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Manual vegano en el país del asado: activismo, vigilias, santuarios, empatía animal y antiespecismo

Texto: Manuel Tejo / Ilustraciones: Sofía Martina

     

Si la suerte de los animales puede medirse en términos de conservación de la vida, Lisandro y Luciano son dos toros afortunados.

Tenían apenas un año, cuando eran trasladados a un matadero y cayeron (o saltaron) de un camión de hacienda en la Autopista Buenos Aires-La Plata, a la altura del peaje Dock Sud. Era un mediodía soleado de marzo. Corrieron entre los autos, hasta que la policía pudo controlarlos. Después, dos grupos ambientalistas y algunos ayudantes independientes lograron cargarlos a un batán y trasladarlos. Hoy viven en el “santuario” de animales Salvajes, en las afueras de La Plata.

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Cuando a fines de julio un grupo de “gauchos” reprimió a rebencazos a uno de veganos en la Rural de Buenos Aires algunos medios hablaron de una nueva “grieta”. Ese reduccionismo fue solo la simplificación de un conflicto más complejo que es el crecimiento de los grupos de activistas por los animales en un país de tradición ganadera y donde el asado representa a una parte importante de la cultura nacional.

Argentina ha sido históricamente uno de los mayores productores de carne vacuna. Durante 2018 se ubicó en el sexto lugar como exportador, según un ránking del departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA); y se viene consolidando como uno de los principales vendedores de China, el gigante asiático.

El consumo de carne también es alto. Si bien en el último tiempo cayó en un contexto de recesión económica, el año pasado registró un promedio de 56,5 kilogramos por habitante, calcula el Instituto de la Promoción de la Carne Vacuna Argentina (IPCVA). Asimismo, se estima que, si se suman las carnes de aves y cerdos, llega a los 120 kilos anuales por persona. Muy por encima del de países como Alemania, en donde se consumen 60 kilos.

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Salvajes es uno de los seis “santuarios” de animales que hay en el país y se encuentra, curiosamente, a tan solo veinte minutos del matadero de Gorina, uno de los frigoríficos líderes en exportación de carne y donde todos los días se faenan alrededor de 1.350 cabezas de ganado.

En las dos hectáreas de Salvajes conviven ejemplares de distintas especies de granja rescatados por activistas veganos o dados por personas que los compraron para comerlos y luego se encariñaron, pero no pueden tenerlos en sus casas.

Los toros (son varios) descansan tirados. Melisa Lobo, la encargada del predio, los mira desde la tranquera. Dice que uno de ellos no la quiere, que un día entró al corral y la encerró. Que se asustó.

-Los que fueron rescatados de la autopista venían de feed lot. Nos dimos cuenta porque en la primera bosta que hicieron se veían todos granos. No sabían comer alfalfa ni pastura.

Melisa usa el pelo corto y un piercing en la nariz. Tiene 28 años y hace 3 que dejó de comer carne, leche y huevo. Por momentos se le cruza una cabra y la acaricia. A veces, se sienta en el suelo y una pequeña se le sube a la espalda. Recuerda que ella, como los toros, también tuvo que aprender a comer de nuevo. Ese proceso lo empezó de un día para otro en 2016. Era Navidad y casi no probó bocado. Lo venía pensando desde hacía tiempo porque todos sus amigos eran veganos y criticaban su alimentación a base de milanesas, hamburguesas, panchos y pizzas. Poco después vino el activismo.

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La tarde en que los toros Lisandro y Luciano fueron rescatados en la autopista, Manuel Rodríguez Jacinto estuvo ahí. Lo recuerda como una epopeya. Se enteró de que los animales andaban sueltos por las redes sociales y salió para el lugar de los hechos. Cuenta que en realidad se habían caído cuatro, que el conductor del camión logró subir a dos y quería que la policía matara a los otros dos. Según relata, el hombre desistió porque había varios activistas filmando. -Lo levantamos al batán entre todos. Como los animales se asustan, hicimos como una especie de barricada, los agarramos con sogas y lo fuimos llevando. En ese momento solo querés salvarlos. Yo daría mi vida por eso- dice. Manuel tiene 35 años, cinco de vegano. Es flaco, de cara larga y en el cuello lleva colgada una chapeta de las que se usan para identificar al ganado. La juntó en la entrada de Gorina. Allí organiza “vigilias”, en el marco de la ONG internacional The Save Movement, para visibilizar la lucha por los derechos de los animales. La organización tiene presencia también en Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Mendoza, Mar del Plata y Trelew, entre otras ciudades importantes del país.

-Por un lado, buscamos visibilizar lo que pasa en los mataderos; pero también es algo personal de estar cerca de los animales y darles una despedida.

Cuando se refiere a los mataderos, Manuel habla del “holocausto animal”, de vacas amontonadas en camiones pisando su excremento, sedientas y picaneadas. Se nombra como antiespecista, alguien que no privilegia a los “animales humanos” por sobre los “animales no humanos”.

-Hay personas muriéndose de hambre y hay mataderos. No son luchas que se interponen. A mí me parece hipócrita la gente que colecta leche para comedores infantiles. Es sacarle leche a un bebé para dársela a otro.

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El veganismo, como todo movimiento, tiene sus matices.

Pamela García y Alfa Lihue Muños han participado de las “vigilias” que organiza Manuel. Son dos jóvenes del interior, estudiantes de la carrera de Artes Audiovisuales de la Universidad Nacional de La Plata, que desde hace algunos meses practican un activismo que combina el veganismo con la militancia social: dos noches a la semana salen a repartir comida a personas en situación de calle. Comida sin carne ni derivados de animales, claro.

-El veganismo parte de la empatía. Vos no podés ser empático con unos seres y con otros no. Lihue comenzó a modificar sus hábitos a la hora de comer a partir de una situación de salud familiar. Pamela es vegetariana desde hace 6 años y vegana hace 3. Dice que se sensibilizó con la temática porque tenía un “animal compañero”, un “gatito”. Se define como “feminista antiespecista”.

-En la industria de la carne siempre la más explotadas son las hembras, por una cuestión de que se las insemina. En realidad, dicen que es un proceso de violación.

-Nosotres nos planteamos esa postura de que nadie es más importante que nadie. Todas las vidas valen.

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Melisa dice que las personas que colaboran en “Salvajes” tienen entre 16 y 35 años, y que la mayoría son mujeres. También dice que sus papás no son veganos y que solo comparte eventos con ellos si el menú es sin carne, sin leche, sin huevos.

Manuel cuenta que pudo convencer a sus viejos para que no coman más carne, pero que aún tienen resistencia sobre el tema de los derivados. -A la gente más grande le cuesta.

En este marco, Mónica Ibarra, de 57 años, es un caso raro. Ella está en proceso de veganización. Una tarde calurosa la primavera pasada, cuando todavía comía carne, fue a pasear a la plaza Azcuénaga de La Plata y vio a un grupo de jóvenes enmascarados formando un cuadrado con computadoras en la mano.

Uno de esos jóvenes era Manuel y en las pantallas de las máquinas se reproducían imágenes de los procesos que transitan los animales antes de venderse en el mercado para el consumo. Pidió ver. Y vio: vacas hacinadas, gallinas degolladas, chanchos gritando.

-Lo que vi me shockeó. Quería no ver y no podía dejar de hacerlo. A partir de ahí es como que me tembló todo.

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En la calle de tierra hay una hilera de camiones con vacas cargadas. Es una tarde soleada de septiembre. Manuel filma un video y relata: “Acá vemos la fila de la muerte. Los animales siempre inquietos, sucios, lastimados. Hoy vemos que hay mucha gente por la zona y hay una parrilla frente al matadero y la gente comiendo. Es raro ver quizá la persona que uno era antes. Uno se pregunta si en algún momento van a hacer la conexión del animal que están comiendo con los animales que están ahí”.

Las “vigilias” duran alrededor de dos horas. Algunos cuidadores de la entrada del frigorífico conocen a los activistas y los tratan bien. Otros, no.

-Nosotros somos pacíficos, ellos no tanto. ¿Quién puede ser pacífico laburando en un lugar lleno de muerte? A veces Manuel y los suyos hablan con los conductores de los camiones y les piden permiso para sacar fotos. Registran las caras de las vacas detrás de las rejas, lo ojos entre las hendijas, las miradas. En las inmediaciones del predio escriben: “Acá se asesina, liberación animal”, “Basta de matar. Veganismo es justicia”.

Levantan un cartel: “Que todo lo que tenga vida sea librado de sufrimiento”.

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El ternerito Apolo viajó en el asiento de atrás de un Fiat Siena cuando todavía no era Apolo. Tenía apenas diez días. Raúl Rodríguez sabía, mientras manejaba, que si el animal hubiese nacido unos años antes no habría estado ahí. Probablemente lo hubiesen vendido “para el consumo”, como hacían cuando él era chico.

Raúl y su familia se dedican a cultivar flores en la zona de Estancia Chica, también en las afueras de La Plata, cerca del matadero de Gorina y cerca de Salvajes. En sus tres hectáreas siempre tuvieron algunos animales. Recuerda que cuando era chico tomaba leche recién ordeñada.

Hasta hace poco contaban con un toro y dos vacas. Un mes atrás, una de las vacas dio a luz y luego murió por una infección bacteriana, pero el ternero sobrevivió.

-A mi hija, que tiene 17 años, siempre le molestó que se vendieran porque ya sabe para qué es. Primero, el ternero se quedó en el patio de la casa de Raúl con un labrador y un golden. Cuenta que los perros lo lamían y que cuando defecaba lo limpiaban. El ternerito tomaba leche de una mamadera, pero mantenerlo salía caro.

Por eso, decidieron que debían darlo. Por eso, lo cargó al Siena. En Salvajes lo llamaron Apolo.

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-Muchos de los que nos contactan no son veganos, pero no quieren que los animales sufran- dice Melisa.

En el santuario viven hoy unos 300 animales. Además de los toros, hay una vaca, un conejo, cabras en cantidad y algunos chanchos. También hay gallinas. La mayoría son el descarte de la industria avícola: tienen el pico cortado, una práctica que se usa en los criaderos para que no se lastimen entre sí, y muchas están peladas (dicen que por estrés).

-Yo antes no tenía ni un gato y en la casa de mis viejos había un perro que estaba afuera. Fue una adaptación aprender a conocerlos y a cuidarlos.

Ahora, Melisa recuerda que de chica veraneaba en la casa de sus abuelos de Doblas, una pequeña localidad de La Pampa de poco más de 1.500 habitantes. Habla del campo, de una foto de ella arriba de una oveja atada, de su hermano y su abuela “pelando un chancho” y de escabeches. Recuerda una cosa más:

-A mi abuelo le traían los chanchitos porque era el encargado de matarlos. Les clavaba el cuchillo en la garganta y de ahí al corazón. Eso se hace para que el animal se desangre. Juntaban la sangre en un tacho para hacer morcilla.

Y dice: -Yo sé lo que sufren los animales antes de morir. No es que les dan un besito.


 

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03/05/2024