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Texto: Walter Lezcano | Ilustración: Jesica Giacobbe

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Cyborgs: hacia un humanismo maquínico y contradictorio

Atengámonos a los hechos.

Henri Bergson

 

Cuando la bióloga, filósofa y zoóloga Donna Haraway publicó en 1983 su Manifiesto Cyborg redefinió varias cuestiones de orden existencial hacia el futuro y, de paso, produjo un sismo adentro de la academia y afuera de ella. Puso varias preguntas sobre la mesa que todavía –en el siglo XXI- están buscando respuesta: ¿qué es y qué significa esencialmente lo humano? ¿Cuáles son los límites reales entre los géneros? ¿No es, acaso, este un mundo donde lo técnico y la tecnología lo invaden todo a través del azote disciplinario del capitalismo? ¿Por qué escapar a lo inevitable? ¿No es mejor aceptar que también somos cables, transistores y programas y no solamente sangre, huesos, músculos, pensamientos y almas? Poner en relevancia estas preguntas a principios de la década del ochenta, cuando internet tal como la conocemos ni siquiera era un proyecto, generó una pequeña revolución que llevó a pensar que los seres humanos estaban ingresando a una nueva fase de vinculación con lo propio, con el entorno y con el flujo que había entre uno y otro territorio. Justamente, proponía Haraway, es un solo y único territorio: el campo de las máquinas también es el campo de lo humano. De ahí, lo cyborg como manifiesto. De este modo y montados a este marco teórico era posible vislumbrar una era poshumana. ¿O sencillamente era un deseo? Dice la escritora Siri Hustvedt en Los espejismos de la certeza (Seix Barral, 2021): “La utopía de Haraway no trasciende lo biológico. Más bien es un futuro donde lo biológico se mezcla con la tecnología y con otras especies hasta el punto que refuta las oposiciones ideológicas  que crean las identidades rígidas que ella identifica con la opresión capitalista.” Está clarísimo que, como decía el Indio Solari en la canción Todo un palo, el futuro llegó hace rato. Sin embargo, es interesante preguntarse una vez más en estos tiempos donde todas las experiencias de vinculación, e incluso de supervivencia, están mediatizadas por las tecnologías: ¿somos cyborgs ahora mismo y para siempre?


“La máquina no coarta la humanidad: sirve para extenderla. Transformarnos en máquinas significaría otra forma más de transformarnos en nuestras propias creaciones. Si no nos gusta el resultado, sólo tenemos que crear algo distinto.”

(Martín Felipe Castagnet, escritor)


Fue, quizás, la ciencia ficción el género que mejor utilizó a su favor las ideas y especulaciones sobre el futuro de la humanidad y las implicancias morales y éticas de la manipulación de las máquinas. La pregunta que estaba implícita en estas historias era la siguiente: ¿cómo manejará la humanidad estos avances que no falta mucho para que tengan lugar en la realidad? Es en este sentido que la ciencia ficción no es fuga ni entretenimiento y siempre habla del presente, de lo que ocurre hoy mismo. Por eso es un género que nunca deja de estar vigente, que nunca deja de indagar y meter el dedo en la llaga. ¿No es, básicamente, eso lo que distingue a un artista? ¿Meter el dedo en la llaga no es su principal ocupación? Pensar, por ejemplo, en Ray Bradbury y en sus obras maestras absolutas Fahrenheit 451 y Crónicas marcianas. No hablaban del futuro: hablaban de cómo la búsqueda del Ser, eso de lo que hablaba Heidegger, siempre está empantanada por el devenir del presente y eso que algunas personas llaman evolución o progreso. Y en ese momento de los años 50, la conquista del espacio era lo que estaba sucediendo. ¿Cómo afectarán a las personas y sus subjetividades los cohetes, los otros planetas, los viajes en el tiempo, si es que eso era posible? El futuro es una ilusión que nos arrastra a contemplar con otros ojos estos días que estamos viviendo. Lo que nos lleva directamente a recordar la novela Los cuerpos del verano  (Factotum Ediciones, 2016) de Martín Felipe Castagnet. Una historia donde las almas utilizan internet para seguir existiendo y los cuerpos no son más que formas provisorias que se utilizan para dar un par de vueltas por la tierra. Si bien es una novela de ciencia ficción su tono y mirada es poética, expande la experiencia estética con fuertes ideas sobre el presente. Dice, desde su casa, el autor al respecto de los cyborgs: “Cuando veo una máquina, veo a una persona. No porque la ciencia ficción haya transformado en realidad nuestro sueño de robots, sino porque me niego a establecer una oposición entre la humanidad y las creaciones humanas. La máquina no coarta la humanidad: sirve para extenderla. Transformarnos en máquinas significaría otra forma más de transformarnos en nuestras propias creaciones. Si no nos gusta el resultado, sólo tenemos que crear algo distinto. Hay muchos que ya lo hacen, y son tan valiosos como aquellos que permiten que nuestras máquinas se mantengan conectadas. Incluso la exacerbada virtualidad actual me lo recuerda: incluso durante lo peor del aislamiento, los límites de mi mundo no fueron los límites de mis dispositivos.”   

 

 

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Uno de los último libros que dejó listo en vida Ricardo Piglia, falleció en  2017, para su publicación fueron los cuentos de Los crímenes del comisario Croce (Anagrama, 2018). Al final hay una “Nota de autor” y ahí nos cuenta Piglia lo siguiente: “Compuse este libro usando el Tobii, un hardware que permite escribir con la mirada. En realidad parece una máquina telépata. El interesado lector podrá comprobar si mi estilo ha sufrido modificaciones. Mis otros libros los escribí a mano o a máquina (con una Olivetti Lettera 22 que aún conservo). A partir de 1990 usé una computadora Mackintoch. Siempre me interesó saber si los instrumentos técnicos dejaban su marca en la literatura. ¿Qué cambia y cómo? Dejo abierta la cuestión.”


“La confusión entre lo real y lo imaginario para algunos resulta devastadora. Hay una sensación de que la felicidad está ocurriendo en alguna parte. Una fiesta a la que uno no fue invitado, donde todos son bellos, exitosos, graciosos y sensuales.”

(Paula Brecciaroli, psicóloga)


Es posible ver a la pandemia de Covid como el acontecimiento que finalmente dejó expuesta, como ningún otro hecho lo había logrado, la dependencia extraordinaria -e igualadora- de los seres humanos con la tecnología que ellos mismos crearon. O tal vez, se ha escrito mucho al respecto, la pandemia no fue más que un nuevo síntoma de hipertecnificación obligatoria –e insatisfactoria- de la existencia. La palabra “virus”, con su polisemia extrema, no hace más que magnificar esta certeza. Black Mirror si en algún momento significó literatura distópica, luego pasó a ser un simple consumo vintage. Esto ya venía pasando y el virus solo profundizó que todos debamos surfear con muchísima más intensidad esta ola. Sucedió a todo nivel: desde la asistencia hospitalaria, la necesidad de contención psicológica, la imperiosa democratización del acceso a tecnologías que permitan continuar procesos educativos de las infancias postergadas y el vuelco fenomenal de la importancia de la continuidad de la vida cotidiana en internet. Si en algún momento las intervenciones en internet eran atractivas y viables lo eran a partir de un hecho específico: conquistar una second life, una vida distinta. Lo virtual podía ser la venganza contra la existencia fáctica y material, diría Cesare Pavese. El anonimato y la cultura nickname permitían pensar y reflexionar alrededor de esto. En este último tiempo se puede ver una tendencia contraria: es importantísimo correrse del anonimato y crear una identidad que tenga su correlato con la personalidad que se lleva en los días afuera de internet. Todo esto, por supuesto, tiene un costo psicológico del que todavía estamos lejos de dar un diagnóstico certero. Sin embargo, hay señales que se pueden leer. Explica la escritora, editora, poeta y psicóloga Paula Brecciaroli: “Creo que la tecnología no deja de ser una herramienta que llenamos de sentido.  Y lo virtual, como su producto, no puede ser pensado como algo externo o ajeno a nuestra interpretación. Esto no quita que lo virtual genere efectos en la emotividad y muchas veces termine produciendo una alteración engañosa de la realidad. Lo virtual toma cada vez más un carácter de realidad paralela, pero confundir genuinamente ambos planos nos estaría hablando de una patología psíquica. Lo virtual funciona como un lenguaje, creado desde un sustrato imaginario, que en el mejor de los casos es atravesado por nuestra lectura simbólica.” Ahora bien, ¿qué relación existe entre tecnología y lo generacional? Responde Brecciaroli: “Para algunas generaciones el uso de la tecnología está más naturalizado que para otros. Hay sí una creencia cada vez más fuerte de la que vida de los otros transcurre allí, incluso tal como es mostrada. Y eso genera una rivalidad imaginaria que afecta mucho la autoestima. Esa confusión entre lo real y lo imaginario para algunos resulta devastadora. Hay una sensación de que la felicidad está ocurriendo en alguna parte. Una fiesta a la que uno no fue invitado, donde todos son bellos, exitosos, graciosos y sensuales. La constante exposición a esas realidades distorsionadas, el voyeurismo naturalizado, puede desestabilizar algunas personalidades más lábiles. Esto, por ejemplo, se hace muy evidente en los desórdenes de alimentación, en las exigencias físicas y estéticas o en los trastornos de ansiedad relacionados con el éxito o la aceptación social.”


“No podemos asumir que hay una esencia humana que nada tenga que ver con los entornos tecnológicos (...)  Si hay una pérdida en relación a la técnica, la pérdida no es de algo humano. ¿Qué es lo humano? No hay una esencia. El ser humano se va haciendo.”

(Ingrid Sarchman, investigadora y docente)


En una entrevista reciente, el filósofo alemán Peter Sloterdijk aseguró lo siguiente: “las aberraciones morales y políticas empiezan casi siempre con descuidos lingüísticos.”  Son palabras que resuenan mucho con el debate que existía a comienzos de los dos mil sobre la dicotomía humanismo/poshumanismo. En ese momento, Sloterdijk deslizaba que frente a los tremendos avances de la técnica en muchos niveles ya existía una suerte de “histeria antitecnológica”. Como si la tecnología, reflexionaba el filósofo, le hiciera algo malo a la esencia de lo humano. Había, en ciertos círculos, una demonización de la tecnología. Lo que planteaba Sloterdijk, entonces, era que si existía una técnica fue creaba por el ser humano y que había que hacerse cargo de ese desarrollo y que eso ya era parte de lo humano. Es decir: somos, definitivamente, seres tecnológicos. Ingrid Sarchman es narradora, acaba de sacar Respiración ovárica por Milena Caserola, e investigadora y docente en la Facultad de Sociales de la UBA, su último ensayo es La imprevisibilidad de la técnica junto a Margarita Martínez, y se especializa en las relaciones entre tecnología, sociedad y producciones artísticas. Ella explica vía Meet: “Nosotros nos movemos en un medio ambiente técnico y demonizar la técnica es suponer que tenemos una esencia humana que nada tiene que ver con la técnica que nos impone modos de ser. Ahora queda claro que no podemos asumir que hay una esencia humana que nada tenga que ver con los entornos tecnológicos. Lo que sí podemos pensar es en variaciones o distintos modos de pensarlos. Esos distintos modos de pensar la relación con la técnica no tienen que ver con los dispositivos, sino con las estructuras psíquicas. Depender de una pantalla y que eso te angustie no tiene que ver con la pantalla porque esa angustia se produciría de igual manera con otras cosas.” Desde esta perspectiva, la idea de un tiempo lineal se pierde. Si en algún momento la humanidad iba hacia algún lado, eso ya sabemos que es parte de unas ideas que no tienen asidero en estos tiempos. De este modo, ya no se puede hablar de evolución. Dice Sarchman: “El tiempo pasa y la palabra para hablar de eso ya no es evolución. Y si hay una pérdida en relación a la técnica, la pérdida no es de algo humano. Es pérdida, sí, pero no necesariamente de lo humano. ¿Es más “humano” hablar por teléfono que verse cara a cara? No lo sé. Evidentemente la humanidad no es ascendente, no estamos evolucionando: la aparición de un virus de estas características es el resultado de la manipulación del medio ambiente. Es decir: ¿qué es lo humano? No hay una esencia. El ser humano se va haciendo.” 


“El cyborg es el monstruo de nuestra época, un símbolo negativo vuelto positivo, la figura que mejor expresa el borramiento de las falsas dicotomías en defensa de una identidad contradictoria.”

(Martín Felipe Castagnet, escritor)


¿Es tiempo de reconocer nuestra naturaleza cyborg? ¿Es momento de admitir que somos pedazos unidos con costuras endebles y que tenemos prótesis de distintas procedencia técnica/tecnológica? Vía mail dice el narrador y docente Martín Felipe Castagnet: “Los humanos somos unos animalitos bastante creativos y constantemente nos inventamos juguetes nuevos que nos ayuden a vivir, sean máquinas o historias. Creo en la prótesis más que en mí mismo, quizás porque entiendo la identidad como una serie de prótesis que vamos ganando (y reemplazando con el tiempo). El cyborg es el monstruo de nuestra época, un símbolo negativo vuelto positivo, la figura que mejor expresa el borramiento de las falsas dicotomías en defensa de una identidad contradictoria. Pero es sólo un símbolo de lo que podemos ser: no somos cyborgs todavía, no por falta de capacidad sino por falta de voluntad, de realmente borronear esas fronteras entre animales, humanos y máquinas. Lo único que realmente nos acerca a los cyborgs es nuestra dependencia absoluta de la electricidad.”

 

 

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Escribe Siri Hustvedt en Los espejismos de la certeza: “La tecnología seguirá avanzando. La ingeniería genética cambiará el futuro. Todavía se necesitan cuerpos humanos para la reproducción, pero ya hay interferencias en el proceso. Podría decirse que cualquier persona con un marcapasos o una prótesis es un cyborg. Por otra parte, ¿las dentaduras postizas, las patas de palo y los ojos de cristal no se han visto un tiempo como material cyborg? ¿No es el bastón del ciego una prolongación de sí mismo? Cada vez más mujeres que pueden permitírselo están congelando sus óvulos. La investigación biológica sin duda descubrirá nuevas formas de concebir qué somos y cómo crecemos. Existe una disciplina llamada vida artificial húmeda, o vida-Ahúmeda, que está intentando crear células artificiales a partir de componentes bioquímicos que se autoorganizan y se autorreplican y están hechos de sustancias orgánicas e inorgánicas. Son híbridos, no entidades puramente artificiales. Los autómatas celulares, inventados por primera vez por Von Neumann, se han convertido en un mundo en sí mismos, simulaciones por ordenador de patrones de células simples que derivan en sistemas complejos cuando se ejecutan el tiempo suficiente. Hay programas de vida artificial blanda, como Tierra, un software que crea programas de evolución espontánea que se reproducen, mutan y evolucionan en la memoria del ordenador. El creador de Tierra, Tom Ray, no cree que su programa simule vida. Él cree que es vida, pero la mayoría de las personas a las que se lo ha consultado no están de acuerdo con él. Las definiciones son peliagudas. ¿Qué es una simulación de la vida y qué es la vida real?”. Esta última es una pregunta que en este momento mueve las cabezas más complejas de la tierra. Y de algún modo guió esta nota. Por eso no se termina acá.

 

Dice Brecciaroli a través del mail: “Creo que si nos volviéramos cyborgs no estaríamos conversando de esto. Por el contrario, la mediatización de la tecnología genera una proliferación de sentimientos, angustias y emociones porque está sostenida sólo desde la imagen. La imagen es un lenguaje que parece tener menos pliegues de sentido. Creemos en lo que vemos y olvidamos que la imagen distorsiona el punto de vista. Entonces el mal entendido o la interpretación equivocada se vuelven más palpables. Estamos tratando de interpretar el mundo que nos rodea y los vínculos personales desde lo visual. Si el lenguaje genera un espacio de entredicho, la imagen lo tensa aún más, en su suposición de veracidad.”

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Para el final, un poema de la autora brasilera Adélia Prado que se llama Tiempo y se relaciona, de forma distante pero profunda, con todo lo que venimos hablando sobre lo humano y “el apuntalamiento técnico del mundo”:

 

A mí que desde la infancia estoy viniendo/como si mi destino/fuese el exacto destino de una estrella/me piden cosas increíbles:/pintarme las uñas, mostrar la nuca,/pestañear, beber./Tomo el nombre de Dios en vano./Descubrí que a su tiempo/van a llorarme y olvidar./Veinte años más veinte es lo que tengo,/mujer occidental que si fuese hombre/amaría llamarse Eliud Jonathan./En este exacto momento del día veinte de julio/de mil novecientos setenta y seis,/el cielo está brumoso, hace frío, estoy fea,/acabo de recibir un beso por correo./Cuarenta años: no quiero cuchillo ni queso./Quiero el hambre.

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26/04/2024