií! Volví de Italia y me dejó descansar quince días, después empezó a hablar. Yo llegué acá y… ¡Qué divertido! ¡Volvía ir a Mau Mau, a Regin… Me llamaba a las tres, cuatro de la mañana, no bien se levantaba y pensaba que me encontraba durmiendo, y estaba recién acostada. ¿Viste esas cajas que tengo allá? Allí tengo una carta donde me dice que se quiere casar conmigo. Y bueno, si no te diste cuenta antes, tarde piaste. Un día, a principios de septiembre, fines de agosto vino a Buenos Aires y apareció en casa. Yo no estaba y el perro se volvió loco, se meó por toda la casa. Claro, llegó papá.
-¿Y nunca lo volviste a ver desde que saliste de Roma?
-Jamás. Un día en un restaurante, acá en Buenos Aires, entré y había una mesa larga, él estaba de espaldas. Me fui para el fondo y ahí le habrán dicho está Amelita, pero no nos vimos.
«Allí tengo una carta donde me dice que se quiere casar conmigo. Y bueno, si no te diste cuenta antes, tarde piaste».
-¿Y cuándo se enfermó cómo te enteraste?
-Estaba en París y de repente me empezaron a llamar del diario El País de España. Entonces llamé a Elio, del Maipo, para ver qué pasaba. Ahí me contó que a Astor le había agarrado una trombosis cerebral. Claro, por eso me estaban llamando del diario El País. Yo les expliqué que estaba viviendo allí -en París, al igual que Astor- pero que no vivía más con él ni era más su pareja. En ese momento debo haber dicho algo así como que era un grande y los grandes uno espera que no se vayan nunca. Me contaron que los médicos franceses dijeron: Esto hay que dejarlo como está porque en un mes se va. Hacer otra cosa era torturarlo… Y la bruja(por Laurita, su última mujer) se hizo preparar un avión para traerlo y lo tuvo dos años acá. Lo llevaban al Alpi para tratar de hacer gimnasia y él no quería– cuenta acongojada-. Dicen que un día pasó cerca del ascensor y se tiró de la silla. ¡¡¡Se quería ir!!!
La charla continúa por senderos borrosos, Amelita pide apagar el grabador para una anécdota personal y cuando la luz roja marca el encendido, su voz reaparece con un axioma: “El odio envenena al recipiente que lo contiene”.
-¿Y nunca te envenenaste en tus relaciones?
-¡¿Odiar?!… Me llevé mal con alguien… pero odiar, no recuerdo odiar. ¿Odiar a quién?
-En una entrevista (A manera de memorias, de Natalio Gorín) Astor asegura que pensó en matarte varias veces porque él no admitía el engaño, dando a entender que lo engañaste.
El clima se tensa por primera vez, la mirada de Amelita refleja a Piazzolla revolviendo sus entrañas al ritmo de su fueye. El cronista siente en ese momento una metáfora de Ferrer: en un fósforo ve la tormenta crecida. Nervioso, trata de edulcorar la pregunta.
-¿El odio es la contracara del amor?
-Un hombre que me hace abortar un hijo –la emoción la interrumpe- ¡¿Eso qué es?! ¡¿Amor?! ¡Ahí se fue todo a la mierda! ¡¿Eso es amor?!
Salimos del mal trago y pasamos revista tanguera: Susana Rinaldi, Horacio Salgán, Ubaldo De Lío, Edmundo Rivero y el cabrón de mierda de Ferrer; hay definiciones para todos. Amelita es un boxeador que noquea con anécdotas, cuando uno se recupera de la última, ya está en marcha el siguiente golpe: “Es que soy la única que puede contar estas cosas… la única con la Rinaldi, pero a la Rinaldi le importa un carajo nada”. En su recuerdo aparecen los próceres de la vieja guardia: “Los tangueros creo que nunca leyeron ni un diario, ni una revista, ni un nada… Y un día abrieron la puerta de su casa y se encontraron con que Buenos Aires era otra y ellos no tenían música para escribir ese nuevo Buenos Aires. Tocaban todos los días hasta las seis de la mañana, después la patrona les preparaba la comida y a las nueve de la noche volvían al boliche. El único tipo culto, que hacía gimnasia, era Edmundo Rivero. Salgán era el tipo más limpio del mundo, su guitarrista, Ubaldo De Lío, siempre tenía la mano acá- señala la cintura-, para poder tocarle el culo a las minas cuando pasaban a su lado. Era calentón y jeropa, a mí me perseguía. Astor amaba a todos los tangueros esos y los tangueros lo amaban a él.”
La dupla Baltar-Piazzolla contaba con un tercer elemento: el maestro Horacio Ferrer, recientemente fallecido. Amelita lo evoca: “después de estrenar María de Buenos Aires- la opereta compuesta por Ferrer y Piazzolla- nunca la pude cantar, y la cantaron todas. Recién después de 45 años la hice en Japón. Pensé que era la Laurita- la última mujer de Piazzolla- la que me prohibía hacerla, pero no. Había alguien que en la obra quería ser la primera figura, era el poeta, él quería que terminara la obra y ser el más de los tres. Así que Horacio Ferrer fue un hijo de mil putas conmigo. ¡Un cabrón de mierda! Eso sí, sé que me admiraba y él sabía que me había jugado la vida cuando estrené María de Buenos Aires.”
Amelita pide un entretelón: “Voy a desbeber el malbec y retornamos”.
Tercer y último vino
El cronista no pidió bis, pero la artista quiere seguir ese intercambio de a tres. Está cómoda y nos ofrece bajar a cenar en el piso donde vive. Vamos a comprar unas fainás con jamón crudo, tomate y albahaca, y sacamos a pasear sus perros. Un gato se escapó y hay que llevarlo nuevamente al piso de arriba, diligencia que resuelve el cronista. Al volver, otra botella ha sido abierta, cortesía Baltar.
«Los tangueros creo que nunca leyeron ni un diario, ni una revista, ni un nada… Y un día abrieron la puerta de su casa y se encontraron con que Buenos Aires era otra y ellos no tenían música para escribir ese nuevo Buenos Aires»
La pared de su cocina tiene la misma receta que la de los salones de las pizzerías de la calle Corrientes: está llena de fotos con famosos. Antonio Seguí, Milton Nascimiento, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Hermeto Pascoal, Tito Lectoure, por citar algunos de sus compañeros de instantáneas. También figura su tocaya Fortabat: “Ella moría por mí, después de un show me ha dicho: Te digo, Amelita, si solamente pudiera cantar una canción como vos sería la mujer más feliz del mundo. Le respondí: amor mío, te quiero tanto que si pudiera tener un dos por ciento de la guita que vos tenés, yo también sería la mujer más feliz del mundo.”
La comida incluye un menú de proyectos futuros, le propone a Martín Robbio que la acompañe con temas de folclore en un show veraniego y cuenta que está iniciando un libro, su historia se sigue escribiendo. Parafraseando por última vez a Ferrer, vale decir que los enigmas del vino acarician nuestros ojos. Momento de abrir el micrófono para el final del repertorio.
-Hay una anécdota tuya que me parece muy simpática, qué es cuando con Astor probaron marihuana. ¿Quisieras hacerla pública?
-¡Ajaja! ¡Qué gracioso! Ninguno de los dos teníamos la experiencia. Vino un amigo nuestro, un tipo que era grande como él y su mujer que era más chica que yo, una manequén. Y bue, trajeron un porro. Yo sabía lo que era un porro, aunque lo único que se conocía en el tango era la cocaína y chau, punto. Nos habían dicho que no debíamos fumar en un lugar ancho, sino en un lugar chico para que el humo de las pitadas quede ahí. Estábamos en una casa con dos baños, los dos estupendos, pero una más chico, con ducha y todo pero más chico. Entonces nos fuimos a ese baño los cuatro. Empezamos a fumarlo… Qué sé yo, debemos haber estado media hora fumando y Astor decía a mí no me pasa mucho, eh, y yo decía mirá, a mí mucho tampoco, pero bueno. Tengo otro, bueno encendé el otro. Finalmente salimos del baño un poquito, eh… Gustositos, relajados, pero nada más.
-¿Y esa fue la única experiencia con las drogas?
-Un día me dieron una pastilla de LSD, la guardé 4 años. Un día separándome de Astor la tiré en el inodoro, porque no quería que nada me cambiara la vida. LSD e irse a la mierda y no sabés a donde te va a llevar… No, eso no es para mí. Y Astor se olvidó porque no era drogadicto. Astor sí probó la cocaína y me la hizo probar a mí, pero no era… Me decía probala, probala, no te va a hacer nada. Después estaba más excitada, qué sé yo, tomé un whisky y me cayó mucho mejor, pero no éramos de tomar. Fue 3 o 4 veces, onda juego. Astor no era drogadicto y yo era feliz con lo que era. La falopa es cuando vos necesitás que te levante esto o lo otro. Yo no tengo que levantar nada, era feliz y él también, así que no necesitábamos para nada la falopa.
El cronista se olvidó de describir una foto: está Amelita al lado de un farolito, vestida para tumbar mandíbulas, se la ve joven, en una plenitud manejada a la perfección. En otra, está totalmente desnuda, tapándose una lola con una mano en pose tanguera y con una pierna cruzada. Una musa despampanante que puso de rodillas a varios y escuchó impávida sus plegarias de retorno, incluso las de Alfredo y Ronnie, los padres de sus hijos, pero… Siempre hay un pero.
-Nombraste al pasar al amor de tu vida, no te pido que lo escrachemos, pero necesito saber: ¿Qué hizo ese hombre para ser el amor de tu vida?
-Porque cuando lo conocí y me pasó, lo amé para siempre. Y no me duele no tenerlo. No, no, no, pero lo amo. No quiero que su mujer registre porque no queda bien, que le escriba una mina que a lo mejor… No queda bien… Cuando está solo lo llamo, hablamos de nuestros perros. Me acuerdo de su cumpleaños, él se acuerda el mío, hay veces que nos llamamos y sólo eso, y otros días nos quedamos media hora hablando, jodiendo, nos cagamos de risa. No tengo dolor porque no esté conmigo, tengo una alegría inmensa de haber tenido un gran amor de mi vida. Tiene doce años menos que yo y es buen mozo, buen mozo, que no se puede pensar. Es re bacán, de esos apellidos re bienudos.
-Atractiva, conquistadora de varios corazones, bacana, hay mucho en común con tu padre.
-Sí, fui muy putaniera, donde ponía el ojo ponía la bala. Por ahí por un día, por ahí 10 días, por ahí me duraba un mes. Pero si yo ponía el ojo era como que…
-Tu belleza los encandilaba.
-No era sólo estar linda, tenía una actitud que era la de un minón. Bueno, una hora de entrevista, me dijo. Apagá eso, nene.
Se cumple la orden, Amelita ofrece abrir otro vino, el cronista declina, no le molestaría seguir charlando con una parte viva de la música nacional, pero quiere volver rápido a su casa, en su grabador hay un crudo inédito: El tango de la femme fatale.