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Texto: Roli Villani |

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Perla Herro, referente de Slow Food Argentina: "La soja y el maíz no son comida, son insumos de una industria que nos engorda y no nos alimenta"

 

 

“Para mi abuela materna comer fiambre era una berretada -dice-. En las familias había que comer comida. Nada raro: milanesas, pastas amasadas, guisos. Pero casera”. Nació hace 58 años en Bolívar, provincia de Buenos Aires, y tiene muchas imágenes de la infancia asociadas a la comida: “En el campo la cocina amplia es el alma de la casa, ahí estaba la mesa, la cocina económica, la otra cocina, aquella primera heladera que hacía un ruido tremendo. A cualquiera que venía a tomar mate, mamá lo ponía a batir la crema hasta que se hacía la manteca”. Como a todos los cocineros apasionados, entre los recuerdos y reflexiones se le escapan tips: “Recuerdo a papá batiendo en un bol enorme la mayonesa con dos ajos gigantes pinchados en el tenedor para que tuviera el sabor, pero no el ajo”.

 

Su vínculo con la comida pasó a una instancia distinta durante un viaje medio hippón por Brasil, en el cual descubrió la cocina macrobiótica: “Hicimos amigos, estuve con mucha gente que tenía su huerta y vivían una vida que me gustaba. Y estaba toda esta filosofía de la comida como medicina -recuerda-. En la macrobiótica todo lo que comés es la cura de algo. Todavía tengo el libro Autocuroterapia de Tomio Kikuchi con todas las patologías y las recetas de curaciones que te imagines”. La macrobiótica nació en Japón y propone un tipo de alimentación basada en los principios de equilibrio del Yin y el Yan, con eje en los cereales integrales y los vegetales.

-Yo venía de militar en el MAS (Movimiento Al Socialismo) y pensaba ¿cómo hago para combinar esto tan esotérico como las energías y ser trotskista? La sentía como una contradicción que fui superando en la práctica. Aprendí una técnica de cocina que propone un gran respeto por los productos, que se traduce en cortes particulares y técnicas de cocción. Cosas que mantengo o readapté aunque mi búsqueda y mi cocina se fueron para otro lado.

 

-A la macrobiótica se le hace la crítica de que está pensada para Japón y por lo tanto no es permeable a la idea actual de que los cocineros deben trabajar productos de cercanía y estación.

-Es que nace en Japón y, como todo, necesita adecuarse. Tiene un aporte valiosísimo: las algas y el miso son patrimonio japonés. Pero, bien entendida, es una cocina local y estacional con cocciones particulares. Dice cosas que suenan raro como no tomar tanto líquido y no comer tanta fruta para no generar que los riñones carguen el corazón y no se desgasten. Pero la verdad es que funciona, si la hacés bien. Como todas las dietas serias, es una manera de vivir: propone una actividad mañanera, gimnasia, reflexión. Como casi todo, vos vas aprendiendo cosas y después te vas. Te vas sin irte, pero te empezás a nutrir de otras cosas que te llevan para otro lado. Es uno de los conocimientos que guardo en mi corazón: yo crié a mis hijos con la papilla de arroz integral. Y funcionó maravillosamente.

 

-Contanos cómo es esa papilla.

-Una taza de arroz por siete de agua, hay que hervir todo y después se pasa por un cernidor y esa cremita que queda es el primer alimento para los bebés, una papilla. Y los libros te dicen que el niño no va a llorar, no va a tener problemas intestinales. Y funcionó. Para mi y mis hijos estuvo buenísimo, lo recomendaría. Ahora, cuando volví de Brasil, busqué sola y empecé a estudiar a nivel gastronómico, pero no había escuelas. Tomé clases con maestros, lo seguí a Francis Mallman, pese a que hacía una comida que nada que ver, ni siquiera hacía lo que hace ahora. Era una comida más afrancesada, pero yo iba a todas las clases que podía. Cuando una persona tiene algo para decir, se nota y hay que aprovecharlo.

 

-Eso te iba a decir, más allá de que su propuesta no era lo que vos buscabas, Mallmann tenía una voz dentro de la cocina.

-¡Siii, claro! Hablaba sobre el producto cuando todavía eso no se escuchaba en ningún lado. Era eso o Utilísima, que siempre fueron pura crema, kilos de azúcar y manteca. Francis fue la primera persona en mi vida a la que escuché decir “esta papa es una papa forrajera de merde, consigan una papa verdadera. Hay millones de papas”. Y yo me preguntaba, ¿dónde hay millones de papas? ¿De qué habla? Para mi la papa era la papa del campo. Él ya hablaba de papa arenosa, papa húmeda. Hoy hay cocineros especialistas en papas. Y su voz es la de un gran maestro, yo lo quiero. Lo llevo en el corazón pese a que nunca tuve restorán con carne y el emblema de él ahora es el asado. Es una persona con mucha sensibilidad por el arte, es libre, ha roto muchas barreras y moldes.

 

-¿Y cómo siguió tu recorrido?

-Yo ya había encontrado una intuición de lo que quería con la cocina. Fui buscando maestros que me ayudaran a organizar eso. Fui tomando clases salteado con Beatriz Chomnalez, investigué mucho, empecé a traducir todo esto que había aprendido con la macrobiótica a otros productos; empecé a usar la harina integral, miel y empecé a diseñar esta cocina que hago ahora que no es una dieta específica, sino una propuesta alimentaria y cultural que toma la Soberanía Alimentaria como marco general.

 


"El gobierno debería valerse de una herramienta como los agricultores organizados para planificar la alimentación de la gente, pero imaginate a la distancia que están de eso si el ministerio de Agricultura lo rebajaron a secretaría y ya no se llama más de Agricultura sino de Agroindustria"


 

-¿Cómo llegaste a Slow Food?

-Bueno, como tuve algunos restoranes vegetarianos y naturistas, ya lo había conocido pero no entendía muy bien qué era. En los restoranes ya practicaba esto de salir a buscar productores, así que muy rápido me hice una red de proveedores con mucha mirada puesta en el producto: cercanía, temporada, producción limpia, etcétera. Así que cuando empezaron a aparecer los mercados orgánicos primero y agroecológicos después hice una especie de curaduría, me establecí en ese puente que vincula consumo y producción agroecológica. Ahí me contactaron otra vez de Slow Food y me invitaron a participar de un Terramadre, que es un evento anual muy importante. Fui porque iba a haber productores, clases de cocina, cosas que se vinculaban con mi intuición pero todavía no terminaba de entender qué era. Y me encuentro con gente de todo el mundo, es muy loco lo que te pasa en esos eventos: uno se da cuenta de que se pasa la vida enfocado en su propia existencia. Y ahí había razas, colores, ropas, idiomas, literalmente de todo el mundo, dialogando sobre los mismos problemas.

 

-Y ahora que sabés: ¿qué es Slow Food?

-No es una ONG ni una asociación civil, es un movimiento mundial que trabaja con la ilusión de proteger la biodiversidad con una definición propia de Soberanía Alimentaria: los alimentos deben ser buenos, limpios y justos (Buono, Pulito e Giusto). Bueno es rico, sabroso. Limpio, que no tenga agroquímicos y tenga buen trato animal. Y Justo, que tenga un valor que les permita vivir a los productores. Y se acuña un nuevo término: coproductor, que es un consumidor que no sólo compra, sino que conoce y valora, que solicita información e influye en la sostenibilidad del producto. El nombre Slow Food (literalmente, comida lenta) es una humorada, una respuesta cómica al Fast Food, porque nació en Italia como respuesta a la aparición de los Mc Donalds y todas las cadenas de comida rápida. Italia es un lugar en el que la alimentación tiene una importancia enorme: cada pequeño pueblo tiene un queso, un vino, un dulce, unas cocciones características y es todo delicioso; la estandarización de los sabores amenazaba a todo ese despliegue cultural. Y, a pesar de que se instalaron las industrias alimentarias, eso se conserva. Y Slow Food hizo tanto por esa conservación que ahora hace años a los Terramadre, estos eventos anuales internacionales, va el presidente de Italia, tiene la envergadura de un gran movimiento. Y su fundador, el periodista y sociólogo Carlo Petrini, tiene mucho carisma, una fuerza impresionante y es un encantador. Dice que Slow es una especie de austera anarquía, porque no hay un jefes, hay coordinaciones conjuntas. Carlo habla mucho del concepto de movimiento rizomatico (acuñado por Gilles Deleuze para designar las organizaciones sin subordinación jerárquica) y para eso encontró a Stefano Mancuso, una persona con la que combina enormemente. Es un biólogo florentino que recomiendo enormemente leer, que habla del poder de la vida de las plantas en el planeta. Son casi el 70% de la vida del planeta. Si nosotros desapareciéramos, el planeta ni se inmuta. Si desaparecen las plantas desaparecemos todos. Mancuso estudia el mundo vegetal y le confiere características de reproducción, de nacimiento, de vida y el power que encuentra es que se enraízan a nivel horizontal, un poco como las redes de internet. Como una nueva manera de relacionarnos, mas copada y más profunda.

 

-Hablaste de la humorada de Slow Food. Y de alguna manera...

-¡De alguna manera es un karma!

 

-Eso.

-¡Claro! Para muchos pueblos no, porque es su lengua. Pero a mi me juega en contra: por ejemplo, hice un flyer que decía “Gastronomía para la Liberación” y lo subí a Facebook y una persona que no conozco me dijo: “¿Cómo va a ser liberación si me hablás en inglés?”. No juntaba los hilos, el chiste del nombre no era más fuerte que el hecho de hablar en inglés. Y yo le dije que só, que estaba de acuerdo. Fui poco hostil, porque concuerdo mil por mil, cuando estoy con los compañeros de la UTT (Unión de Trabajadores de la Tierra) y les cuento las experiencias que fui aprendiendo, las soluciones que encontraron otros productores del mundo a cuestiones que les preocupan a ellos, trato de no hablar mucho de Slow porque es chocante, no me siento cómoda. El año pasado presentamos a la UTT en Terramadre como uno de los proyectos poderosos e invitaron a una compañera a Italia para que vea con sus ojos. Ellos no van a ser otra cosa que UTT, pero queremos hacer cosas juntos y apoyarlos.

 

 

-¿Tomaste contacto con la UTT hace unos meses, cuando aparecieron en los medios con los Verdurazos?

-No, laburo con ellos desde hace un par de años. Medio de casualidad, mi socia Paula vive en Monte Grande y el primer almacén de la UTT lo pusieron cerca de su casa, en Luis Guillón. Un almacén divino. Y viste que en la UTT tienen esa conciencia agroecológica re militante, que les gusta contarte que “en este almacén la verdura no está fumigada, somos un proyecto de quince mil familias”, un laburo de concientización del consumidor que es en definitiva lo que promueve Slow Food. Creo que hay que apoyarlos mucho porque están haciendo una transición muy importante. Son muchas familias bolivianas que tenían una forma de sembrar y de cosechar y que cuando se instalaron en el Gran Buenos Aires empezaron a producir de otra manera, con muchos agroquímicos, porque les decían que esa era la manera acá. Y ahora están desaprendiendo este método y probando cuáles de los conocimientos que tenían les sirven para mejorar la producción acá sin pesticidas ni desmalezadores. Es un sector que necesita la intervención del Estado, el gobierno debería valerse de una herramienta como los agricultores organizados para planificar la alimentación de la gente, pero imaginate a la distancia que están de eso si el ministerio de Agricultura lo rebajaron a secretaría y ya no se llama más de Agricultura sino de Agroindustria. Con eso está todo dicho: la comida se convirtió en una mercancía, no es algo cultural ni de salud. Argentina ha sido como un espacio de experimentos de Monsanto, que les dio una resultado enorme. Vamos a tener que retomar la planificación alimentaria porque estamos al horno, la salud de las poblaciones, de los animales y del suelo en el entorno de las fumigaciones se está haciendo mierda. Y siempre que puedo me gusta decir que la UTT tiene un reclamo que parece gremial o sectorial pero que en realidad es una propuesta de calidad alimentaria. Ellos piden tierra porque en la tierra que alquilan no pueden hacer mejoras: no pueden ni edificarse una casa digna, tienen que vivir en chozas.

 

-¿Por qué?

-Porque los tipos que les alquilan los campos no quieren que hagan mejoras por miedo a que se instalen y que después no devuelvan nunca las tierras. Entonces les hacen firmar contratos en los que prohíben las mejoras. Y acá viene la conexión con la alimentación: dentro de las mejoras están los frutales. No pueden hacer casas pero tampoco pueden plantar árboles. Por eso no hay fruta en la oferta agroecológica. Los famosos bolsones casi no tienen fruta por ese motivo. Por eso, la falta de acceso a la tierra de los pequeños productores redunda en la mala calidad de la comida de todos. No podés pensar la alimentación saludable como aceite de coco y semillas de goji y no prestar atención a que todo el país está lleno de gente enferma. La alimentación industrializada es un pack que te propone tres insumos: maíz, azúcar y grasa, lo que determina que haya chicos con enfermedades de ancianos, como diabetes tipo 2, hígado graso, enfermedades metabólicas y obesidad y sobrepeso en niveles insólitos como factores de riesgo para todo el mundo. Y encima, con los campesinos afuera de la tierra porque la necesitan para la soja, el maíz, todos insumos de esa misma industria.

 


"Lo que domina hoy es la producción industrializada que tiene un modelo que solo piensa en la rentabilidad inmediata: rocían veneno sobre el campo para que no haya malezas ni plagas y siembran una semilla a la que hicieron resistente a ese veneno. El productor sale ganando, es mucho menos trabajo, pero todos los seres que vivían en ese lugar (incluyendo a los humanos) la pasan como el culo. Y no dejan espacio para que se siembre comida de verdad"


 

-Una de las cosas que decías que propone la Gastronomía para la Liberación es entender por qué la comida sana no llega a nuestra mesa. ¿Por qué?

-Porque estamos en una instancia incipiente de la producción agrológica, lo que domina hoy es la producción industrializada que tiene un modelo que solo piensa en la rentabilidad inmediata: rocían veneno sobre el campo para que no haya malezas ni plagas y siembran una semilla a la que hicieron resistente a ese veneno. El productor sale ganando, es mucho menos trabajo, pero todos los seres que vivían en ese lugar (incluyendo a los humanos) la pasan como el culo. Y no dejan espacio para que se siembre comida de verdad. La soja y el maíz no son comida, son insumos de una industria que nos engorda pero no nos alimenta. Creo que hay que trabajar mucho para desterrar la comida ultraprocesada de la oferta. Tengo ilusión de que se puede lograr porque cuando mi hijo iba al secundario, hace más de diez años, era el único vegetariano. Ahora que va mi hija tiene muchas amigas vegetarianas. Ese cambio fue muy grande, muchas familias no se deciden, pero lo piensan. No pienso solo en el vegetarianismo, sino en comer cosas que uno decide, no lo que le impone la costumbre o la comodidad. Está pasando. Acá, en el oeste, en Haedo, hay un grupo que compramos los bolsones de verduras pero no a una orga que te los trae. Somos familias que armamos un grupo de Whatsapp y el que puede va a buscarlo hasta Moreno, a donde lo lleva una chica que tiene otros nueve nodos. Y somos muchos, nunca pasó que nadie pudiera. Es medio chino pero funciona. Eso está pasando. Con mis amigas compramos harina en bolsas a molinos que elaboran productos de calidad y las dividimos, hacemos la compra comunitaria de cereales, semillas agroecológicas. Y como eliminás la cadena de distribución, terminás pagando mucho más barato.

 

-Eso empezó a acelerarse el último año, ¿no?

-Sí, este grupo que te digo se armó en el verano. Me acuerdo porque los tomates agroecológicos estaban bárbaros y era el comentario de todo el mundo. Tomates con sabor a tomate. Esto, hace unos años, parecía un delirio pero ya está pasando: el encuentro humano. Algunos del grupo se juntan cada tanto a hacer sopa. Hay mucho intercambio de recetas con los productos que llegaron.

 

-Volvamos un poco a Slow Food. ¿Cuál es la importancia de que sea un proyecto global si se trabaja con comunidades?

-Hay un montón de proyectos globales que articulan en lo local. Uno de ellos, el más global, es una especie de catálogo que se llama Arca del Gusto y con ese nombre tan poético (un poco bíblico, ¿no?) lo que hace es rescatar los productos y los saberes vinculados a ellos que se van perdiendo. Cada país sube al Arca alimentos en riesgo de extinción, que puede ser una especie animal o vegetal o un alimento elaborado como un queso, un embutido, un dulce, todos alimentos de la tradición campesina. Hay en Slow Food Italia una oficina más académica que da el ok después de chequear el nombre científico, por qué se está perdiendo, qué cosas se hacen con eso, etcétera. Slow Food Argentina tiene cien productos en el Arca. Cuando alguno de esos productos tiene, además, una comunidad o una familia que lo produce y se puede valorizar desarrollamos otro programa que se llama Baluarte. Para que sea Baluarte tiene que haber sido parte del Arca y estar vivo con alguien que lo está vendiendo y contando. Tenemos en Argentina cinco baluartes. Uno son los papines de Jujuy, papas nativas; otro, un quesillo de cabra que dicen que es el primer queso que se hizo en Argentina, son unas mujeres de Taco Ralo, Tucumán. Es un queso de leche cruda, muy copado, delicioso, el proyecto es Pastoras del Monte. Otro es Frutos de la Biósfera del Gran Chaco, que incluye chañar, mistol y harina de algarroba. Otro es el yacón, que es una especie de papa, una raíz grandota que se come por San Juan y Santiago del Estero, en el NOA.

 

-Me decías que Slow Food no es una ONG sino un movimiento, pero esos proyectos a nivel global, ¿cómo se financian?

-Para poner en marcha un Baluarte se necesitan muchos fondos, tienen que viajar los técnicos, hay que promocionarlo, la familia o la comunidad tienen que viajar a eventos internacionales. Y por supuesto, no tiene la misma realidad un baluarte de Alemania que uno de Latinoamérica o África. Para equilibrar eso hay una recolección de fondos por parte de la Fundación Slow Food para la Biodiversidad. Esa sí es una fundación que funciona con donaciones privadas o de empresas y entes públicos nacionales e internacionales. Hay una web en la que la Fundación publica todos los años el balance social. Está bueno porque hay una transparencia, podés ver quién aporta e imaginar qué busca.

 

-Hay algo que suele suceder con el apoyo a productos en riesgo de extinción y es que se les busca un mercado diferenciado a miles de kilómetros de donde se elabora: un sector socioeconómico que puede pagar el precio del buen trato al productor pero que de alguna manera convierte el producto en un privilegio de elites porque en la zona donde se produce ya no pueden pagar ese precio globalizado.

-Ese es un debate interesantísimo. En Slow Argentina estamos en situación muy horizontal y todo se debate en asamblea y se acuerda por consenso, sin votaciones. No siempre fue así y no en todos los países es así, pero hoy y acá todos los que lo integramos estamos muy comprometidos con la idea de la Soberanía Alimentaria. Entonces tenemos una mirada sobre qué se busca con estos proyectos. ¿Buscamos mercados diferenciados? Yo propongo comer local y estacional, lo que supone auspiciar proyectos que no dependan del traslado a cientos de kilómetros de donde se elaboran. Eso para mi habla mucho de la manera en que pensamos nosotros la protección de la biodiversidad. De todos modos, algo que pasa que los productores es que no siempre comen lo que producen. Ni ellos ni sus vecinos. Pero eso tampoco es algo fijo, creo que también hay que trabajarlo. Eso se debatió también mucho en el séptimo congreso internacional de Slow que se hizo en China.

 

-¿En China?

-Ojo que China también se cuestiona qué tipo de alimentación estamos produciendo, hay una parte enorme de China que es agroecológica.

 

-Uno piensa a los chinos devorando cerdos engordados con soja.

-Claro, de eso hay mucho, pero son millones y millones de chinos. En un momento encontramos que Carlo Petrini estaba reunido con quinientos productores agroecológicos. Yo dije “¡Guau! ¡Quinientos!”. Y me dicen “bueno, acá es como si fueran tres”.

 


"La comida se convirtió en una mercancía, no es algo cultural ni de salud"


 

-Contanos algo de tu laburo como docente de cocina, ¿qué enseñás?

-Lo que más me gusta es trabajar en escuelas, con los chicos. Trabajé con escuelas Waldorf, con escuelas Montessori, hago laboratorio de sabores para los niños. Ahora que vengo de Córdoba traje chañar, hierbas y harina de algarroba, voy a ver si hacemos cuatro comidas de monte. Los chicos aprenden, tocan, experimentan, pienso que es una semilla que no van a olvidar. Hemos hecho catas de sales, de chocolates, de papas, de verduras, cocinamos. Hay un grupo que ya cumplió como dos años conmigo y saben qué pasa cuando hervís algo, que hay alimentos que se endurecen, hay otros que se ablandan. Cuando no tiene sabor, se levanta con una pizca de sal, estas cosas son maravillosas en boca de chicos de cuatro años, muy aprendidas en una cosa de juego y de experimentación. Lo hice también en escuelas del Estado pero hay hay que perfilar un poco más los contenidos, hay más laburo para hacer. Algo que tengo pendiente.

 

-¿Te parece que ese es tu oficio? ¿Enseñar a cocinar? ¿O cocinar?

- No, yo soy cocinera. Me encantaría que todos cocinen, para eso enseño. Pero no me saques de mi cocina.

Chakana Wines, Viticultura para el futuro hace un aporte para la difusión de una agenda que ponga en tela de juicio a la industria alimenticia y los efectos nocivos de la producción y consumo de productos ultraprocesados.

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26/04/2024