Revista Almagro - Diario de un transportador de coronavirus

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Publicado por Javier

Diario de un transportador de coronavirus

Trabajo de transportador como Jason Statham en su célebre saga, en la que en lujosos autos transporta mercancías selladas, cuyo contenido debe ser secreto por regla. Yo sí sé lo que llevo en cajas de telgopor: muestras sospechosas de Covid-19. No es la única diferencia, tampoco visto traje, ni sé artes marciales, y el Chevrolet Corsa Classic que manejo dista mucho de ser alta gama. Pero dado el momento, donde proliferan los héroes y la atmósfera se tiñe de épica y tragedia, me parangono Statham porque es mejor que admitir que soy una suerte de Uber-eats de Coronavirus.

 

Mi empleo es tristemente previo a la pandemia, tristemente porque hubiera sido más legendario aplicar en un momento de crisis, no porque tenga algún pudor en andar de aquí para allá con frascos con sangre, orina, heces, esputos y otros flujos que suelen tener distintos virus o bacterias. Estas muestras van guardadas en tubos o frascos y en contadas ocasiones el sistema de sellado falla derivando en accidentes escatológicos o afines, que de últimas sólo afectan a las heladeras picnic donde viajan y cuyo ecosistema queda impregnado del potente hedor de la consecuencia de los tabúes sociales infectados. Nunca sucede nada más grave que eso.

 

Mi labor es entrar a sanatorios o clínicas, heladera en mano, y salir con la misma llena de muestras que luego dejo en distintos laboratorios. Esta descripción no es resumen, no hay más. En cuanto a la trayectoria, arranco en Flores y llego hasta Pacheco, con paradas en sanatorios y clínicas del corredor norte de la provincia. Termino en Belgrano, a metros de Cabildo y Juramento.

 

Desde que se decretó la cuarentena, el jueves 19 de marzo, mi actividad es de las pocas exceptuadas. Me comunican por teléfono que puedo no asistir las primeras semanas porque el recorrido se redujo mucho, sólo abren clínicas y sanatorios, se puede suplir mi ausencia. No obstante pienso que las semanas siguientes serán sumamente complicadas: millones de contagios, muertes en la calle y un principio de apocalipsis zombie. Me desaconsejo salir por primera vez en esa distopía, así que declino el ofrecimiento y cuelgo el teléfono, en realidad aprieto el botón rojo de fin de llamada: detesto cómo la tecnología nos ha privado de ese movimiento poético que es colgar.

Primera cuarentena enfrentando al Corona cara a caja

Durante mis primeros recorridos, Buenos Aires es un tango ausente: sólo un puñado de transeúntes que se mueven sigilosamente, como al acecho espiando el paisaje con disimulo, las luminarias de tránsito reproduciendo el #quedateencasa, los motoqueros de aplicaciones de delivery con sus voluminosas mochilas; el silencio es tal que podrían escucharse los latidos del asfalto si tuviera, y los agentes de la ley en los numerosos controles no exigen los papeles del auto y regalan frases fuera de protocolo: “cuídese”, “gracias por su esfuerzo”, “esperemos que pase pronto”.

Dejo de fumar. Tengo pensamientos de época. ¿Cuánto alcohol en gel es suficiente y cada cuánto? ¿Respiro bien? ¿Tocarme la cara es riesgoso? Las respuestas decantan en un volante, una palanca de cambios y un freno de mano pegoteados con gel, el desarrollo de algunos tics para evitar rascarme y cierto grado de paranoia, excesiva con el diario del viernes, porque el movimiento en las calles y en las clínicas es escasísimo y traslado pocas muestras, cuatro u ocho de promedio diario, en su mayoría urocultivos o sea presunción de bacterias en la orina.


“Lo que yo veo es una caja de telgopor rectangular de 30 centímetros de ancho por 15 de largo, ideales para trasladar helados de palito; adentro hay una típica vianda para guiso de plástico transparente; la siguiente mamushka es un rollo de papel de plástico que funcionaría muy bien para separar fiambre, y allí finalmente se enrolla el tubo cónico con el doble hisopado, laringe y nasal. Envases de morfi para aislar el virus de la sopa de Batman, el círculo gastronómico cierra” 


El jueves 26 de marzo mientras las muertes baten records en Italia y la pandemia de información sobre una enfermedad cuyo único rasgo esencial sigue siendo el misterio que se expande por medios y redes, debo trasladar la primera muestra de un paciente con síntomas de estar infectado. Mi encuentro con el virus es totalmente decepcionante, porque si bien no espero una caja hecha con impresora 3D ni que me la entregue un enfermero vestido de astronauta, tampoco espero que el detonante de la mayor recesión de la globalización venga en una caja de cartón que antes sirvió para almacenar pañuelos. Mi cerebro suple su desfachatez estética y le otorga suntuosidad para justificar mi baño en alcohol en gel antes y después de tocarla, mientras en el ínterin la deposito con postura estoica en el baúl del auto.

Pregunto si debo llevarla al Malbrán o a algún lugar que sirva de posta hacía allí, pero no. La muestra irá a Manlab, un laboratorio donde la someterán a un análisis de H1N1. ¿Cuál es la relación entre el virus proveniente de los cerdos con el proveniente de la sopa de murciélagos? Aparentemente hay cierta sintomatología similar aunque puesto en contexto suena absurdo, al punto tal de que este procedimiento dura sólo una semana. ¿Conclusión? Recabando testimonios en las clínicas y cotejando información pública pareciera que casi no hay reactivos y descartar otras posibilidades es la forma de ganar tiempo para no decir: “disculpe, estamos medio en bolas”.

De allí al fin de la primera cuarentena el Sars-CoV-2 muestra su empaquetado con más frecuencia, a veces con más de una muestra diaria y tras unos días mi nuevo destino final será la Facultad de Medicina, donde tras ingresar por la puerta más cercana a Uriburu sobre la calle Paraguay, y pasar unos molinetes como los del subte, dejo la muestra triplemente empaquetada, que luego será analizada en el INBIRS. ¿Qué significa el triple empaque? Una triple norma de seguridad, tres cerraduras distintas. Lo que yo veo es una caja de telgopor rectangular de 30 centímetros de ancho por 15 de largo, ideales para trasladar helados de palito; adentro hay una típica vianda para guiso de plástico transparente; la siguiente mamushka es un rollo de papel de plástico que funcionaría muy bien para separar fiambre, y allí finalmente se enrolla el tubo cónico con el doble hisopado, laringe y nasal. Envases de morfi para aislar el virus de la sopa de Batman, el círculo gastronómico cierra.
Nota económica: hay escasez de hisopos en los proveedores habituales de los laboratorios y ese costo, más las suma de los empaques, da un total de 140 pesos por muestra. Para un chequeo general el costo de insumos es de treinta pesos, el de HIV, de insumos, tiene veinticinco. El packaging y los cuidados son tan caros como debiera serlo cualquier virus de la realeza. Eso, con el Estado pagando la parte del león: los reactivos.

Los testeos siguen siendo pocos, la escasez de reactivos se disfraza en trabas burocráticas: para que un test sea autorizado debe llevar la firma obligatoria del director de la clínica y si alguien presenta síntomas leves, sin pertenecer a grupos de riesgo, se lo insta a aislarse sin chistar.

Segunda cuarentena, ruido de sirenas en las clínicas
Varios hechos pronostican una de las facetas más letales del virus: el colapso sanitario. Doy testimonio presencial de uno. En el Centro Salud Norte de Villa Adelina muere una paciente y sus familiares afirman que es un caso encubierto de coronavirus. La jueza de San Isidro, que saltó a la fama por ser ex mujer del fiscal Nisman, Sandra Arroyo Salgado, ordena realizar un hisopado post-mortem y da positivo.

La mujer fallecida había entrado con una insuficiencia renal y tras unas semanas su cuadro se complicó. Sus parientes sospecharon de las razones de su deceso y denunciaron negligencia médica ante la Justicia. Hasta ahí la versión de los familiares, consignada en Infobae, por citar el medio nacional de mayor alcance que tocó el caso. La versión de las autoridades de la clínica se contrapone: dice que la mujer había sido dado de alta, que nadie la retiró y que sus familiares, que dieron positivo de Covid-19, fueron quienes metieron el virus en la clínica. Dos tesis: en una, los familiares son pobres víctimas y en otra, los causantes del caos.

Arroyo Salgado dispone el cierre de la clínica y la realización de hisopados a todos sus empleados y a los internados. Las malas lenguas filosofan sobre el alcance de su medida, dado que después dieron positivo dos infectólogas que también cumplían funciones en el hospital de San Isidro, ¿no debieran haber cerrado también esa institución? ¿Por qué no lo hicieron? Habladurías asépticas y escépticas, que cuando se amplían también indagan sobre el distinto accionar de la justicia sobre el Hospital Italiano, donde a pesar de que hubo varios casos positivos tampoco se procedió con la clausura.


“La realidad es que no, la única información que recopilo son estadísticas e historias clínicas. Por ejemplo, me entero que la muestra de un paciente de más de ochenta años, con un cáncer avanzado, fue el primer pasajero positivo que trasladé y que murió por coronavirus”


En un día debo trasladar 117 muestras sospechosas, que divido en dos viajes, 63 y 54 respectivamente. No es el único suceso, el miedo se hace visible en el personal sanitario, el cien por ciento de los empleados de las clínicas empiezan a usar barbijos, desde maestranza hasta seguridad: antes sólo lo hacían algunos médicos y enfermeros. Para ingresar a las clínicas se empieza a tomar la temperatura en termómetros de los que se ponen debajo de la axila, y al no contar con la pistola que dispara resultados en la frente, cada ingreso demora un minuto y pico.

En el sanatorio de Villa Adelina se hacen presente policías, que interrogan a quienes debemos ingresar al sanatorio e incluso nos demoran en secuencias insólitas: primero llaman al fiscal de turno y después vaya uno a saber a quién para terminar diciéndole a uno que puede hacer lo que venía a hacer y ya estaba haciendo. También hay algunos periodistas de televisión, que tratan de recabar información preguntando a viva voz desde la vereda de enfrente con sus barbijos puestos.

La cantidad de positivos sobre las muestras que traslado en la tanda multitudinaria son de 19 sobre 117, el colapso sanitario no fue tal. Un amigo escritor me pregunta si pienso en Teresa, Mariano, Ramiro, Carla, en las vidas detrás de las muestras en tránsito. La realidad es que no, la única información que recopilo son estadísticas e historias clínicas. Por ejemplo, me entero que la muestra de un paciente de más de ochenta años, con un cáncer avanzado, fue el primer pasajero positivo que trasladé y que murió por coronavirus.

El flujo vehicular empieza a recobrar intensidad. La policía impone su carácter indagatorio y su trato de pocas pulgas, y eso me afecta sólo unos minutos, cuando en algún control pretenden detenerme porque mi certificado es antiguo: explico que la página de tramitesadistancia.gob.ar estuvo colapsada y por decreto se extendieron los antiguos certificados hasta dentro de unos días. Cuando no quedan conformes con mi exposición, los insto a abrir mi baúl y agarrar tests de coronavirus, pero nadie corre el riesgo. En el centro de Pacheco reaparece Chicho, habitual cuidacoches, que recupera su costumbre de contarme el mismo cuente: dice que tiene una petaca de licor en su bolsillo porque volcó un camión y la policía le regaló una. La suya es sólo una gota en el mar de actividades no eximidas que reaparecen.

La multitud de cajas en el baúl anestesian el trato ceremonial, un buen argumento monoteísta: a un paquete se lo puede reverenciar, pero cuando son cientos se vuelve imposible exagerar protocolos. Y tras la última medida judicial las clínicas testean cualquier estornudo en la clínica. La caja transforma el miedo en hartazgo.

¿Tercera cuarentena?
Si bien la bajada oficial de los gobiernos nacionales y provinciales marcan que la población debe seguir enclaustrada en una tercera cuarentena, que son dos semanas más, la realidad es que el encierro mantiene vigencia sólo para algunos pequeños sectores de capital y otros de provincia, que son como esos japoneses que seguían esperando, aislados en la selva, entrar en combate contra los aliados sin saber que la segunda guerra mundial había terminado diez años atrás.

Rémoras de otros tiempos se vuelven presente: hay tránsito intenso en varias calles y avenidas de la ciudad, se avista frondosa vida humana, que ya se mueve sin culpa por la acera, se pasean perros como cualquier día, la nueva moda del tapaboca hace mella y es el principal recordatorio del estado alterado de la naturaleza urbana. Las clínicas comienzan a recibir más pacientes, hay dolencias que empiezan a vencer el pulso del temor, aunque el nivel de pacientes sigue siendo aproximadamente un sesenta por ciento inferior al de antes de que se desatara esta situación pandémica.

Un suceso funesto: en el sanatorio Pelliza se encuentra internada la jefa de mantenimiento del Centro Salud Norte de Villa Adelina, que contrajo el virus en el episodio previamente narrado que derivó en su clausura. Ella evoluciona favorablemente aunque sus exámenes siguen dando positivo. El viernes de la primera semana de la cuarentena, internan a su padre en estado crítico por coronavirus y el domingo su desenlace es mortal. Sus parientes reciben la noticia a las cuatro de la mañana en el frío de la calle aledaña a la autopista, sin poder decir adiós. Cuando la enfermedad es intrahospitalaria y el desenlace fatal, la figura de los empleados de salud no es de héroes sino de villanos. Se escuchan golpes contra el asfalto, vuelan piedras. La policía se hace presente, no hay protocolos claros para estos nuevos duelos contemporáneos, la situación termina desinflándose hasta volver al silencio reinante actual.


“La multitud de cajas en el baúl anestesian el trato ceremonial, un buen argumento monoteísta: a un paquete se lo puede reverenciar, pero cuando son cientos se vuelve imposible exagerar protocolos. Y tras la última medida judicial las clínicas testean cualquier estornudo en la clínica. La caja transforma el miedo en hartazgo”


Vuelvo a fumar. La cantidad de muestras varía día a día, va en un rango de entre cinco y quince, a ojo de transportador. En las inmediaciones de la facultad de medicina me suelo cruzar con otros transportadores, pareciera que el rubro es sólo de hombres, sus cajas suelen ser de cartón. El ritual de entrada incluye ponerse unos guantes antes de agarrar las cajas, tirarlos en un cesto de residuos y retirar unos nuevos antes de salir.

El paquete es un cosplay semiótico, inicialmente montado en temerosa reverencia, luego en hartazgo; ahora es apenas rutina, como si hubiera necesitado mostrarme varias caras para percibirlo como lo que es: una caja de telgopor.
Sobre un total de 549 muestras transportadas 39 dieron positivo, la crónica llega a su fin, el coronavirus continúa, la cuarentena cambia sus límites aritméticos cada minuto, quizás la caja tenga nuevos disfraces.