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Los gestos un poco frenéticos de sus manos, el acelere de su verba que agiliza el ritmo de la conversación, el énfasis que despliega cuando aparecen los tópicos que lo apasionan -la filosofía, el arte, los modos de vida contemporáneos- no parecen traducir la economía gestual de un hombre abatido y apesadumbrado por su historia. Una historia de vida que, en realidad, tendría sobrados condimentos para ser leída en las claves autocomplacientes de la tragedia. Todo lo contrario; el crítico cultural Daniel Molina habla tanto de sus pasiones como de sus hechos traumáticos con vitalidad y entusiasmo.
En noviembre de 1974, mientras hacía el servicio militar, Daniel Molina fue acusado por un delito que no había cometido. Su paso militante por el PRT-ERP tal vez haya apurado el trámite para que un Tribunal Militar lo condenara junto a otros ocho soldados. Tenía por entonces veinte años. El resultado: diez años de privación de su libertad y una experiencia que él mismo define como “inexpresable”, como un desborde mortuorio del que el lenguaje no puede dar cuenta. “La gente que no estuvo presa cree que los libros tan maravillosamente poéticos y trágicos como Si esto es un hombre o Diario de un ladrón representan la vida en prisión. No es así. No llegan al núcleo candente de la experiencia. Justamente porque no hay vida en la prisión: es una forma de morir”, dice en su libro Autoayuda para snobs –publicado a fines de mayo por Editorial Paidós. Hoy elige relatar esa década traumática con una templanza inusitada. A pesar de figurar una vida cargada de situaciones difíciles, de momentos de quiebre, en sus textos no hay lugar para la victimización. Se trata de un libro que cuenta los avatares de una vida con crudeza y exaltación festiva al mismo tiempo, haciendo uso de los recursos de la novelización y pasando por el tamiz de la observación teórica, analítica del mundo.
“De niño aprendí a escribir antes de ir al colegio, incluso a sumar y restar -cuenta Molina-. Pero me costó mucho aprender a leer. En mi casa me daban libros y yo no agarraba las letras. Después me di cuenta que tenía una leve dislexia que no era tanto con las letras sino con los números. Vos podés cantarme un número de teléfono y si no lo decís lento, no lo puedo escribir. En cambio, me contás una novela completa y esta noche te la reescribo. Mi memoria funciona así. Cuando empecé a notar que podía leer de corrido, más o menos a mis siete años, me devoré todas las Enciclopedias para el Niño con versiones del Quijote y la Odisea en cinco páginas llenas de dibujos; y también la Enciclopedia Lo sé Todo. Entonces muy rápidamente ya leía libros de adultos, por ejemplo Don Segundo Sombra. Comencé el secundario leyendo a Borges, que no me gustó nada. Me empezó a gustar diez años más tarde, ya estando preso”.
-¿Cómo impactó en tu vida en general y en tu recorrido como lector cuando te metieron preso?
-En primera medida hubo una gran interrupción en mi vida: recibir golpes, estar aislado, no poder hacer nada. Y entre esas cosas que no pude hacer está la lectura. Durante todo mi primer año preso no pude ni leer una etiqueta que dijera “Made in China”. Después, durante seis meses me dejaron leer cosas que no me interesaban, la revista El Gráfico o de historietas como El Tony. Las leía igual porque era maravilloso meter la cabeza en otra cosa que no fuera una pared blanca. De a poco me dejaron leer algunos diarios, a veces muy censurados, otras veces con poca censura. Y a veces hasta cosas rarísimas: me dejaban leer revista Crisis, que era muy opositora. Estaba prohibida El beso de la mujer araña y yo la pude leer en la cárcel. Alguien la trajo de Europa, se lo dio a mi familia y pasó. Como vieron ese título, deben haber dicho “es una pelotudez que lee este boludo”, ¡y me la dieron! Estaba prohibido comprarla en la Argentina, sin embargo yo la leía en la cárcel. Antes de ir preso me había hecho muy fanático del posestructuralismo, fui uno de los pocos que a los dieciocho años ya había leído a Michel Foucault, Roland Barthes… Pero sobre todo descubrí a Jacques Derrida, porque uno de mis últimos trabajos antes de estar preso fue ayudar como cadete o asistente a Pancho Aricó a editar la colección de los posestructuralistas en la editorial Siglo XXI. Recién se estaba traduciendo De la gramatología, y por primera vez en un idioma que no fuera francés. Ese libro me abrió la cabeza para leer filosofía seriamente.
-¿Y en la cárcel, como hiciste para seguir con las lecturas de filosofía?
-Pasó algo muy loco porque más tarde tuve acceso a la biblioteca del penal, que era un penal militar. Esa biblioteca la había armado un sacerdote franquista, muy de derecha. Pero era muy culto y había traído muchísimos libros de España. Por ejemplo, publicaciones de Platón bilingües con muy buenos prólogos. Ahí pude leerme todo San Agustín también. Las dos mil páginas de La ciudad de Dios la iba leyendo comparando el latín y el castellano. Y así, iba entendiendo cosas que decía Derrida. Logré tener una formación más bien clásica de la filosofía pero al mismo tiempo leída por Derrida, con una vuelta de tuerca de lo más posmoderno. Paradójicamente logré tener una formación que fue como haber estado en Oxford. Quizás no hubiera podido acceder a eso en mi vida afuera. Tendría que haber ido a una universidad inglesa o francesa para tener ese nivel.
“Me apasiona y me emociona la inteligencia. Leyendo a Derrida y a Borges, la lectura de un libro me parecía súper creativa. Algo tan creativo como escribirlo”
-Decías que con la literatura de Borges te reconciliaste estando preso…
-Sí, con esa formación leí a Borges de nuevo. Dejé de considerarlo como un viejo choto que decía cosas pelotudas que yo mucho no entendía, y un día agarré un cuento que habla de la inteligencia y me puse a llorar de lo impresionante que fue. Me apasiona y me emociona la inteligencia. Leyendo a Derrida y a Borges, la lectura de un libro me parecía súper creativa. Algo tan creativo como escribirlo. Esto está en El crítico como artista, de Oscar Wilde, un autor del que me enamoré, donde dice que el máximo nivel del arte contemporáneo es hacer crítica de arte en la obra -algo que ochenta años más adelante va a decir el arte conceptual y el pop.
-Entonces así va apareciendo tu interés por la crítica de arte…
-Sí, ya en la cárcel empecé a escribir unos cuadernos de crítica de libros y después hice una pequeña revista que se la pasaban entre algunos presos que tenían interés por la lectura. Después de Malvinas los militares empezaron a recular y dejaron entrar abogados a las cárceles. El CELS, que ya estaba formado, designó un grupo de cinco abogados para que estudiara sobre causas militares porque nadie tenía idea. Éramos cuatrocientas personas juzgadas por Consejo de Guerra. Uno de esos abogados era Augusto Conte Mac Donell, abanderado de los Derechos Humanos. Gracias a él la causa llegó a la Corte y me declararon inocente. Los diez años de estar privado de la libertad no te los devuelven, por supuesto.
-¿Después de estar diez años preso cómo hiciste para reinsertarte en el mundillo cultural?
-Una noche Augusto Conte Mac Donell dio una cena para los presos que habíamos salido una semana antes de que subiera Alfonsín. En esa comida estaba como invitado Gabriel Levinas, que en ese momento era progresista y había apoyado mucho a Augusto desde la revista El Porteño. Me invitó a participar y a los nueve días de salir en libertad yo ya estaba trabajando en El Porteño, que para mí era bárbaro porque la revista, además de ser súper under, la leían y escribían en ella desde César Aira hasta María Moreno. Y desde Ushuaia a La Quiaca se leía El Porteño, a pesar de ese nombre que todo el mundo odiaba. Había una sección excelente que se llamaba Cerdos & Peces, que escribía Enrique Symns donde había temas que nadie trataba en ese momento como el aborto, el mundo gay, etc. Fue muy interesante trabajar dos años ahí. Hasta que se hizo cooperativa y entró Jorge Lanata. Me peleé con él y me fui.
“Los escritos de Freud y Lacan me parecen maravillosos, pero la práctica analítica en el 99 por ciento de los casos es chanta y tiene más que ver con la religiosidad del analizado. Si vos creés: funciona”
-¿Porque razón se pelearon?
-Primero que nada por tener distinta visión del mundo. Él usaba la revista, como usa todos los medios, para hacer su carrera de periodista estrella y conseguir patrocinios. El traía información de los Servicios de Inteligencia y de políticos que le vendían para lograr notas de tapa y vender más, y a mí me parecía que era un método ruin. Una vez me llamó y me dijo: “A vos no te interesa la parte política, a mí no me interesa la cultural. De cultura decí lo que se te cante las pelotas, matá a quien quieras. Vos te quedás con Cultura. Yo me quedo con política”. Yo le dije: “No es que la revista se divide una mitad para cada uno. Para algo hicimos una cooperativa, ¡para que todos participen!”. Entonces me dijo: “Yo los llamo a participar y todos votan por mí”. Y lo peor de todo es que tenía razón. Ahí comprendí y quedaba demostrada mi crítica hacia el socialismo y lo autogestionado: cuando un líder autoritario siempre logra los votos de todo el resto. Mi experiencia dice que todas las situaciones socialistas son lindas como idea. También me pasa con el psicoanálisis. Yo leo los escritos de Freud y Lacan me parecen maravillosos. Pero la práctica analítica en el 99 por ciento de los casos es chanta y tiene más que ver con la religiosidad del analizado. Si vos creés: funciona.
-Tu libro Autoayuda para snobs tiene un registro que pivotea entre lo autobiográfico y lo ensayístico. ¿Ya tenías pensado ese registro de antemano o lo fuiste encontrando en el proceso de escritura?
-En realidad… Paidós quería hacer una colección con ensayos que pudiera comprarlo un público general. Ellos pensaban que mi lugar en twitter y como crítico cultural habilitaba un tipo de discurso que era una reflexión ensayística pero dirigida a un público amplio. Yo siempre mezclé mi reflexión sobre el mundo con mi vida. Además quería hacer un libro que pudiera ser leído desde cualquier lugar, como un I-Ching. Pero también que se pudiera descubrir una lectura de principio a fin, que es la que va jugando progresivamente de lo autobiográfico a la reflexión sobre la cultura argentina y viceversa. Quería que aquel que se acercara al libro fuera interpelado desde el presente pensando hacia el futuro, que el libro tuviera algo de historia pero de un modo útil. Por ejemplo, preguntarme por qué comemos pizza y hacer todo un recorrido histórico con esa pregunta. Como si fueran consejos para entender la vida actual. Entonces, en un momento, me dije “estoy haciendo una especie de autoayuda para snobs”.
“El snob es el gran polinizador de la cultura, es el primero que se entera de las cosas que están pasando en el mundo y el primero que las difunde”
-En el libro trabajás una noción no peyorativa de snob…
-De alguna manera hago un rescate positivo del término. Hace unos años escribí para Clarín una nota sobre un libro que hablaba de esnobismo. Desde ahí que vengo reivindicando el tema. El snob es el gran polinizador de la cultura. El snob es el primero que se entera de las cosas que están pasando en el mundo y el primero que las difunde. Hay muchos grandes artistas que además fueron grandes snobs. Uno de mis preferidos es Jean Cocteau. Hizo vestuario, dirigió películas, hizo ópera, pintó, dibujó, escribió novelas, escribió ensayos, dirigió editoriales y un diario. En todo fue excelente pero en nada fue genial, y eso lo mató. En su época todo el mundo pensaba que era un diletante, un chico rico que hacía cultura porque no le quedaba otra. Sufrió el drama de ser segundo. Pero fue un gran polinizador: casi todo lo que se conoció de la modernidad lo difundió él. Por ejemplo, Picasso hace Las señoritas de Avignon en 1907, que es el cuadro que cambia la pintura moderna. En su momento nadie lo vio -salvo amigos artistas que iban a su taller- en público sino hasta 1929 cuando la familia Rockefeller lo compró para donarlo al MOMA. Lo había comprado antes un millonario suizo que lo tenía en su casa y no lo dejaba ver mucho porque a la gente que se lo había mostrado le daba asco. Incluso a los grandes coleccionistas les resultaba vomitivo. Recién se exhibió veintidós años más tarde. ¿Cómo sabía entonces todo el mundo qué era Las señoritas de Avignon? Jean Cocteau se ocupó de hacerlo conocido, escribiendo, hablando, realizando cenas donde contaba que había ido de nuevo a ver esta obra maravillosa, etcétera. Ahí tenés el papel del snobismo como difusor de la cultura.
-¿A qué te referís cuando en tu libro decís que nuestra sociedad no perdona el aburrimiento?
-Que como sociedad tenemos un problema y es que Dios ha muerto. Nietzsche ya lo explicó en 1850. Para un tercio de la humanidad creer en Dios se hizo algo muy difícil. Sin formas de religiosidad, la vida no tiene ningún sentido. Le vamos inventando algún tipo de sentido, por ejemplo el psicoanálisis o el kirchnerismo antikirchnerismo que es un debate político que funciona como un sustituto religioso fuerte. En nuestra sociedad todo rápidamente se vuelve común. ¿Por qué las parejas que se casan no cogen? Porque estar tantos años con la misma persona… ¿qué secreto tiene?
“Sin formas de religiosidad, la vida no tiene ningún sentido. Le vamos inventando algún tipo de sentido, por ejemplo el psicoanálisis o el kirchnerismo antikirchnerismo”
-¿Cómo cambió internet tu forma de mirar la práctica artística y tu manera de hacer crítica?
-Me gusta pensar que la cultura es una forma de conectar a las personas entre sí. En ese sentido, antes existía un mapa mental que lo construíamos con enciclopedias, libros y demás. Internet democratizó eso, se convirtió en una especie de cerebro colectivo al que puede acceder todo el mundo. Después… lo que hace cada uno con ese saber es otra cosa: unos pueden ser unos imbéciles y otros construir la bomba atómica y tirártela por la cabeza.
-En uno de los capítulos decís que el formato libro ya no sirve para pensar nuestra época. ¿Por eso elegiste ese formato fragmentario que se puede asociar al linkeo?
-Sí, el libro es un mundo cerrado. Antes, si vos eras muy culto y podías hacer interconexiones podías decir: “ah, este acá está haciendo una parodia de El Quijote”. Hoy, con internet, ese juego intertextual lo tenés con links dentro de los mismos textos. Además todo te lleva a otra cosa, pasás de un texto a otro. Dejamos de leer grandes parrafadas o libros enteros, y pasamos a conectar entre fragmentos. Mi libro está armado como una colección de fragmentos. Eso ya lo hacía Borges. Incluso hacía copy paste: hay cosas que aparecen en un ensayo del año 32, un párrafo le gusta y lo repite en un cuento; y luego incluye ese mismo párrafo en otro ensayo que se publica en el 57.