“Es como si necesitara ser obrero” piensa en voz alta Félix Bruzzone mientras se sirve un poco más de café. Sentado en el pequeño estudio donde da sus talleres literarios, habla con claridad y firmeza, aunque en un tono calmo. Se lo ve óptimo, jovial y descansado, como si no se le notara cansancio alguno en el cuerpo por el trayecto que suele hacer desde Don Torcuato, donde vive con su mujer y tres hijos, hasta el barrio de Congreso donde se encuentra su bunker literario. Al pensar de qué modo construye su literatura, la asocia a su propia experiencia, como tantos otros escritores. Primero a la más originaria: es hijo de desaparecidos, y eso lo marcó para siempre. Sus preguntas existenciales aparecen en su primer libro de cuentos, 76 (2008), y en sus novelas Los Topos (2008) y Las Chanchas (2014). Por otro lado, el trabajo que más lo acompañó es el oficio de limpiar piletas. Esto se vuelca en su novela Barrefondo (2010) -adaptada al cine y a punto de ser estrenada- y en Piletas (2017), libro de pequeñas crónicas semi autobiográficas que surgieron como posteos de Facebook hasta darle forma a un relato mayor a modo de libro. Las andanzas de este piletero, que ya es un personaje que excede a su autor, abordan temáticas sociales, clasistas y políticas bajo una óptica del humor, el absurdo y, por momentos, la desidia de la clase trabajadora.
Bruzzone, que de chico se fascinó con el libro Tu nombre en clave es Jonás, de la colección Elige tu propia aventura, y con Crónicas Marcianas de Ray Bradbury, hoy es uno de los autores contemporáneos más destacados de su generación. Alguien que supo narrar los setenta alejado de los lugares comunes, incluso en el filo de la incorrección política, para poner patas para arriba la comodidad de ciertas miradas sobre el pasado argentino reciente. En diálogo con Almagro Revista reflexiona sobre su último libro, sobre sus conocimientos “pileteriles” y acerca de cuestiones de fondo en su obra: la identidad, la memoria, el mundo del trabajo, la pertenencia de clase y el cómo sanar las heridas ocasionadas por daños irreparables.
-¿Cómo empezaste a escribir y a leer?
-Empecé a leer en el colegio. Después, agarrando algunos libros por fuera, pero tampoco tantos. Vivía en una familia de clase media así que había acceso a eso. Vivía con mi abuela. Ella no era una gran lectora pero leía, la veía leer bastante tiempo. No trabajaba. Eso implicaba, para mí, que la lectura era algo importante. También empecé bastante temprano a escribir. No se por qué estaba esa inquietud. Empecé a escribir cartas. Tenía otra abuela que vivía en San Luis y tenía como esa obligación de escribirme con ella. Después se convirtió en eso nuestra relación: escribirnos cartas. Inventaba cosas en las cartas, ya empezaba cierta cosa ficcional. A partir de ciertas lecturas que me gustaban me daban ganas de hacer cosas parecidas y escribía también. Después, en la adolescencia, seguía leyendo libros por fuera del colegio, pero no muchos. Nunca fui un gran lector, la escritura siempre estuvo en paralelo a eso. Producto de eso, decidí estudiar Letras, mi formación más importante viene de ahí: de la carrera de Letras de la UBA. Después hice un taller literario a los 25 con Diego Paszkowski y ahí conocí a chicos de mi edad y armamos un grupo de intercambio de textos; un taller horizontal sin la autoridad que nos regulara. Empezamos a producir más y a tener criterios más propios. Eso terminó en lo que fue una pequeña editorial, Tamarisco, donde publicamos libros de gente que no había publicado nunca y nuestros propios primeros libros. Eramos Hernán Vanoli, Sonia Budassi, Violeta Gorodischer y yo. Saqué mi primer libro de cuentos ahí, 76, y después empecé a publicar mis novelas y otras cosas que fueron saliendo. Me dediqué bastante a eso, más allá de otras cosas que también he hecho, como por ejemplo limpiar piletas (risas).
-¿Cada vez limpias menos piletas?
-Hasta el 2016 tenía muchas. En 2017 tomé la resolución de quedarme sólo con las que realmente no me dan tanto trabajo pero si me dan una especie de fijo por mes para amortizar un poco los desniveles que tiene el mundo de la literatura en lo económico, que es siempre muy poco predecible todo.
-Tu libro Piletas te relaciona con otros escritores que desempeñaron trabajos ajenos al mundo de la literatura para sobrevivir. Pienso en Charles Bukowski trabajando en el servicio postal, por ejemplo. ¿Cómo llegaste a limpiar piletas y cómo te surgió transformarlo en literatura?
-Estaba sin trabajo en el 2003, había renunciado a un colegio donde trabajaba como maestro. Estudié para maestro de primaria y fracasé (risas). La situación no era muy buena, había vuelto a dar clases como particular y tenía pequeñas entradas de dinero, pero nada muy sustancioso. Me acababa de mudar con quien ahora es mi mujer, con la que ahora tenemos tres hijos. En aquel momento no teníamos nada más que una hermosa relación. Pero no teníamos plata. Un día, un cuñado me ofrece trabajar con las piletas y yo tenía que tomar una decisión: si volvía a la docencia, con la cabeza gacha o no, porque era inminente que tenía que volver a trabajar. A él le sale un ofrecimiento mucho más rentable en Nordelta, de un lote de piletas casi idéntico al de él en cantidad pero mucho más redituable. Entonces me ofreció a mí dejarme las que él hacía en Don Torcuato (yo todavía vivía en Capital) pagándole un canon. Saqué la cuenta de cuánto ganaba por hora de trabajo y era bastante más que dar clases y mucho más que trabajar en escuelas. Entonces dije: voy a probar. Empecé con eso, con algunos altibajos al comienzo pero me estabilicé. No es tan difícil (risas). De a poco fui teniendo cada vez más. Soy bastante responsable en el trabajo, en general. Me fue bastante bien. Eso que no le dí bola, lo mío siempre era hacerlo lo más rápido posible y volverme a casa.
“Yo mismo me empecé a pensar como un personaje y llegó el punto en el que directamente entraba a una casa sabiendo lo que iba a hacer, como que me autoguionaba mi performance con la idea de escribirlo después”
-¿Por esa época también empezaste a publicar?
-Si, y el trabajo se volvió cada vez más pesado. En 2012 o 13, como forma de sacarme de encima algo de toda esa carga -que por cierto es un poco pesado- empecé a escribir pequeñas anécdotas en Facebook de lo que pasaba. A algunas les metía algún yeite más ficcional e iba tratando de encontrar pequeños relatos más allá de lo anecdótico. En un momento se empezaban a repetir los personajes porque paso todas la semanas por la casa de todos. Se iban armando historias con los altibajos emocionales del personaje del piletero, la época del año. Me di cuenta que lo estaba haciendo porque era la única forma de sobrellevar lo de las piletas. Incluso yo mismo me empecé a pensar como un personaje y llegó el punto en el que directamente entraba a una casa sabiendo lo que iba a hacer, como que me autoguionaba mi performance con la idea de escribirlo después. La limpieza de piletas se convirtió en una ficción en el momento de hacerla.
-¿Te convertiste en un especialista en piletas?
-No en piletas, quizás en las derivas de las piletas. Conozco un especialista en piletas que es un tipo que sabe todo y que me vende herramientas, cloro y esas cosas. Pero no quiero ser eso. De hecho en algún momento me lo plantee: yo podría ser rico si conozco a la gente que me preste dinero para instalar esos negocios donde venden bombas y revestimientos. Pero no va por ahí lo mío. Ni siquiera como empresario de las piletas. Lo podría haber hecho, pero ya pasó mucho tiempo, porque es un rubro que no para de crecer. Hay un gran deseo de la clase media que es tener la pileta. Es increíble (risas).
“Es un rubro que no para de crecer. Hay un gran deseo de la clase media que es tener la pileta. Es increíble”
-Es como un pequeño gran triunfo llegar a hacer la pileta.
-Claro, ¡obvio! Hagas lo que hagas después, ya está: llegué. Vos encontrás casas cada vez más chiquitas que aún así le meten la pileta. Sigue creciendo muchísimo. Además no es tan caro tener una pileta. Uno por ahí piensa que tiene que hipotecar la casa. Mantenerla sí es un poco más caro, porque hay que usar muchos productos, pero hacerla no es algo re costoso. Te ahorrás unas vacaciones y la hiciste, si tenés una familia tipo. El marco para crecer en el rubro recontra está, a pesar de la crisis actual. Cuando yo arranqué, ni hablar, conocí a un tipo que se había ganado la lotería y había invertido en esto: había comprado cinco camionetas, puso a trabajar a diez personas y se hizo como un pequeño imperio de la limpieza de piletas en Bella Vista y San Miguel. ¡Una flota de pileteros! (risas) Hay clientes que me dicen: Félix, tenés que hacer eso, no trabajás más, atendés el teléfono y nada más. Pero no es tan así. Necesito estar ahí, conocer al cliente. No me quedo tranquilo. Es como si necesitara ser obrero, no se por qué, siempre sentí algo así. Ahora, cuando doy talleres, lo mismo, siento que tengo que estar. Cuando hay feriado me preocupo para que no perdamos la clase.
-Estos pequeños relatos que van componiendo un gran relato y, a la vez, las dudas e incertidumbres del piletero en torno a ser escritor, se relacionan con otro tema muy presente en tu literatura que es el de la identidad.
-El libro arranca con ese tema. Uno de los primeros posteos dice “Soy Félix Bruzzone pero una clienta, prócer del hockey, Magui Aicega se confundió y me dijo Hola Eric”. Magui Aicega hasta el día de hoy cree que me llamo Eric, nunca resolví el malentendido. Está ese cambio de identidad. A lo largo de todo el libro está esa tensión entre el piletero y el escritor. Por un lado, se está narrando permanentemente la experiencia del piletero y, a la vez, en el mismo hecho de estarse narrando está presente la actividad del escritor. Me parece que termina ganando la partida el piletero porque su única salvación para todas sus preocupaciones económicas dice que sería limpiarle la pileta a los famosos. Se ríe un poco de sí mismo, de su propia imposibilidad como escritor que está limpiando piletas. En eso hay como una especie de fracaso nunca del todo asumido.
-En 76 explorás a fondo el tema de la identidad con relatos de hijos de desaparecidos. En algún momento tu historia personal, tu condición de hijo de desaparecidos, se volvió parte de tu literatura. ¿Cómo te afecta eso a la hora de escribir?
-Aparece de manera temprana en mi literatura porque es algo, es una experiencia, la de ser hijo de desaparecidos, a partir de la cual empiezo a ver cómo dentro de mi literatura es posible agregar esa dimensión de la historia desde un conocimiento muy íntimo de esa historia. De preguntas muy personales sobre eso. Eso lo desarrollé en 76 para distintos personajes que tienen algo de mi biografía. Me tocó hacerlo en una época en donde estaba bastante abierto el juego para eso, porque había bastantes cosas resueltas o empezaban a resolverse en la realidad. No era del todo consciente de eso, porque tampoco me había acercado mucho a organismos o a la justicia, pero era un clima de época que favorecía la aparición de estas preguntas. Tenía que ver, también, con un tema de madurez mío en relación a estos temas y una necesidad de plantearme esas preguntas. Después, Los Topos, fue un poco lo mismo y Las Chanchas, si bien no toca cuestiones de Dictadura, es como una continuación medio rara de Los Topos. Es como un primer trabajo sobre mi propia experiencia como hijo de desaparecidos. Todo este universo Barrefondo/Piletas es más sobre otra experiencia que es la del trabajo más importante que tuve en mi vida. Me falta una sobre el amor (risas).
“Hace poco fue la sentencia de la megacausa ESMA. Buenísimo. Incluso fue muy buena la sentencia, se esperaba algo peor. Ahora, en el cotidiano, ¿en qué afecta eso? Yo sigo estando sin mi vieja”
-Decías que el clima de época de ese momento (2003 en adelante) terminó influenciándote a hacerte ciertas preguntas. ¿Cómo lo ves hoy, con un clima de época muy diferente?
-Aparecieron otras preguntas en relación a ese problema que aún no he podido resolver. Es un daño permanente así que el problema es permanente. En relación a esa necesidad personal, no es lo suficientemente fuerte como para llevarme a escribirlo. Siempre se va a poder escribir sobre estos temas. No siempre depende de un tema de época sino, más bien, de que haya alguien que esté necesitando de algún modo articular todo eso. Cuando estaba escribiendo 76 y Los Topos estaba necesitándolo, independientemente de lo que pasara después. Que no sea de denuncia, que por supuesto también hay que hacerlas y ahora más, porque parecemos estar yendo hacia atrás con muchas de estas cosas. En un momento me había asustado porque pensé que no se podrían hacer más cosas así, que no había que parar de denunciar. Después me di cuenta que en realidad todo lo que sea trabajar como por debajo del mundo de la denuncia y de la militancia también colabora a la militancia: le plantea preguntas, la pone en espejo consigo misma, le permite poder verse desde otro lugar.
-Es interesante como te corrés del lugar común, del relato épico de los setenta, y narrás experiencias intimistas y cotidianas, como una discusión de pareja, dándole un efecto potente a tus historias.
-En realidad son los temas que son realmente importantes en el cotidiano de cada uno. Hace poco fue la sentencia de la megacausa ESMA. Buenísimo. Incluso fue muy buena la sentencia, se esperaba algo peor. Ahora, en el cotidiano, ¿en qué afecta eso? Yo sigo estando sin mi vieja. ¿Qué me importa que hayan condenado a Astiz, que ya está 500 veces condenado, o al que fuera? Por supuesto que es súper importante, que por primera vez se condenó a gente por los vuelos de la muerte, que el juzgado ha sido bastante equitativo con las absoluciones y las condenas. Ahora, en el concreto, en el día a día, yo a mi hijo tengo que seguir explicándole que su abuela está desaparecida todos los días. Mi hija, que tiene cinco años, se para en la heladera que está la foto de mis viejos y cada tanto va y dice “Esa es mi abuela, Marcela” o “Ese es mi abuelo”. Y no están. Esa escena para mí es mucho más impresionante y determinante en mi vida.