Texto: Lucas Villamil / Fotos: Xavier Martin
Un día de 1968, en Nueva York, un joven Hugo Mujica le mostró su última pintura a Timothy Leary, un psicólogo excéntrico que militaba la experimentación con drogas psicodélicas. “Eso es un mandala”, dijo Leary cuando vio el cuadro de metro y medio por metro y medio. “Oh, yes”, dijo Mujica, pero lo cierto era que no tenía idea de lo que le estaban hablando. Entonces investigó y, leyendo a Carl Gustav Jung, confirmó que efectivamente, la intuición lo había llevado a hacer un mandala, una forma armónica que los pacientes de Jung dibujaban cuando llegaban “al sí mismo”. De esa manera entendió Mujica que la pintura lo había llevado a encontrarse consigo mismo, algo que él hacía tiempo estaba buscando.
Algunos años antes, a la edad de 19, sentía que se asfixiaba en la casa de sus padres, en la ciudad de Avellaneda. Viajar aparecía como la ventana al mundo. “En esa época estaba muy imbuido de la falta de sentido de la vida, y la primera imagen que tenés es la del viaje, en algún lugar debe estar lo que buscás”.
La circunstancia que le dio el empujón fue que le tocaba hacer el servicio militar y correspondía que en la fábrica en la que trabajaba le pagaran medio sueldo durante todo el año. Mujica negoció que le adelantaran todo el pago a cambio de su renuncia, y con esa plata compró el pasaje y se fue. Subió a un avión rumbo a Estados Unidos con 23 dólares en el bolsillo y sin saber una palabra de inglés, pero allá enseguida encontró la forma de mantenerse. En Nueva York trabajó lavando platos, pasó por fábricas, fue fotógrafo de una galería de arte y pintó muchos cuadros. “En el East Village, un día fui a una fiesta organizada por Lionel Gibbson, un inglés criado en la Argentina, diplomático de las Naciones Unidas, re pirado, que hoy es experto en fantasmas, y entré en contacto con el mundo de los artistas”, recuerda.
Entrar en contacto con el mundo de los artistas incluía compartir los bares con Allen Ginsberg y los poetas beatniks, o ser vecino de un ascendente Dustin Hoffman. En sus palabras, era un tiempo agitado. “Hippismo, guerra de Vietnam, mataron a John Kennedy, a Bob Kennedy, Malcom X, Luther King; era una carnicería, todo eso pasó en una década”.
-¿En ese momento tenías conciencia de estar viviendo tiempos importantes?
-En realidad siempre vivís el día. En los 70 se habló de los 60. Cuando mirás atrás ves las figuras que fueron formando determinadas opciones que tomaste. Es muy difícil tener la sensación de qué está viviendo uno más allá del paso a paso.
Cuando conoció a Leary, el psicólogo, Mujica se dio cuenta inmediatamente de que estaba loco, pero borró ese pensamiento de su mente porque necesitaba creer en algo. Recuerda que para ese momento él “ya estaba en drogas”, pero con con Leary empezó a profundizar en los efectos del ácido en la creatividad.
-Fue una época riquísima. La droga no era consumo, era experiencia. Una expansión impresionante. Después llega el momento cuando algo deja de dispensar vida y empieza a repetirse. La droga te muestra lo que hay pero no te lo da. La tentación es más droga para seguir teniéndolo, pero no te lo da.
Algo parecido le pasó con la pintura. Mujica dice que dejó de pintar porque la pintura lo decidió. “Sentí que yo no estaba más allá. Seguía haciéndolo porque tenía la técnica, pero no me transportaba fuera de mí eso que estaba haciendo”. Entonces llegó 1969 y Mujica fue con un grupo de amigos a Woodstock. La imagen que le quedó impregnada es la de Joan Baez bajando descalza de un helicóptero en el medio de la lluvia. Con esa épica en el ánimo y la música de tres días históricos resonando en su cabeza, la siguiente escala fue un monasterio trapense en Boston. La búsqueda del silencio. “Primero aparecen diez mil ruidos, tenés que sudar mucho antes de que llegue el silencio, tenés que aburrirte de escucharte”. En el monasterio, tras varios años en silencio, empezó a escribir. Vio algo, el cuerpo fue, escribió y se dio cuenta de que nacía una expresión.
-¿Se puede aprender la poesía?
-No sé, a mí me salió, por eso digo que nací a algo. A mí no me interesa la poesía sola, a mí me interesa el acto creador, mi obsesión es la creatividad. La poesía, así como antes era la pintura, es la forma en la que yo plasmo eso que acontece en mí. La poesía en la que yo me identifico es como entender la vida antes que la vida se vuelva la vida de alguien. Ese momento donde todavía la vida no se volvió historia ni se volvió proyecto personal. Hay un momento, si querés, al levantarte, cuando todavía no te vestiste. Poder expresar eso es la cosa. Creo que lo perfecto es lo que no aparece. Aparece lo que contradice esa innata búsqueda de perfección y belleza que somos.
“Me parece una maravilla poder parar la vida y dejar que la vida llegue a uno. La vida siempre va muy adelante. Dejar que llegue y se sedimente y darse cuenta cuáles son las constantes”
Casi cincuenta años después de Woodstock, el poeta y sacerdote Hugo Mujica está sentado en su lugar de trabajo, una mesa de madera muy amplia en la que conviven figuras talladas de piedra y de madera, un florero con ramas de olivo, algunos libros de arte y una Mac de última generación. Atrás, un gran espejo, varios cuadros y una colección de pipas; y al costado, una enorme biblioteca perfectamente ordenada por autor y por color. En la tranquilidad de su departamento porteño, con luces bajas y rodeado de materiales nobles, pasa sus días leyendo y escribiendo.
Tras algunos años en el monasterio de Boston, Mujica pasó por un monasterio en la Argentina y por otro en Francia. En total, siete años de silencio, y cuando salió de la vida monástica, a fines de los setenta, se fue a un campo de la pampa húmeda a escribir su biografía. Cuando la terminó de escribir, la quemó. “Era un contarme a mí qué me pasaba, tratar de entender”.
-¿Y qué entendiste?
-Que estaba todo bien, podía quemarla… Me parece una maravilla poder parar la vida y dejar que la vida llegue a uno. La vida siempre va muy adelante. Dejar que llegue y se sedimente y darse cuenta cuáles son las constantes.
-¿Cuál es la constante? ¿La búsqueda de Dios?
-Creo que lo básico es una búsqueda de libertad, como espacio… Si tuviera que nombrar a Dios diría “lo abierto”. Es una búsqueda de dilatación y espacio. Y se fue dando en mi vida a través de lo estético. Para mí, el silencio es la exquisitez de lo estético. Pasa por una búsqueda de libertad que se va plasmando a través de la elección de lo estético.
Tras la vida monástica, que fue su primer contacto con el cristianismo, Mujica sintió que el sacerdocio era el lugar donde canalizar su experiencia vital. Aún hoy sigue formando parte de la Iglesia, pero de una forma “singular”. Entre sus lecturas, la escritura de ensayos y poemas y la búsqueda constante de la belleza, se hace un tiempo los domingos para celebrar misa en la Parroquia del Patrocinio, sobre la calle Ayacucho.
-¿Cómo nos rescatamos como personas en estos tiempos que corren?
-Siempre todos vivieron bajo condicionamientos, más estrictos, menos estrictos… A nosotros ahora nos parece que vivimos todos vigilados. En el medioevo, ibas al baño y estaba mirándote Dios, pensabas mal y Dios sabía lo que pensabas. La densidad del condicionamiento era impresionante, el imperativo. El capitalismo no genera sentido, y ese es el agujero donde uno puede encontrar el espacio y la libertad. Por otro lado, estamos en una época muy presocrática. La constante transformación de todo, no bañarse dos veces en lo mismo, la ambigüedad… Lo que pasa es que no tenemos la capacidad de vivirlo. Hay una flexibilidad muy grande a pesar de la estructura. La estructura estuvo siempre, es como las reglas frente a las cuales volar; si el viento no se opone, el pájaro no vuela. Yo creo que eso es el lugar de la creatividad. Kant dice: “Ya les mostré cómo son las ideas, como funciona la imaginación, ya pusimos cada cosa en su cajón, pero esto es una isla y fuera de la isla hay un mar inmenso que es muy peligroso porque se pueden confundir el hielo con las nubes, así que quedémonos en la isla”. Esa es la cabeza. Y Nietzsche va a decir: “Nunca vi un mar tan abierto, partamos”. Una época de confusión es una época de flexibilidad, lo que pasa que implica que vos seas el creativo, la cultura ya no nos da parámetros, por así decirlo.
-¿La creatividad es para todos?
-La creatividad es un riesgo porque es un desidentificarte constantemente, es una intemperie, y eso lo eligen pocos. La cultura está hecha para eso, para dar determinada comodidad, para no tener que estar decidiendo.
-¿Se puede cultivar la confianza en la vida?
-Sí, sí, tenés que ser fiel a eso. Yo muchas veces tenía miedo pero lo hacía con miedo. Pero lo hacía. Yo soy muy realista o pesimista con la razón pero soy vitalista absoluto con el corazón.
“Fue una época riquísima. La droga no era consumo, era experiencia. Una expansión impresionante. Después llega el momento cuando algo deja de dispensar vida y empieza a repetirse. La droga te muestra lo que hay pero no te lo da”
Mujica dice que no piensa mucho en el pasado, que no es nostálgico y que uno piensa en el pasado en la medida en que está vacío el presente, o la proyección hacia el futuro. “Uno se aferra al recuerdo para tapar que ya no hay vivencias”, dice. Al poeta le siguen llegando las vivencias, él no proyecta sino que espera cosas, está siempre sensible, y las cosas llegan. Como llegó este año la propuesta de Alejandro Tantanian de incursionar por primera vez en el teatro. Lo llamaron para hacer el coaching ideológico de la obra Sagrado bosque de monstruos, protagonizada por Marilú Marini, y fue tan creativo lo que pasaba entre Marini y él, que el director dijo “yo quiero que eso lo vean todos”. Entonces ahora, a sus 76 años, Mujica hizo su debut en las tablas nada menos que en el Teatro Nacional Cervantes, el mismo escenario donde a los trece años tuvo una epifanía viendo a Margarita Xirgú en La casa de Bernarda Alba. La participación de Mujica en la obra es una conversación de media hora con Marini, totalmente improvisada. Nunca se sabe de qué van a hablar, pero al final pareciera que siempre se habla de lo mismo.
-¿Pensás en la muerte?
-Sí, pero a mí me parece un acontecimiento, como si me dijeran que voy a tirarme en paracaídas. O sea, siento la nostalgia, la tristeza de la despedida, pero me parece un acontecimiento que por fin va a estar en mis manos, como no lo estuvo el nacimiento. Me parece que pasa algo ahí, no sé qué pero me parece asombroso. A mí me parecen naturales casi todas las cosas.
-¿No te pasa que sentís que se traba el flujo de la vida, que se nublan los pensamientos, que te olvidás de la gratuidad de la vida?
-No, la gratuidad de la vida es el sentimiento más hondo que tengo. No hay una noche que vaya a dormir y de por descontado tener la cama, con todo lo que significa. Dormir es volver a confiar, es entregarse de nuevo, horizontal como la tierra, como la muerte. Eso me obsesiona, el hecho de haber aparecido. Creo que el acto creador tiene que ver con eso. De repente no hay nada y vos creás algo. Y eso fue nacer: yo no estaba y me recibí a mí. Esa chispa creadora. La creatividad es constantemente ese acoger lo que no era.
-¿Por qué nos cuesta tanto tener conciencia de esa gratuidad?
-Como sujetos modernos somos nosotros los que hacemos las cosas. Antes era porque hay vida, pienso; y ahora es porque pienso, hay vida. Soy yo el que tiene que hacerlo. La historia se trató de eso: “Ahora tomemos nosotros el tiempo en nuestras manos y hay que llevarlo adelante porque al final, bingo”. Nuestra concepción del mundo es del resultado y la producción. Nosotros nos concebimos a través de la producción, el problema es que la producción está siempre adelante, y estamos produciendo futuro todo el tiempo.
-Uno quiere vivir muy tranquilo disfrutando la gratuidad de la vida, pero socialmente no se encontró un sistema que funcione sin producir.
-El hecho siempre es de proporción, ¿no? Si producimos lo que necesitamos o si nos necesitan para la producción. La economía actual empieza a sentir como prescindible al ser humano, todo hay que abaratarlo y un ser vivo ya es caro para la producción. El hecho es siempre la proporción. El gran cambio cultural que hubo es que en este momento la realización ya no es el otro, sino la carrera. En Japón ya son más los que piden ser enterrados en el panteón de la empresa que en el panteón familiar. Es lógico: si trabajás doce horas, esa es tu familia, cuando llegás a tu casa sos el despojo de lo que quedó ese día.
-Tal vez hay gente que en ese trabajo, en ese ponerse al servicio del sistema, encuentra eso que vos encontrás en la creación.
-No creo, no es todo lo mismo. Creo que la producción no le puede dar, porque no es lo que yo encuentro sino lo que me da, y hay como cualidades, densidades de lugares donde la vida se da más o se da menos. Creo que cuanto más te arriesgás a la vida desnuda recibís más, más vestimenta. La empresa es una linealidad en la cual vos te insertás, funcionás, etcétera, pero no sé qué puede dar. El fetiche de la mercancía, diría Marx. ¿Qué te puede dar el sistema?
-En esta crisis que enfrenta el empleo, el sistema, ¿hay posibilidades de volver a creer en una nueva utopía?
-Creo que ahora empieza la utopía capitalista, nosotros éramos el ensayo y ahora, con la extensión del capitalismo a Oriente, empieza. Pensá que ahora apareció algo como China. Nosotros todavía teníamos tradición, derechos, etcétera. Allá es un país de esclavos, y ahí bajó el capitalismo, ahora empieza. Creo que en aquella utopía que teníamos no se puede creer más porque la utopía pertenecía a un concepto del mundo del que por suerte nos desligamos, que era que había una sola historia. Pensá que toda utopía era cómo íbamos a transformar el mundo, palabra casi tan grande como Dios. Todas las utopías pertenecían a esa idea del progreso, que el tiempo era lineal y era de mejor en mejor, un mito humanista que dejó 70 millones de muertos en el siglo XX y quedó totalmente desmentida. La utopía pertenecía a esa idea de que el mundo era uno, y cómo se transformaba. Ahora más bien somos mundos, ¿no? Y se generan diferentes mundos, algunos con más significado, otros con menos, pero no creo que ya haya un proyecto para todos. Nunca lo hubo, porque el proyecto nuestro era de dominación, “subanse al tren de Occidente”. Ahora, lo único que cambió radicalmente es la caída del parámetro de lo uno. Ya no hay un mundo, un Dios. Hay tantos dioses como gente que mira hacia Dios. Eso fue una conquista y una liberación infinita.